La nostálgica frustración del Barça
Pensaba si una parte de la decepción en la que el club azulgrana está sumido no vendrá de la felicidad que nos generó antes
“Si tratas de ocultar un fantasma, lo haces más grande”, proverbio groenlandés visto en el capítulo tres de la serie Borgen.
Este pasado miércoles decidí dejar de lado mis supersticiones y me puse delante del televisor para ver, ¿disfrutar?, de la jornada de Champions. Empecé por el Barça, tal vez apelando a las buenas vibraciones que he tenido siempre que me ha tocado jugar por tierras lusas. No quiere eso decir que siempre haya ganado, ni tan siquiera que haya jugado excepcionales partidos, pero siempre me he encontrado con un magnífico ambiente de fútbol que conectaba con los míticos nombres de Benfica, Sporting (entonces de Lisboa, ahora ya he aprendido que de Portugal) u Oporto.
La cosa ya saben cómo empezó y yo comencé a replantearme mi decisión, pero resistí a la tentación de cambiar de canal para seguir analizando la evolución del juego culé, casi siempre en dificultad cada inicio de partido. Los siguientes 40 minutos me parecieron, llámenme optimista, suficientemente interesantes, pero demasiado inocentes para la exigencia de esta competición. En el descanso pensaba si una parte de la decepción en la que está sumido el Barça, y por tanto sus seguidores, no vendrá de toda la felicidad que anteriormente nos ha generado. Tal vez de la nostalgia de aquellos tiempos en los que con la mitad de las posibilidades que los culés habían tenido en esa primera parte hubieran convertido un par de goles que pondrían el marcador a favor y el viento de la confianza volviera a llenar las velas del equipo. Pensaba en cómo ese viento futbolístico soplando en esas velas nos ha permitido pasear tranquilamente por Europa, visitar estadios maravillosos y ser enormemente generosos con los derrotados rivales, siempre desde nuestra posición de ganadores, de dominadores del juego, de referentes.
Pensaba en cuánta de esta enorme frustración culé actual no viene de que ahora somos como eran esos rivales hace cinco, siete, diez años y que eso ha provocado que nuestra calificación, la de todos los vinculados al mundo culé que estamos en esto del fútbol, yo el primero, estaba siendo puesta en revisión y que las casas de valoración de riesgos futbolísticos nos estaban empezando a poner un ratio muy desfavorable.
Y es tan duro, tan incómodo, volver a la normalidad tras haber vivido tanto tiempo en el cielo, aunque solo fuera el del fútbol…
La segunda parte solo hizo que confirmarme mis peores presagios supersticiosos y cuando esperaba la reacción final acabaron cayendo el segundo y el tercer gol y ahí ya no aguanté más y me fui a visitar al Villareal y su batalla en Old Trafford. Una triste retirada porque, cuando ya pensaba que lo del mal fario solo valía para el Barça, la última jugada del partido confirmó que en esta competición nadie regala nada y que un parpadeo de indecisión puede acabar con los puntos y los sueños.
Y ya no llegué, menos mal, más que a escuchar el pitido final del partido del Sevilla, aunque me llegó un cierto olor de decepción por la oportunidad de sumar tres puntos en un campo siempre complicado como son los alemanes.
Como todo es relativo, o mejor, como demostración de que todo es relativo, resulta que el punto que hubiera hecho felices a Barça y Villareal dejaba insatisfecho a los sevillistas.
Para cambiar de tercio me lancé en brazos de la serie Borgen para ver en los títulos de inicio de su tercer capítulo el refrán con el que comienza el artículo.
Y pensé si ese groenlandés del refrán era seguidor del Barça porque me parece que daba justo en medio de la diana.
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