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Tadej Pogacar conquista en solitario el Mundial de ciclismo en Zúrich

El esloveno ataca a 100 kilómetros de la meta y siembra a su estela un caos que a todos ahoga: O’Connor, segundo, y Van der Poel, tercero, con Mas, con ellos, octavo

El esloveno Tadej Pogacar cruza la línea de meta para ganar la carrera en ruta Elite Masculina de los Campeonatos Mundiales de Ciclismo y Paraciclismo en Ruta en Zúrich, Suiza este domingo.
El esloveno Tadej Pogacar cruza la línea de meta para ganar la carrera en ruta Elite Masculina de los Campeonatos Mundiales de Ciclismo y Paraciclismo en Ruta en Zúrich, Suiza este domingo.Associated Press/LaPresse (APS)
Carlos Arribas

Chagall tenía un ángel en la cabeza que guiaba su mano, eso decía Picasso, boquiabierto ante la vidrieras, más hermosas que la luz que las atraviesan, que pintó en una pequeña iglesia de Zúrich, una callecita y un puente al lado por donde pasa volando Tadej Pogacar, y en su cabeza un ángel que le inspira, o un demonio que le confunde, pueden pensar sus rivales, los mejores ciclistas del mundo, que, tan boquiabiertos quizás como Picasso, más aún, le ven partir, ligero como la brisa, más rápido que el viento, solo, libre, cuando aún quedan 100 kilómetros de carrera, e, incrédulos, no son conscientes de que está destrozando su corazón la violencia del ataque inesperado.

Cuando Pogacar ataca, y le quedan aún 150 minutos de carrera, y ataca para no parar y para ganar, Remco Evenepoel el hombre del momento, doble campeón olímpico, campeón mundial hace dos años, está justamente hablando con Mathieu van der Poel, el tercero de los llamados los tres reyes magos del ciclismo, por lo que dan, por lo que emocionan e ilusionan, y cuenta Van der Poel, el rey de las clásicas, de Roubaix y Flandes, y aún campeón del mundo, que los dos, Remco y él, pensaron lo mismo, está loco, está asustado, adónde va, es un ataque de puro pánico, hay una fuga fuerte delante y sabe que su equipo, la selección eslovena, por mucho que tenga a Roglic, no va a poder controlar. “Es el ataque del miedo”, dice Van der Poel que concluyeron los dos mientras el esloveno de verde, el casco y la bici con pinceladas rosas y amarillas, su Giro, sus Tours, el mechón rebelde, su aleta de tiburón al ataque, asomando por las rendijas del casco, apretaba duro en lo más empinado de la cuesta de Witikon, a las afueras de Zúrich y sus bancos. “Acaba de tirar por la borda su Mundial”.

Con una sonrisa de resignación, Van der Poel concluye: “Nos equivocamos, claro. “Estaba tan fuerte que fue capaz de llevarlo hasta el final. El ciclismo lleva ya un par de años viviendo la era Pogacar. Está más fuerte que nunca. Es el que merece llevar ese maillot y va a ser increíble verle el próximo año”. Y Evenepoel añade: “Cuando le vi irse pensé que se estaba suicidando”. Y así lo piensan todos, está loco, adónde va, pues nadie ha visto nunca nada igual. Nunca en la historia de los Mundiales el gran favorito, al que todos esperaban y temían, había ganado escapándose desde tan lejos. No atacó contra un grupo pequeño de corredores ya derrotados, sino contra todo el pelotón, contra las selecciones más fuertes aún íntegras. Y a todos les destrozó. Durante unos kilómetros, hasta que alcanzó la fuga de 15, le hizo de puente su compañero Tratnik, que se había descolgado de la fuga; después se asoció con el francés Sivakov, el último superviviente de los 15, y finalmente. En el antepenúltimo paso por la cuesta que se inicia en la Kunsthaus de Chipperfield, y su móvil gigantesco de Calder, y su túnel, Sivakov exhaló su último suspiro. Pogacar se quedó solo. Definitivamente solo.

Delante, la gloria espera junto al lago, apacible el domingo, y el sol, donde se abre la puerta del reino de Eddy Merckx, de Fausto Coppi, de Bernard Hinault, de los más grandes. Detrás, el caos. Detrás, Bélgica se deshace, Países Bajos se deshace, el pelotón desaparece. Un naufragio. Pequeñas balsas con supervivientes se deslizan por los repechos, arriba, abajo. Todos se miran, todos se atacan, todos se guardan, se esconden, racanean, atacan, el irlandés Ben Healy, increíble guerrero, pelea. La balsa más rápida contiene finalmente a media docena de ciclistas. Las figuras españolas también han ido esfumándose, pero Roger Adrià, el catalán, fabuloso, aguanta hasta casi el final; y Enric Mas llega con los más grandes. Él es un grande. Un fondista entre velocistas de piernas de dinamitas y vatios de fisión de átomos. Ataca un par de veces. Hace sudar a Van der Poel, a O’Connor, el amigo de la Vuelta, a Evenepoel. Aunque Pogacar nunca cuenta con más de un minuto de ventaja han decidido rendirse, no se ponen de acuerdo para colaborar. La caza es imposible. La lucha por la medalla de plata es una guerra abierta. Solo O’Connor, sus aires de conejillo asustado, rompe el grupo. Un contrapié a 1.500m le da el segundo puesto, cuando aún Pogacar está celebrando con Urska, con la afición rendida a sus pies, de rodillas, fervorosa. Van der Poel gana el sprint por el tercer puesto. Mas, inevitablemente, es el último del grupo, octavo al final. “Las primeras cinco horas han sido horrorosas, luego me he sentido súper”, dice Mas. Lo positivo es que hemos luchado por las medallas hasta el final. Así que contento por eso, y por las sensaciones, pero no por el resultado”.

El arte de lo inesperado, el instinto, el deseo, más fuerte que la razón, pero no tanto como las piernas que lo llevan sobre la bicicleta, tan hermoso sus susurros con el viento que atraviesa sus radios. “¡Qué estupidez estoy haciendo!”, dice Pogacar después, y ya el maillot arcoíris que tanto ansiaba cubre su cuerpo, como podría decir un artista después de haber dado un brochazo donde no quería, un color violento sobre pinceladas delicadas, y luego se maravilla por el resultado, y todo por él, y le proclaman genio. “No sé qué me pasó por la cabeza, porque cuando haces estupideces no piensas, si no, no las harías… Me dejé llevar por la corriente, y pensé al hacerlo, me acabo de pegar un tiro en una rodilla, y dos minutos después, y ahora me he pegado un tiro en la otra rodilla… Pero luego vi a Jan Tratnik delante, y es una máquina, y me motivó, y así fue. Un ataque estúpido deja de ser estúpido cuando tiene éxito”

Tadej Pogacar, esloveno de Komenda, 26 años recién cumplidos, alcanzó su destino –”un maillot arcoíris para que todos sepan que es el mejor, tanto lo desea vestir y mostrar”, dice su pareja, la ciclista Urska Zygart—a su manera. Quiere ser como Eddy Merckx, el único ciclista con el que se le puede comparar, con el Caníbal que hace justo 50 años, ganado su tercer Mundial en Montreal, cerró la temporada perfecta, maglia rosa del Giro, su quinto Giro, maillot amarillo del Tour, su quinto Tour, y otro arcoíris. Y con un estilo propio. A la vez destructor y calculador, económico y épico. Este 2024, Pogacar tiene números de Merckx –23 victorias: el Tour, su tercer Tour, más seis etapas, de montaña, de contrarreloj, de todo tipo; el Giro más seis etapas, la Volta más cuatro etapas, las Strade Bianche, la Lieja, el GP de Montreal; las dos únicas carreras que ha corrido y no ha ganado son la San Remo, y terminó tercero, y Quebec, donde fue séptimo—y un estilo propio, único, mezcla de arte y estupidez, de violencia y delicadeza, un ángel y un diablo en su cabeza. Picasso y Chagall, los dos juntos, dando pedales, transformando la luz en emoción, y el viento.


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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.
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