Un Mundial improbable, Tu Excelencia
El escritor argentino Martín Caparrós y el mexicano Juan Villoro mantienen una correspondencia durante todo el torneo y constatan que el balón sabe también mucho de amistad
Toque a Villoro desde el medio:
Granjuán, hoy emprendemos un largo camino que va a ser corto y no nos va a llevar muy lejos. Son raros los mundiales: esta certeza de que va a pasar algo que retendrá nuestra atención durante un mes. No suele suceder: las noticias, las historias, los hechos que la retienen se presentan de pronto, de improviso, se instalan como un amigo abusón en el sofá. Pero esta no: hace años que sabemos que va a ser, solo que no sabemos qué va a ser. Así que, a lo largo de este mes, lo iremos viendo. Después terminará y habrá pasado tanto y no habrá pasado nada. Pero, antes que nada, tenemos que encontrar los nombres.
Todo está en la nominación: el privilegio del hombre, le dijo un dios para tratar de engatusarlo, es decidir los nombres de las cosas. Yo debo darte un nombre, Granjuán, que nos guíe en esta correspondencia. Corresponde, entonces, creo, llamarte Su Excelencia, porque tu excelencia es lo que acaba de destacar el raro jurado de una fundación fundada por Gabriel García Márquez (a) Gabo, que te dio su Premio de Ídem. Así que serás, para mí, a lo largo de este largo mes, Su Excelencia o, si acaso, chabacano que soy, Tu Excelencia, monarca mariposa.
Tu Excelencia: nombrado que te he, debemos definir de qué vamos a hablar. Es raro: empieza esta fiesta del fútbol y parece que, antes que nada, deberíamos hablar de otros asuntos: de cómo se inventó, se hizo posible. Hace unos días, en este mismo diario, el amigo Enric González –nunca en un sofá– nos recordaba que Qatar había ganado su derecho a albergar esta rumba porque un presidente francés de Francia llamado Sarkozy quería venderle aviones de combate y entonces conminó a un presidente francés de la UEFA llamado Platini para que le arreglara el asuntito. Platini lo hizo –y después lo echaron por corrupto– y Sarkozy vendió sus armas –y después lo juzgaron por corrupto–. Lo decía el entonces presidente suizo de la FIFA llamado Blatter, que también despidieron por corrupto. Y que, para sellar esa amistad, Qatar se compró el equipo que alienta Sarkozy, el nunca bien ponderado PSG, y lo dotó de los mejores mercenarios.
Mientras, el emirato armaba los escenarios necesarios. Para eso, firme en su tradición de aldea nuevorrica, se compró un millón de inmigrantes que le construyeran los estadios, hoteles, avenidas, metros, urinarios –no sabes, Tu Excelencia, la cantidad de orina que un Mundial engendra. Como eran baratos –los inmigrantes, no los urinarios– los cuidó poquito: alrededor de 7.000 murieron trabajando. Siete mil personas, hombres de Bangladesh, la India, Sri Lanka, Pakistán, Nepal, que se sacrificaron para que Qatar tuviera su batuque. Yo propuse en una revista de tu patria que, al menos, le ofreciéramos a cada mártir su minuto de silencio: si lo hiciésemos, cada uno de los 64 partidos que ahora vienen serían precedidos por más de cien minutos mudos. El mundo se vería, de pronto, tan distinto: millones de personas calladas durante una hora y media frente a un televisor callado, pensando en cómo hicimos para volvernos esto.
No es muy probable que suceda. Porque el fútbol tiene ese privilegio: hace que casi cualquier otra cosa se vuelva improbable. Nos vuelve, para empezar, improbables a nosotros mismos. Nos vuelve otros, nos transforma. Se ha dicho mucho: nos permite ser niños por un rato. Yo estoy y no de acuerdo: a veces, cuando lo oigo, me dan ganas de reivindicar al noble colectivo de los niños y decir que lo que nos vuelve es otra cosa. Por supuesto no lo hago, por aquello de no empezar tan temprano a escupir para arriba.
Igual el fútbol, viperino, me envenena: lo miraré, pediré disculpas por mirarlo, lo seguiré mirando. Por momentos, seguir este Mundial parece casi tan incoherente como seguir usando Twitter. Pero el fútbol te permite ejercer con cierta impunidad esa contradicción que se presenta tantas veces, con tantas otras caras: hacer con entusiasmo algo que, bien pensado, te parece mal. Los ejemplos serían numerosos pero me avergüenzan: si te atreves –y si estás de acuerdo–, puedes dar unos pocos, o callarlos.
En cualquier caso, el Mundial 22 –recuerda la famosa Trampa–, el décimoquinto de nuestra vida futbolera, ya se lanza: durante un mes dios será redondo y yo, ateo convencido, voy a rezarle con gritos y cantitos. Fútbol, entonces, en cantidades industriales, en calidades industriales, en su momento culminante. A lo largo de esta larga derrota conversaremos sobre eso y sobre esto. Como dicen tus hermanos del Norte, “I can’t wait”. Nunca entendí si era que estaban impacientes o que esperar lo que esperaban les parecía un error: que cada quien elija lo que más le convenga.
Pero no hablemos más, ya casi rueda la pelota y nos silencia. Para eso sirve, entre otras cosas, tantas.
Abrazos, Tu Excelencia. Que nuestro dios reparta suerte.
Juan Villoro responderá a Caparrós este domingo 20 de noviembre