¿Eso qué fue? Fue el Madrid
Y ocurrió que un ejército de cojos, acalambrados y desfondados de tanto meter el culo en el área y correr detrás del balón, se conjuraron para hacer, otra vez, lo imposible
Terminó el partido con Lucas Vázquez haciendo de Haaland del Real Madrid pero saltando desde mucho más lejos a por un centro lateral, con Militao de lateral derecho después de una glaciación de baja, Carvajal desparramado en el césped pidiendo el cambio tras firmar un partido glorioso, y el resto prácticamente muertos, deambulando por el césped sin piernas ni pulmones, viendo pasar aviones azules por los carriles interiores que centraban una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, para que delanteros y centrocampistas bombardeasen a Lunin.
El madridismo creía en el Madrid, ¿pero cómo sin pelota? Pasan cosas tan extraordinarias en este club que se reservó la posibilidad de que en el descuento el propio City, pasándosela, marcase en propia puerta: si el Madrid necesita ganar y no le dan el balón, a veces no queda otra.
Lo que hizo el Real esta noche histórica de miércoles no fue una lección de juego, ni nada que tuviese que ver estrictamente con el fútbol: fue una exhibición de competitividad, de convencerse a sí mismos de que la máquina arrolladora del City no iba a poder con ellos; pudieron empatar los citizens y les costó 70 minutos, pero no podían marcar un gol más. Y así fue como un ejército de cojos, acalambrados, desfondados y extraviados de tanto meter el culo en el área y correr detrás del balón, se conjuraron para llegar a los penaltis al menos, y allí, cara a cara, ya veríamos. Una conjura de otra época, un objetivo imposible viendo el despliegue por tierra, mar y aire del último campeón de Europa. No se podía perder: no se perdió. Había que sufrir: se sufrió. El Madrid funciona así. Cuando el rival es tan superior, cuando te ha metido una somanta de disparos y córners y no puedes ganar en el tiempo reglamentario, cuando lo único que ya puedes hacer sobre el campo es esperar el golpe de gracia, dedicas el tiempo a no perder. Es de primero de ganar.
Se llegó a los penaltis, metieron los ingleses el primero y fallaron los madridistas el suyo. ¿Y qué ocurrió? Que se ganó la tanda, que se ganó el partido y que el Real Madrid, o lo que queda de él después de 120 minutos aguantando de pie una prensa hidráulica que lo tuvo corriendo por encima del travesaño, está en semifinales de la Copa de Europa.
Todo, después de resistir con un gol de anatomía preciosa que reventó el partido al poco de empezar. Fue una jugada que empezó en Vinicius en el minuto 11.09. Se revolvió el brasileño en la banda izquierda, visitándola como príncipe de otras tierras que revisa sus antiguos reinos, y Kevin De Bruyne se le abalanzó para mandar el balón fuera: saque de banda. Nadie sabía entonces que aquella jugada en el centro del campo anticiparía un gol. Y, de saberlo, imposible saber para quién.
Así funcionan estas dos bestias, la prehistórica del Madrid, y la última evolución de la especie del City: sus goles nacen de momentos grises e intemporales, ratos de apartar la mirada del campo y consultar el móvil; manejan partidos mientras el mundo, insomne, duerme unos segundos. Y así empezaron el partido, despacísimo, estudiándose con el balón parado en sus pies. Dos búfalos mirándose, recibiendo la respiración y el aliento del otro, mansos y potencialmente violentos.
El saque de banda de Mendy se fue a Nacho, Kroos corrió a dejarse ver a su lado y la recibió para soltarla porque Kroos entiende el fútbol como una filosofía de vida: se toca y se devuelve, a un toque mejor, y en eso consisten las mejores cosas que nos pasan: no teniéndolas mucho rato para nosotros y así no aburrirnos ni aburrir a los demás. Nacho de nuevo a Lunin, que hizo de líbero empotrado en la portería los primeros 25 minutos y fue leyenda en los últimos cinco. Y Lunin la envió por encima de dos atacantes citizens a Carvajal, héroe madridista caído en combate, partido ya para el recuerdo el suyo, que la paró con el pecho y detectó un movimiento arriba: era Bellingham con una linterna encontrando una grieta en la defensa del City.
El balón, al que le dicen en el argot “llovido”, lo bajó Bellingham se diría que con las manos, muriendo a su lado, y desbarató a dos defensores, uno con el control y otro con el regate. Pajarito Valverde recibió la pelota y se la dio a Vinicius, adelantado a sus marcadores pero no a uno de azul que salió en la foto del VAR habilitándole. El brasileño amagó a su defensor para arañar unos centímetros preciosos y su centro fortísimo lo atrapó un delantero, Rodrygo, que en Qatar frotó sus manos en las piernas de Ronaldo Nazario; fusiló una vez y fusiló dos veces: gol. Empezaba otro partido. No necesariamente bueno para el Madrid. Sí necesariamente mejor.
Lo que siguió después está ya dentro de la la leyenda de las muchas victorias que el Madrid ha conseguido en Europa. Un resistencia primero pletórica y luego debilitada, asfixiada, harta de la vida, del balón y de los jugadores del City, pero resistencia al fin y al cabo; resistencia que parecía inmunidad. Falló Modric el primer penalti y Modric jamás se puede despedir así del Madrid en Champions. Marcó Antonio Rudiger, que parece llevar veinte temporadas en el Madrid, el penalti decisivo; ajustadísimo al lateral de la red, parece que incluso toca palo, y el estallido de incomprensión, alivio y euforia fue absoluto.
Tembló el misterio, siempre lo hace temblar este equipo entre semana en primavera. “¿Eso qué fue?”, dijo un crío sin dormir al oír el griterío en un edificio madrileño tras el gol de Rudiger. Su padre, lacónico: “Lo de siempre”.
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