Hatem Ben Arfa, un galáctico iluminado para Ronaldo
El peculiar delantero francés, de 32 años, ficha por el Valladolid
Sostiene Hatem Ben Arfa que siendo un niño, cuando jugaba en el Versailles, fue a verle Johan Cruyff para incorporarle a La Masia, pero que al ser menor de edad el intento se frustró en la maraña burocrática. Pasaron dos décadas y Ben Arfa nunca dejó de creer en eso que él llama “el destino”. El “destino”, en su imaginario, era la fuerza que le conducía a España, su país idealizado de fútbol celestial. Un anhelo al que el delantero francés siguió aferrado incluso en el paro, cuando a los 32 años decidió no volver a jugar si no recibía una buena oferta de LaLiga.
El verano pasado le propusieron un retiro dorado en China y en algunas ligas del Golfo Pérsico, pero se resistió. No le interesaba el dinero. Pasó ocho meses sin club, entre conversaciones con el Valladolid, el Espanyol y el Almería que no fructificaron. Cuentan sus amigos que cuando se enteró de que Quique Setién había fichado por el Barça alumbró la esperanza de que le llamaría para reemplazar al lesionado Luis Suárez. El enigma no se resolvió hasta la última semana del mercado invernal. Este martes selló su compromiso con Ronaldo Nazario, presidente del Valladolid.
“Ben Arfa es el Sócrates del fútbol”, dice Thibaud Leplat, filósofo e historiador especializado en el fútbol francés. “Es un iluminado, un átopos, alguien impredecible que pertenece a su propia categoría. Sócrates nunca estaba en su sitio. Iba por la vida sin contar nada, solo hacía preguntas. Ben Arfa es igual. Reniega del fútbol francés que se promueve desde la federación. Pidió la dimisión de Deschamps al día siguiente de que ganara el Mundial con Francia. Su entorno no tiene nada que ver con el mundo del fútbol. Posee un inagotable afán de descubrir cosas nuevas y una gran espiritualidad. Incluso tuvo un periodo sufí”.
Él se autodefine como un artista. En La Magie du Football, el último libro de Leplat, confiesa que su primera iluminación se produjo el 23 de noviembre de 1994. Estaba ante el televisor viendo un Bayern-PSG cuando George Weah dio un recital de regates antes de tumbar a toda la defensa rival, incluido el portero, Oliver Kahn, batido en la última finta. “Yo me dije que no tenía más elección”, cuenta el futbolista. “Debía convertirme en un jugador como él. Alguien que hiciera vibrar a los que le miran. Un mago”.
Categorizado como driblador, extremo o media punta, antes que goleador, el hombre precisa el motivo de su vocación: “El dribling”, dice, “es la manera de crear espacio y tiempo en un juego que cruelmente nos priva de ellos. Un regate abre una puerta”.
Mezcla de ingenuidad y diablura, pronto destacó. Como rebelde y como jugador preclaro. A los 15 años se convirtió en el más rutilante de los niños prodigio del fútbol francés. Le fichó el Olympique de Lyón, por entonces club en auge de la Ligue 1, donde se unió a Benzema para hacer de las paredes una forma de show dentro de cada partido; y luego el Marsella; y luego, en flagrante contradicción con la “fuerza del destino”, se fue al Newcastle, el menos español de los equipos. Ahí residió, según él mismo admite, el gran error de su carrera.
El fracaso anunciado en la Premier le devolvió al Niza cinco años más tarde. Ahí, bajo la dirección de Claude Puel, un contestatario como él, elevó al pequeño club de la Costa Azul al cuarto puesto de la Ligue 1. El éxito inesperado volvió a poner de moda a Ben Arfa. Corría el verano de 2016.
Cuando Juanma Lillo y Sampaoli le propusieron que se alistase en el Sevilla sintió que su sueño de jugar en LaLiga por fin se cumpliría. Le prometieron hacer un proyecto a su medida. Estaba a punto de firmar cuando Nasser al-Khelaifi, presidente del PSG, contactó con su agente. Convencido de que su futuro estaba en Sevilla, y pensando en un modo elegante de provocar un rechazo, pidió un salario de un millón de euros al mes. Pensó que nunca se lo darían. Para su sorpresa, Al-Khelaifi le dijo que sí. Firmó por dos años.
Cuentan en el vestuario del PSG que los jugadores se asombraron ante la desfachatez, la espontaneidad, y el espíritu libérrimo del recién llegado. Durante un entrenamiento, el técnico, Unai Emery, se alarmó al verle regatear sin freno. “¿Quién te crees que eres? ¿Messi?”, le inquirió. A lo que Ben Arfa replicó: “¿Y tú quién te crees? ¿Guardiola?”.
Sus apariciones en el PSG se entrecortaron. En la temporada 2017-18 no jugó ni un partido. Los dirigentes intentaron presionarle para que rescindiera su contrato pero él prefirió cumplirlo. Permaneció un año sin jugar. En el verano de 2018 fichó por el Rennes y lo llevó a la conquista de la Copa de Francia. En la final derrotó al PSG. Se fue de vacaciones acariciando la idea de acabar su carrera en el equipo más atrevido que se encontró en Liga Europa: el Betis de Setién.
Pensó que tendría ofertas pero no le llegaron tantas, ni tan buenas. Se quedó sin club, convencido de dejar el fútbol o de jugar en España. Dos décadas después de sentir la llamada y ocho meses después de disputar su último partido, el destino le ha empujado a Valladolid.
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