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Landa y Pinot se lanzan al ataque en los Pirineos y Alaphilippe sufre

El Movistar dirige una etapa salvaje hacia las alturas de Foix en la que el líder empieza a mostrar sus límites y Thomas resiste

Carlos Arribas
Julian Alaphilippe, durante la 15ª etapa.
Julian Alaphilippe, durante la 15ª etapa. Marco Bertorello (AFP)

Los ciclistas aman y admiran la montaña, y la temen y a veces la odian, y en su cabeza, en su corazón que a veces se niega a seguir sus deseos, en sus piernas, pesa tanto tanta carga contradictoria de pasiones que muchas veces, cuando fatigados, al borde del agotamiento, salen a pedalear en mitad de los Pirineos, solo encuentran fuerzas para actuar encomendándose a una emoción más fuerte que todas las demás.

La fotografía parece clara y no puede ser más engañosa: la víspera del segundo día de descanso, gana la etapa Simon Yates, el más fuerte de la fuga temprana; Alaphilippe sigue de amarillo, Pinot sigue recuperando el tiempo perdido en el abanico de Albi y Thomas aún resiste. Por debajo latió una de las más bellas etapas de Tour, imprevisible y guerrera como cuentan que eran las de los Tours de antes de Indurain y Armstrong y las gentes del Sky. Una etapa armada por las gentes del Movistar, que siguen creyendo en las virtudes de intentar hacer daño siempre que se pueda, aunque no se pueda, incluso.

El deseo de ser, de existir, les condena al ataque y la figura sonriente de Alaphilippe se diluye invadido por el sufrimiento y la obligación de defender su maillot amarillo, una situación en la que nunca se había visto en su vida ciclista. Ataca Pinot más que ningún día, y en cada pedalada deja media vida, y no le importa, piensa que va camino de la eternidad, o de la santidad, al menos; ataca Landa a 42 kilómetros de la meta, cuando el muro empieza a empinarse inverosímil con uno de los ataques que han creado su personaje, ataques que ha repetido en el Giro y en la Vuelta y nunca había podido intentar en el Tour, una ofensiva lejana, aventurera, pero con sentido; ataca con el tiempo y el espacio justo Kruijswijk, que busca el rédito a la contribución de sus jumbos, De Plus y Bennet a la locura del Tour incontrolable que hace tan especial la carrera con la ausencia de Froome; y hasta ataca Thomas, que resiste segundo pero corre el Tour a contrapié, sin marcar el camino, sino intentando no perecer en los laberintos dibujados por otros, jugadores de ajedrez con piezas llenas de vida, sudor e ideas propias, y movimientos limitados. Hasta parece más fuerte su segundo, Egan, que intenta resistir el ataque de Pinot, precedido de su detonador Gaudu y sus gafitas de niño tímido, a seis kilómetros de la meta. Y Alaphilippe revienta intentando seguirle, pero lo hace porque cree que puede, porque solo sabe correr así.

Y ataca Nairo y su codo agujereado y cuando lo hace, cuando la etapa comienza a amanecer, comienza el baile.

Se entregan al placer del ataque sin cálculo, feroces como Landa, que rompe su estampa y va más allá del póster estético cuando en la subida al Prat d'Albis, al final de un día sin respiro, la pose no soporta a sus tripas, al dolor, y la serenidad se rompe en muecas incontrolables cuando al final de su búsqueda encuentra sus límites. Por detrás llega Pinot desencajado por un esfuerzo único. Es el mejor escalador del Tour, ha atacado de lejos, ha destrozado del todo a un grupo que ya llegaba destrozado después de la travesía por Lers y el Muro de Péguère, tan vertical como su nombre hace suponer, y más, y un asfalto de grano gordo y muy áspero, sobre el que Pello Bilbao tiene que pedalear, con su pedaleo minimalista, como un equilibrista para no caer cuando el calor pesa más que la debilidad y policías armados vigilan su marcha por un puerto que el año de su estreno fue desastroso porque alguien lanzó clavos sobre la carretera.

Al día siguiente de sentirse objetos inertes en manos de un Tourmalet desalentador, los ciclistas, vengativos, salen a devorar la montaña, y la atacan a dentelladas hasta que no pueden más. Y puede que caigan y terminen arrastrándose por la hierba del prado del puerto recién descubierto por el Tour para hacer daño, brillante por la lluvia que refresca en chaparrones y siempre húmeda por la bruma que envuelve todo en los momentos de calma, pero no se sienten derrotados. Han llegado al fondo de sí mismos y orgullosos miran a las montañas y dicen, ahora qué, habéis pasado miedo, ¿eh? Entonces, los chicos del Movistar se miran y sonríen. El Tour ha bailado a su ritmo marcado por un tam tam guerrero, tambores sonoros que cabrean al eco, y lo enloquecen acelerado como el Bolero de Ravel, quizás, que tan poco tiene que ver con el tran tran repetitivo y devorador del pensamiento y la acción con el que el antes Sky anestesiaba las montañas, las desnaturalizaba, las convertía en porcentajes, pendientes y desarrollos. Y todos perdían el alma.

Si hubiera sido un partido de béisbol el comentarista televisivo habría destacado que el Movistar tenía a corredores en todas sus bases, y si una partida de ajedrez, alguien había hablado de la superioridad posicional de las piezas del Movistar. Camino del último puerto, Valverde estaba en el grupo de Alaphilippe, y por delante, Amador y Marc Soler andaban en fuga para llevar lo más lejos posible a Landa, y más delante, estaba Nairo con la cabeza del pelotón, forzando a todos los equipos a no dejar de bailar ni un segundo a costa de quedarse fuera de la jugada.

Los Movistar silbaban, los demás maldecían. Los más fuertes afilaban su cuchillo; Alaphilippe, orgulloso de vestir de amarillo, comenzaba a sentir el peso de tener que defenderlo.

Fue una etapa de Tour que no ganó un Movistar (el oportunista Simon Yates supo aprovechar perfectamente el trabajo de todos los demás para luego subir mejor que nadie el último puerto) pero en la que Landa recuperó la moral del todo y varios puestos en la general (ya es séptimo, a 4m 54s de Alaphilippe y a 3m 7s de Kruijswijk, el tercero). Terminó tercero, pero se sintió tan fuerte que dijo: “Creo que puedo terminar en el podio”.

“Estoy muy contento. Fue una pena cómo nos salió el Tourmalet, pero teníamos que intentar algo”, dijo el escalador alavés. “Como se lo olían los demás, nos ha costado meter a tres en la fuga [Soler, Nairo y Amador]. Han obligado a trabajar a todos y luego se han comprometido para darlo todo por mí”.

Le dicen que la afición ha vuelto a vibrar con el Tour por tal demostración de landismo, y él se siente halagado y proclama: “El landismo nunca ha muerto”.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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