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Simon Clarke vence sobre el pavés y Pogacar muestra su poderío en el Tour de Francia

El ciclista esloveno, de 23 años, no falla en el tramo adoquinado hacia Arenberg y aprovecha el día gris de los Jumbo para presentar candidatura a la victoria final

Simon Clarke se impone en el esprint final al neerlandés Taco Van Der Hoorn en la etapa de este miércoles con final en Arenberg.
Simon Clarke se impone en el esprint final al neerlandés Taco Van Der Hoorn en la etapa de este miércoles con final en Arenberg.THOMAS SAMSON (AFP)
Carlos Arribas

Miradas sombrías, demasiado serias, y el polvo les envejece el rostro, las arrugas de preocupación en la frente. Los Jumbo están en todas partes menos delante. Están fuertes, la energía les desborda, el paisaje les acompaña. Es su terreno. El polvo que les tiñe el rostro, la ropa, que se hace barro con su sudor, es el loess ubérrimo que hace crecer fuertes las remolachas, que al cocerse da ladrillos hermosos para hacer casas rojiblancas, que embarra los caminos y los agricultores los cubren de pedruscos de Avalonia, granito sin cuarzo, para que tropiecen todos, para que baile Pogacar de puntillas, solo, cara de niño, alegría infantil, un chico de blanco, limpio, y mejillas de adolescente, y el mechón rubio asomando por las rendijas del casco.

Todos sufren salvo él, que la goza en los 11 tramos de pavés de las tierras llanas del norte de Francia, Colorado Ryan en Río Bravo cabalgando despreocupado, descarado, disparando rápido y certero junto a John Wayne, viejo y preocupado. Y el maillot blanco, impoluto, brillante como las piedras calizas, como sería el sol si las nubes no lo escondieran, como brillaría el maillot amarillo si el ganador de los últimos dos Tours, 23 años, hubiese llegado hasta el final.

Debería ser el día grande del Jumbo, el segundo golpe colectivo tras el de Calais de la banda de Van Aert, caído, Vingegaard, pinchado, Roglic, herido.

Es el día de Pogacar acelerado, loco, que sobrevalora sus fuerzas, que desprecia el peligro de unos adoquines sobre los que nunca ha corrido, que se lanza con su calma aparente a un ataque insensato, y, por tanto, hermoso, de los que aceleran el pulso, junto al especialista en piedras flamenco Stuyven, y ni Dylan van Baarle, el último ganador de la Roubaix, la prueba madre de todos los pedruscos, puede seguirle. Vingegaard, el más fuerte de los jumbos, y Roglic, su segundo, están ya lejos, atrás. Pogacar no calcula. Ataca y se deja llevar por el impulso. Lo hace en el tramo tres, el más difícil, cuatro estrellas, adoquines bicornes desiguales, desparejados, y una emoción. Quedan 20 kilómetros para la meta. El objetivo es triple. Distanciar a los jumbos, alcanzar a los fugados y ganar la etapa, alcanzar el maillot amarillo. Pelea por todo y no alcanza ninguno. Llega a meta y se dobla sobre la bici mientras se bebe de un solo trago medio litro de agua, y tose, tose, la fatiga machacándole los pulmones. Aparentemente está más cansado que nunca. No parece el Pogacar de las Strade Bianche ni el de Flandes ni el del Gran Bornand. La impresión es falsa. Ha ido más lejos de lo que podía, pero se recupera rápido y ya sonríe en el podio, blanco impoluto, el chico del traje blanco al que todos persiguen.

Se ha quedado a 51s del ganador de la etapa, el sorprendente australiano Simon Clarke, del Israel, el más hábil en la llegada de entre los de una fuga que mantuvieron viva los EF del inevitable Magnus Cort y Neilson Powless. Clarke es el último que se mueve. Sigue a la perfección las lecciones de los más viejos, espera, espera, espera, espera hasta que te vuelvas loco de esperar, solo entonces, acelera. Y gana por media rueda a uno no tan paciente, el neerlandés Van der Hoorn.

La acción hermosa e insensata de Pogacar también podría ser juzgada como inútil, si solo se mirara la vida por el resultado. Solo ha logrado una ventaja de 13s sobre Vingegaard, el rival, al que aventaja en 21s en la general la víspera de los primeros montes, las Belles Filles, el viernes, Châtel, junto a Morzine, el domingo. Roglic está más lejos, a 2m 17s en la general, y está herido, con una luxación de hombro.

Vingegaard ha pinchado a 38 kilómetros y ha tardado en cambiar de bicicleta. Por delante, aún seis tramos de piedras, que ya no son del lugar, sino que las importan de Suecia para renovar los caminos, 12 kilómetros de vibraciones, de temor a una avería, de encomendarse a la rueda de Van Aert, generoso, compañero. Unos kilómetros más tarde, antes del siguiente tramo, en una rotonda, Roglic cae contra las protecciones de paja. Solo el espíritu colectivo del Jumbo, y Van Aert, que encuentra una misión solo a su alcance, salvan el equipo.

El caos del pavés puede hasta con las mejores organizaciones armadas de grandes intenciones. Hay una fuerza superior, espiritual, en todo lo que es el Tour, que elige a sus amantes, y no se deja enamorar, y así, el pavés. Afortunado Pogacar, superstar, el elegido. Apiadémonos de Roglic, y aplaudamos su valor, que se traga una bala de paja de seguridad que una moto al pasar ha golpeado y ha dejado en mitad de la rotonda. Al esloveno se le sale el hombro. No es la primera vez que le pasa. Se para un poco más adelante. Le pide una silla a un espectador. Se sienta. Agarra la rodilla y tira fuerte. Y el hueso vuelve a su sitio. Consolemos a Vingegaard. Admiremos a Van Aert.

El maillot amarillo se ha caído a 97 kilómetros de la meta, al principio de la etapa, antes del comienzo de los tiempos. “Me quedé atontado”, confiesa luego, “y no me veía ni con energías para subir a la cabeza, para meterme en la pelea por la posición y la victoria”. Solo la desgracia de sus compañeros le agita y le despierta. Mediada la etapa, se siente perdido en un grupo en medio de la nada. Ya ni piensa en conservar el maillot amarillo. Entonces recibe la orden de pararse, de esperar a Vingegaard, retrasado, de trabajar para que su danés no perdiera el Tour antes de empezarlo. El trabajo solidario le da tanta energía y motivación que él solo carga, vagones pesados tras su rueda, con todos los rezagados de entre los mejores, Mas, Vlasov, Bardet, Thomas, Yates… Y a todos les acerca a Pogacar, ya agotado. Y como premio, salva, por 13s un maillot amarillo que creía perdido. Y es tan ambicioso, y tan curo, que se lamenta. “Tenía grandes planes y solo pude perseguir”, dice. “Estoy decepcionado por no haber podido hacer más en la caza final”.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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