La obscenidad brasuca
El escritor argentino Martín Caparrós y el mexicano Juan Villoro mantienen una correspondencia durante todo el torneo y constatan que el balón sabe también mucho de amistad
Pared para Villoro:
Me engañaron otra vez, Granjuán, y ya se hace costumbre. Sabemos que la FIFA es puro timo, pero lo de hoy fue demasiado, incluso para ella. Espero que las condenas internacionales no demoren, que las masas ardientes se lo cobren, que corrijan la estafa intolerable.
Porque lo que hicieron esta tarde fue simplemente obsceno. Habían anunciado un partido de octavos de final entre Brasil y Corea del Sur pero se ve que pasó algo –que nadie quiso publicar– porque lo que terminaron mostrando por la tele fue un entrenamiento brasileño. Y para colmo les consiguieron como sparrings a unos muchachos con aire más o menos oriental; los brasileros, por un momento, se desconcertaron. Les duró como cinco minutos, y entonces decidieron que si ese era el juego lo iban a jugar y se pusieron a entrenar maneras caprichosas de hacer y no hacer goles.
En poco más de media hora hicieron cuatro tan coquetos, no hicieron otros tantos y se nos aburrieron: para entretenerse intentaban el más difícil todavía. Atacaban de a siete u ocho, todos juntos como si se quisieran, a ver quién daba más copacabana. A Neymar –que se olvidó incluso de quejarse y de renguear y de gritar por Bolsonaro– se le ocurrió que una buena sería gambetear al árbitro y lo hizo, pero justo después Richarlison le vino a decir que era más vistoso hacer jueguito de cabeza en la puerta del área –y armar un gol para ponerlo en un cuadrito. Lo grité, Granjuán, ¿te imaginas? Era un gol de Brasil y lo grité.
Debe ser ese “peligro de objetividad” del que me hablas. No me arriesgo a decirte que te entiendo –porque nadie nunca sabe cuándo entiende a otro, porque no estoy seguro de que eso sea posible– pero lo que me dices me resuena. Hace unos días que no encontraba el coraje de confesártelo, pero con tus palabras me has dado la posibilidad de hacerlo: últimamente me estoy volviendo un hincha defectuoso, un falso hincha.
Llevaba un tiempo sospechándolo y ahora lo confirmo: en estas tardes futboleras el ole y la sonrisa me salen espontáneas cuando veo tirar un caño bello o dar un pase adonde no existía o lanzar una gambeta con guirnaldas; en cambio, a veces, para gritar un gol en un partido malo de los nuestros debo pensar que debo hacerlo. Un desastre de hincha, un hincha trucho: uno que cincha más por la belleza que por la victoria. Y sí, por supuesto: si hay algo que el verdadero hincha debe temer como la peste es la objetividad. ¿Te lo imaginas sentado en su banquito frente a su pantalla justipreciando las jugadas de unos y de otros? Hablemos de la obscenidad. Tú tienes, claro, la ventaja de que los tuyos ya no están; yo no la tengo. Hace un rato, ay de mí, grité un gol de Brasil. Dios y la Patria, sin duda, van a demandármelo.
Y para colmo en la tele seguía el entrenamiento: daba vergüencita. No era siquiera el horario de protección al menor, si es que todavía existe. Por eso, al cabo de un buen rato los brasileros se inhibieron un poco y, para disimular, intentaban demasiada pirotecnia y a veces la perdían o no la terminaban como habrían debido, y los sparrings incluso metieron un golcito. Los técnicos contrarios –el croata, ojalá que Scaloni– deberían tomar nota de la táctica infalible para contrarrestarlos: hay que dejarles hacer tres o cuatro goles y después quizá se equivoquen cada tanto. Sin olvidar el Todas-a-Raphinha: dejarlo siempre sin marca para que se las den, total sigue sin saber cómo se acaba una jugada. Los demás lo saben demasiado.
Meten miedo: se entiende que los coreanos no hayan querido presentarse. El mío, mientras, tiene que ver con el estado de tu alma. Debo decierte, Granjuán, que ya es hora de que reniegues o incluso apostasíes del Cristianismo, esa religión nueva que te tuvo seducido y abducido. Su dios, profeta y máximo pontífice, Cristiano Ronaldo, representante de Sí sobre la Tierra, acaba de firmar un contrato megamultimillonario para jugar en Arabia Saudí. Creíamos que había rechazado ser su embajador, como no Messi, por alguna moral; era porque quería ganar diez veces más trabajando de ruina de jugador de fútbol. El museo donde lo van a exponer se llama Al-Nassr, un club saudí que junta polvo de estrellas y lo transforma en plata. Y como eso, me explican, es lo único que importa…
Abrazos.
Lea todas las entregas de Ida y vuelta
Suscríbete aquí a nuestra newsletter especial sobre el Mundial de Qatar