La victoriosa tesis de Elia Viviani en Nancy
El esprínter italiano logra su primera victoria en el Tour después de haberse impuesto ya en su Giro y en la Vuelta
Bordeando el hexágono por el norte el Tour llega a Nancy, donde Viviani firma su tesis sobre el sprint perfecto.
El italiano la imprimió con los brazos en alto y la nariz rompiendo el aire en un libro ilustrado con múltiples colorines, los de sus compañeros, tan multinacionales: el amarillo de Alaphilippe, el líder del Tour, trabajador, que ardió bajo la llama roja del último kilómetro para colocar al tren de su Viviani por delante de todos; el rojo del campeón de Dinamarca, Morkov, que ubicó a Viviani pegadito a las vallas, protegido del viento que su propia velocidad levantaba en su contra en la tremenda avenida a la orilla del Meurthe, y el blanco del campeón de Argentina, Max Richeze, su último lanzador, que le propulsó progresivamente hasta su velocidad punta (65 kilómetros por hora) y, a 125 metros, completado su cometido, se apartó a su derecha lo justo para frenar mínima y suficientemente la progresión del gran rival, Kristoff, quien había tratado de anticiparse a sus movimientos.
La tesis, una espléndida demostración de que en el ciclismo también la ciencia imita al hombre y a sus tripas, la tituló Viviani, de 30 años, Cómo gané mi primera etapa en el Tour y la pude unir a las cinco conseguidas en mi Giro y a las tres de la Vuelta. Un ejemplo práctico. Después de doctorarse en sprints, vomitó sobre el asfalto. Con la bilis se fueron su alivio, su ansiedad y el miedo vencido. Cipollini ya puede callarse.
Viviani es el más humano de los sprinters, una raza de corredores que necesitan creerse intocables para sobrevivir. Cuando llega a ese convencimiento, y a las victorias repetidas, es también insoportable; si no, se hunde en la miseria y en los pensamientos oscuros, llora y rabia, como cuando en el Giro el VAR le quitó una victoria. Dos días después llegó a confesar que se le había olvidado esprintar. La crisis duró un mes. Ahora escribe tesis.
Proliferan los estudios de físicos y matemáticos que, fascinados por el ciclismo y por las herramientas que les proporcionan túneles de viento y superordenadores, investigan y publican a gogó. No entran a buscar la veracidad de la conjetura de Poincaré, el matemático que puso a Nancy en el mapa y a la topología en el mundo, sino algo quizás más complicado: ¿se puede hacer modelos matemáticos de los infinitos movimientos del pelotón durante el Tour? Desbrozando tal apogeo del algoritmo e inteligencia artificial se concluye que todo lo conseguido es que se pueda afirmar científicamente que el instinto del ciclista es insuperable. Gana siempre. La ciencia dice que es menos difícil que una fuga triunfe si los fugados racionan sus esfuerzos y logran aumentar su ventaja, cuyo valor dependerá del relieve del terreno, en los últimos kilómetros: lo que todo el mundo intenta y el pelotón, que actúa como el dueño de un perro que regula la longitud de la correa según sean los impulsos del can en el paseo, impide. Los físicos aventuran también que uno como Caleb Ewan, el sprinter de bolsillo del Lotto, debería ganar siempre por su superioridad aerodinámica, tan baja coloca la cabeza, con la lengua rozando el tubular delantero. Ewan terminó tercero: no pudo remontar a Viviani, a quien el viento no se lo robaba su posición sobre la bici, sino sus compañeros y las vallas a las que se pegó.
Alaphilippe es un niño pequeño en su pijama amarillo, la felicidad hecha ciclista, y todo le parece posible, hasta que los periodistas le pregunten si está en el ciclismo para marcar historia. Él se evade. Sylvain Chavanel le ve por la tele y dice: "estará loco de alegría". Para Chavanel, francés, el maillot amarillo que vistió un par de días hace nueve años es un recuerdo. "Recuerdo que sentí que había alcanzado mi sueño de niño y lo popular que me hizo ser líder del Tour, y todavía hay gente que se acuerda de mí por eso. Pero es eso, un recuerdo. La vida es otra cosa", dice Chavanel, que tiene 40 años, está, por hobby, en el Tour de chófer de periodistas de L'Équipe y entrena en Poitiers caballos de trote. "Alcanzan los 55 kilómetros por hora, pero los descalifican si galopan".
No podrían sus équidos ser ciclistas, que van siempre al galope y viven en el día siguiente. Imanol Erviti, el capitán de ruta del Movistar, ansía que llegue el momento de ponerse por delante del pelotón y tirar con la intención de hacer daño, no de puramente defenderse. “Si haces daño un día, te motivas y al día siguiente sales a atacar con más fuerza”, dice el corredor dos días antes de la primera buena etapa de montaña. Y sonríe con la sonrisa malévola de un asesino. Allí, en la Planche des Belles Filles, Enric Mas piensa que puede ser líder; Egan Bernal dice que piensa ganar.
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