Récord de rotondas, vientos variables y caídas en el Tour
El irlandés Sam Bennett gana al sprint la etapa de las islas, la más llana del Tour, la que más desgaste ha provocado
La etapa fue un desfile de desgarros, de carne, de maillots, de culottes, de sangre, y un sprint en un bosque en una isla de cuento que ganó Bennett, el coloso irlandés, el elefante tremendo que está vez no se dejó comer la merienda por el ratón Ewan, y eso que el australiano salió como de un bolsillo del irlandés en los últimos 10 metros, tan acoplado a su rueda estaba, casi tanto como en Sisteron, e intentó remontarlos, pero le frenó una hábil maniobra de Morkov, el lanzador de Bennett, quien al levantar el pie se cerró lo justo a su derecha para frenar el avance de Ewan, el hábil, a quien no aguantan su capacidad para aprovecharse del trabajo de los demás. Es el segundo Tour de Bennett, de 29 años, ganador ya en Giro y Vuelta, y es su primera victoria en la grande boucle.
La civilización es la rotonda, la rotonda es la enemiga del ciclismo y Francia, tan civilizada, es el paraíso de las rotondas, construye más que ningún otro país europeo, y en la etapa de la costa, entre las islas tan pintorescas y turísticas con sus puentes tan espectaculares, se contaron hasta 78, una cada dos kilómetros, y también cinco pasos a nivel, y no hubo tiempo ni capacidad para recontar otros artificios que transforman el asfalto en una pista de obstáculos: protuberancias de pasos de peatones, excrecencias de hormigón para estrechar la carretera, jardineras, adoquines en las calles peatonales por las que lanzaron a los ciclistas porque queda bonito en la tele y hasta señales de tráfico clavadas en mitad de la nada. “Prudencia”, les pedía a los ciclistas el panfleto cotidiano que los responsables de carreteras e los departamentos reparten por las mañanas. “Es la etapa de los récords de las rotondas”. Y estas son un tumor que desde que se empezaron a contar en el Tour, hace 25 años, no para de crecer y multiplicarse en plan metástasis: en 1996 se contabilizaron 190 en sus 3.700 kilómetros, en 2020 ya son 500 y 3.484 los kilómetros. Y los llamados “puntos duros”, peligro, se han multiplicado por seis, y por cuatro los paneles de advertencia que marean de amarillo, con multiplicación, saturación de flechas y de avisos, y los ciclistas cada día van más deprisa, porque aman la libertad. Media de la etapa: 46,943 kilómetros por hora. Media del Tour, recorridos 1.704 kilómetros: 40,320 kilómetros por hora. Números cerca del récord.
La libertad es el viento, que a veces da de cara, a veces de espaldas y a veces de lado, y cuando toca las narices, algunos lo toman por enemigo, pero siempre es el aliado de los valientes, su arma, el elemento que los hace mejores: sin montaña no habría escaladores, sin viento no habría más que ciclistas de salón, y el viento soplaba el mismo día, en la misma etapa, por todos los lados, y los ciclistas querían gozarla organizando ofensivas aliados con él, y así, alados, atravesaban marismas que en Marennes han transformado en claires, grandes charcas de agua del mar, en las que afinan sus mejores ostras, alimentadas por las algas que se multiplican.
Chocaron la civilización y la libertad, y perdieron los ciclistas, los más desprotegidos y los más duros: pueden con la Covid 19, con las emboscadas, con los malos deseos de algunos, y al mismo tiempo, para sobrevivir, hacen caer a otros, les comen el terreno, les meten el manillar, les obligan a tomar las curvas a cuchillo. Viven en permanente pelea, y sobreviven también al estrés que a otros menos hechos a esta vida envía a sobredosis de ansiolíticos. Todos los intentos de abanico acabaron en destrozos contra el asfalto: una rotonda mal tomada, una isleta en mitad de una recta, un paso a nivel en curva… Así pasó el del Deceuninck –el equipo belga se ve demasiado anónimo últimamente y quiso dejar señales de su Tour con la gran especialidad de sus tremendos rodadores—en Le Gua, un giro de 90 grados de la carretera y del viento a 103 kilómetros de la meta; el del Ineos de Egan el colombiano amante del viento que se destroza la cabellera con la maquinilla manejada a mordiscos y luce medio coco pelado, en las cercanías del gran puente de la Isla de Ré… Y hubo tres o cuatro caídas más que no necesitaron ninguna ayuda exterior, ni ataques ni abanicos. Cayeron por su propio peso, porque eran inevitables.
Algunos de los mejores en la general, como Guillaume Martin, atrapado en dos caídas, gastaron más energía y esfuerzo en un día así, tan llano, tan de sprint, que los días de los Alpes y de los Pirineos, pero acabó en el gran pelotón, en el que no faltaba ninguno.
Y los veteranos les dicen a todos, esto es el Tour, amigo. ¿No querías una bici? Pues pedalea.
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