El demonio y míster McGrath
El atleta catalán, subcampeón de Europa y revelación de la marcha española, afronta a los 22 años sus primeros Juegos Olímpicos
Quizás para darle una dimensión especial a su práctica rutinaria, el gran Robert Korzeniowski hablaba de la mística de la marcha, de la necesidad constante del atleta de mantener un pie en la tierra, de su contacto diferente con la naturaleza, y muchos marchadores, como Yohan Diniz, así lo sentían, una cierta locura, como el cuádruple campeón olímpico, y lo contaban.
Paul McGrath no es uno de ellos. “Hago marcha porque me gusta ganar”, dice el atleta catalán (22 años, Gavà, Barcelona). “¿Mística? No. Le doy a la marcha el valor que puede darle un deportista al deporte que ama, el que un tenista le da al tenis, el sacrificio, la dedicación”. Cuenta que como no paraban quietos en casa ni él ni sus dos hermanas pequeñas, su madre les apuntó a extraescolar de deporte. Él quería fútbol pero no había equipo femenino y para que estuvieran los tres juntos eligió el atletismo, el único deporte en el que se entrenan juntos, a la vez, hombres y mujeres, compartiendo sesiones y entrenadores, y así está la pista de allí, en Cornellà, la tarde calurosa de mayo, día de fiesta, el Corpus, en la que se hacen las fotos y entrevistas. Decenas de jóvenes del Club Cornellà Atletic entrenando. Fondistas, vallistas, saltadores, como Jaime Guerra, campeón de España de longitud (8,17m), y marchadores, y McGrath comparte rodaje con la fenomenal juvenil Sofía Santacreu. “Hacía atletismo y en muchas pruebas no ganaba y fue gracioso porque cuando hice mi primera competición en marcha quedé quinto, y con nueve años dije: ‘si quedo quinto sin entrenar ni nada en una prueba difícil, si al año siguiente intento que me den un poco de clases a nivel de técnica y tal, pues a ver qué tal’. Y con 10 añitos quedé campeón de Cataluña”.
Quizás se queda corto McGrath cuando dice que le gusta ganar. Más bien, odia no ganar. “En las pruebas de fondo todo es muy mental, muy psicológico”, dice. “El haber pasado muchas penurias uno solo sin tener ningún tipo de ayuda ha hecho que poco a poco, en las competiciones, pueda decirle no a ese demonio interno que de repente te viene a la cabeza y te dice: ‘oye, déjalo, no hace falta ir más allá, está bien un tercer puesto’. Eso sigue ahí, pero lo combato y puedo hacer desaparecer esos pensamientos intrusivos, los peores que puede haber”.
No tiene psicólogo, pero le ayudó en la tarea una charla de 45 minutos con Imanol Ibarrondo, el coach mental de las figuras. “Me dio consejos y un libro para leer y apuntar mis pensamientos cada noche, y voy haciendo mis deberes”, dice. “Él está muy liado, a otro level, con futbolistas, en San Diego, pero me atendió aunque no tuviera presupuesto. Y me regaló su libro. Es un sabio que me impactó bastante”.
Nada nuevo, aparentemente. ¿A qué campeón no le importa solo ganar? Al fin y al cabo, en el mundo del atletismo todos cuentan la misma historia: si en el colegio eres muy bueno, muy rápido, muy hábil, juegas al fútbol; si solo vales para correr, te vas al atletismo, y allí, el mismo escalafón: los mejores, velocistas, después van los mediofondistas y los fonderos, y, finalmente, los marchadores. Y estos adornan su condena con épica, imágenes de atletas destrozados físicamente después de haber recorrido andando 20 kilómetros en menos de 80 minutos. La viva imagen del esfuerzo, del sufrimiento. “A ver”, aclara McGrath, más de 1,80 de altura, al que le fastidió al principio crecer tanto, porque pensaba que sería malo para la marcha, pero luego vio que el perfil había cambiado, que el sueco Karlström, el que le ganó en Roma, le saca dos cuerpos, que Álvaro Martín es de la misma estatura, y se calmó. “Para la foto de Instagram queda bien eso de estar ahí, destruido, reventado. Pero no, no me gusta. La verdad es que yo intento ponerme mis cremas antiarrugas y pantalla solar y tal para no parecer que tengo 40 años al terminar”.
Pero tampoco es el caso de McGrath, ojos verde intenso, esmeraldas de ingenuidad en su tez morena, que pudo competir como irlandés, pero decidió elegir España, la vía más complicada para triunfar como marchador, el camino más difícil, tan densa es la historia y la realidad de la marcha española. “Somos la Kenia o la Etiopía de la marcha”, dice. Tan osado y tanto cree en él el catalán de apellido irlandés que estudia Periodismo en la Pompeu. García Bragado, Llopart, Marín, Massana, Miguel Ángel López, antes. Álvaro Martín y María Pérez, dobles campeones del mundo, ahora. Y tan difícil es llegar siquiera a formar parte del equipo olímpico en París con la desaparición de la distancia larga, los 50 kilómetros tan largos para las teles, sustituidos por un relevo mixto de 42 en cuatro postas. “Sabes que para ser el mejor del mundo tienes que ganar a los mejores españoles. Y eso yo lo sabía desde mi primera competición internacional. Mis abuelos son irlandeses, y también mi padre, que conoció a mi madre cuando los dos trabajaban en Glasgow y ella le dijo que si quería algo más que un romance en Escocia tenía que irse con ella a Barcelona. Él se vino por amor en el 92 y de ese amor nací yo 10 años después. Fue la mejor decisión de su vida. Echa de menos al Celtic pero tiene siempre a Van Morrison en el tocadiscos recordando sus nieblas. Si hubiera elegido la nacionalidad irlandesa, desde los 15 años hubiese ido a todas las internacionalidades posibles. Y seguro al Mundial de Budapest. Pero yo ya sabía a los 15, 16 años que si yo me clasificaba con España a cualquier campeonato internacional es que lo iba a hacer bien. Porque ya tan solo la lucha que hay para poder meterse en uno de esos dos o tres puestos, es superior a cualquier otro país. Y es lo mismo que para los Juegos. Para los Juegos, pues imagínate que se ha quedado fuera Miguel Ángel López, campeón del mundo”.
Admira al murciano de Llano de Brujas, por lo que le emocionó cuando de niño le vio ganar el Mundial de Pekín. Se le puso la piel de gallina el día que le dio la mano a su ídolo, el ecuatoriano Jefferson Pérez, campeón olímpico en Atlanta 96. “Soy un poco fanático de Jefferson, y cumplí un sueño cuando le di la mano en una Copa del Mundo y le pude decir cuánto le admiraba”. También es un friki de la marcha y de analizar videos con sus entrenamientos horas y horas para, en busca de la “excelencia”, descubrir errores técnicos. “La marcha es barata. Con unas zapatillas de outlet y una camiseta cualquiera, puede empezar. Pero para estar en la elite hay que subir a un nivel más tecnológico. Hago pequeñas inversiones para ver si tienen efecto el 1 agosto a las 7.30 junto al Sena, entre el Trocadéro y la torre Eiffel. He comprado un chaleco de hielo”, dice. “Y luego tengo un plan de nutrición bueno. Cada kilómetro agua y luego sales y geles. Los geles de carbohidratos son ahora fundamentales. Para ir a 1h 17m hay que meterle energía al cuerpo todo el rato. Un no parar de geles, bebidas con sales... Los últimos cinco kilómetros, cuatro kilómetros, ahí el cuerpo no quiere nada de carbohidratos, no quiere nada de geles, está el estómago cerrado, entonces tenemos que tener ya un superdepósito bastante bueno de carbohidratos de energía para esos kilómetros finales”.
El entrenamiento es a las 19.00 porque antes no podría su entrenador, Alejandro Aragoneses, que cuando el atleta dudaba entre lanzar jabalina, porque tenía buen brazo, y marchar, y su complexión física le envió a la marcha. No puede entrenar antes porque necesita tener un trabajo remunerado —técnico en una empresa de reciclaje—para poder dedicarse, casi como un voluntario, sin apenas recompensa económica, a pulir a uno de los mayores talentos del atletismo español. “Así estamos la mayoría de los entrenadores en España con grandes deportistas olímpicos. Yo cobro un poquito del club, pero no me daría para vivir. Y luego tengo que tirar de mi bolsillo para viajar a competiciones o a concentraciones”, dice Aragoneses, que visitó un par de veces en mayo en Sierra Nevada a su pupilo y ha gastado sus vacaciones para estar con él tres semanas en julio en Font Romeu, afinando la preparación. “Mi mujer es también entrenadora y lo entiende, pero llegará un momento, y no muy tarde, en que no podamos resistir vivir así, entrenado por puro voluntarismo y porque también, claro, te hace ilusión ser entrenador de un olímpico”.
Si no es místico y le da un poco de alergia la épica, McGrath es en cierta forma un mitómano, que tiene en la cabeza el número redondo de las 100 millas, 165 kilómetros semanales entrenado a cinco minutos el kilómetro. “Entreno en Gavà, donde tengo todo un camino en la playa, tengo también huertos, canales del Delta… un sitio espléndido, idílico para hacer kilómetros y kilómetros y luego días de series voy a la pista de Cornellà aquí. El 80% de los kilómetros los hago allí. 140-150 a la semana”, explica. “Aún no he llegado a las 100 millas, quiero llegar, estoy a punto, pero marchando, que es más lento que los corredores, vamos más o menos a cinco minutos el kilómetro, ponle, cuando los corredores van a cuatro, son horas, son muchas horas”. Entrena solo, en su burbuja, en sus pensamientos, y como mucho acepta que algún familiar le acompañe en bicicleta dándole charla y agua.
El niño que se enfurruñaba y se hacía insoportable cuando no ganaba ya es un joven maduro. No se derrumbará si no gana medalla en París, pero siempre odiará no hacerlo.
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