Editorial:

El pecado de la carne

EN LAS próximas semanas el Gobierno va a fijar los precios que, a través del complejo marco de intervención, regirán para cereales y carnes durante la campaña 1977-78. De ellos dependerá, en no pequeña medida, el funcionamiento de nuestra agricultura. Si los precios resultan remuneradores para el agricultor y, casi más importante en el caso de los cereales, si sus niveles relativos reflejan las ventajas comparativas de producción de nuestro suelo, estaremos en vías de conseguir equilibrar la balanza agraria y de estimular el empleo de recursos que en otro caso permanecerían subutilizados.Dada ...

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EN LAS próximas semanas el Gobierno va a fijar los precios que, a través del complejo marco de intervención, regirán para cereales y carnes durante la campaña 1977-78. De ellos dependerá, en no pequeña medida, el funcionamiento de nuestra agricultura. Si los precios resultan remuneradores para el agricultor y, casi más importante en el caso de los cereales, si sus niveles relativos reflejan las ventajas comparativas de producción de nuestro suelo, estaremos en vías de conseguir equilibrar la balanza agraria y de estimular el empleo de recursos que en otro caso permanecerían subutilizados.Dada la gravedad de la situación presente, es difícil imaginar que el Gobierno desaproveche esta oportunidad de poner mínimamente en orden el sector. Para empezar, hay que poner los medios para reducir aproximadamente a la mitad las importaciones de maíz y soja, cuyo galopante ritmo de aumento en los últimos diez años no sólo nos ha colocado a la cabeza de los importadores mundiales de estas materias, con los consiguientes e insoportables déficit de la balanza comercial, sino que, por añadidura, han contribuido poderosísimamente a distorsionar la estructura productiva del sector agropecuario. Esta distorsión se ha producido a través de la creación de una ganadería artificial, en la que una tecnología genética y alimentaria importadas tiende a perpetuar, acentuándola, la actual situación de dependencia de materias primas para las que nuestro suelo no es idóneo: la soja y el maíz. Esta política, inspirada en el más piadoso de los supuestos, en el deseo de satisfacer una demanda creciente de carne a precios que el desarrollo de la ganadería tradicional no hubiera permitido, está hoy favoreciendo la implantación de lo que podríamos llamar «una ganadería sin tierra»; una forma intensiva de producción de carne concebida como el último escalón de un dispositivo encaminado a propiciar la importación de determinadas materias primas, en detrimento del posible empleo sustitutivo de producciones nacionales. Consecuencia inmediata de este divorcio es que las unidades productivas se han localizado en las proximidades de los grandes centros de consumo, con lo que, además de privar a nuestro esquilmado suelo de una preciosa aportación de materia orgánica, están empezando ya a crear problemas adicionales de contaminación en algunas zonas superpobladas. De manera que nuestras vacas, nuestros cerdos y nuestros pollos no sólo comen literalmente «dólares», sino que, sin el menor pudor, defecan a las puertas de nuestras ciudades.

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La reducción de las importaciones agrarias no debe plantear demasiados problemas a la Administración, ya que por fortuna su comercio está en manos del Estado. Pero de poco serviría la reducción de las compras de soja y maíz si no viniera acompañada de un programa coherente de estímulos a la producción de cereales y pienso, y, de manera señalada, a la de cebada. Tampoco aquí debería encontrar la Administración obstáculos insuperables teniendo, como tiene, mecanismos legales y administrativos suficientes a su alcance. Todo lo que tiene que hacer es articular en un marco coherente el arsenal de «precios de intervención «contingentaciones» y "derechos reguladores" para que, indirectamente, se intensifique, el empleo de cebada y trigo en la producción de carne.

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¿Sería mucho pedir que, paralelamente, toda la política de apoyos directos -créditos, semillas, subvenciones, etcétera- se pusiera al servicio de los mismos objetivos, en un intento concertado de sustituir este engendro de la «ganadería sin tierra» por una ganadería integrada y «con tierra»? Una política del corte de la bosquejada tiene también su cara oscura. Una reducción del porcentaje de la carne de pollo en el consumo sólo puede conseguirse a través de su encarecimiento relativo, que incidirá negativamente en el índice del coste de la vida. Recomendar medidas que tengan efectos de este signo en medio de la inflación actual parece casi perverso. Hay, sin embargo, por lo menos dos razones poderosas que aducir en su defensa. La primera es que la relación entre los precios percibidos y los pagados por los agricultores se han venido deteriorando alarmantemente en los últimos años y no es ni equitativo, ni conveniente para la eficacia del sistema productivo. que se siga subvencionando el índice del coste de la vida a costa exclusiva mente del agricultor: máxime cuando, como ahora. nuestra balanza de pagos registra déficit insostenibles. La segunda es que, a través de la a todas luces hinchada paridad de la peseta estamos sometiendo a nuestros agricultores a una competencia desleal, sobre todo, en comparación con la que tienen que soportar otros sectores productivos. Las consecuencias podrían ser desastrosas a largo plazo, ya que no es posible predecir cuánto durará la bonanza de los precios deprimidos en el mercado internacional de productos agrarios.

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