Cuando el aprendiz triunfa en casa del maestro, enfermo
Álvaro Hodeg, el joven sprinter colombiano, se impone en un final en La Ceja que no disputó Fernando Gaviria, el héroe local
Llegan los ciclistas europeos a La Ceja y los paisas les señalan las lomas que rodean al municipio y les dicen que se fijen, que son como cejas encadenadas, su perfil, y los europeos asienten, anda, es verdad, las montañas son cejas, qué hermosura, y añaden que se sienten en territorio conocido, que las carreteras por las que pedalean en el Oriente Antioqueño les recuerdan a las del País Vasco, todo verde, todo curvas estrechas, subidas y bajadas, ni una recta que pase de 10 metros, ni 10 metros seguidos planos. Solo que el olor tan dulce nos despista, las flores, tantas, casi tropicales, las hortensias de todos los colores, su perfume. Ah, les dicen, es así, es así, antes los campos y los prados eran para el ganado, ahora nos dedicamos al cultivo de flores que exportamos a todo el mundo, es nuestra industria, y nuestra gran afición, como la de los vascos, es el ciclismo; aquí das una patada a una piedra y te sale un ciclista, y no veas un poquito más allá, en El Carmen del Viboral, donde solos e produce cerámica y ciclistas.
Ah, advierten los periodistas que saben, como Pablo Arbeláez, pero no os confiéis, europeos. Os podréis creer que estáis en casa, pero estáis en Colombia. Aquí vino Fausto Coppi y en el alto de Minas no pudo más y se rindió ante nuestro Ramón Hoyos, que es de Marinilla, no muy lejos, y también Hugo Koblet, y años más tarde también sucumbió Felice Gimondi, el amigo de Martín Cochise, y luego, los más grandes de entonces, Hinault, LeMond y Mottet, ante nuestro Lucho Herrera, el más grande.
Los colombianos respiran mejor y no se marean a los más de 2.000 metros de altura de las carreteras, donde a los europeos les duele el estómago y la cabeza, y se deprimen. Y de La Ceja es Fernando Gaviria, que es capaz de ganar sprints en el Tour y en el Giro y en la Vuelta a California y en la Vuelta a Suiza, y aquí, en el sprint que termina a 200 metros de su casa, será otra vez un misil. Lo prometen y lo juran. Y Gaviria les oye y sale nervioso, pálido, y su mirada es esquiva. En la puerta de su casa le esperaba el sprint de su vida.
No llegó.
El nieto del domador de los caballos de los ricos de la zona, el sprinter con la mirada fría y clínica en los momentos decisivos, capaz de ver los huecos, medir las distancias, prever su camino en los momentos de la adrenalina y el ruido de frenazos e imprecaciones, se borró de la pelea antes de comenzar. “Gaviria se ha sentido mal toda la etapa”, explica su director en el Emirates, el español Joxean Matxin. “Sentía calambres en las piernas y al final, a falta de unos kilómetros, le dijo a Sebastián Molano, el segundo sprinter del equipo, que disputara él”.
Por una suerte de justicia poética, el ganador en La Ceja, donde se esperaba un misil que no rugió, fue Álvaro Hodeg, el sprinter colombiano a quien había abierto la puerta del gran pelotón mundial los triunfos de Gaviria justamente. Hodeg, de Montería (Córdoba), al norte, de una familia de escoceses, los Hodge, que también montan a caballo y crían reses, llegó al año pasado al Quick Step, donde ya estaba Gaviria. Iba a aprender de él, pero cuando, sorprendentemente, Gaviria rompió su contrato y se marchó al Emirates, no dudó en aceptar el liderazgo compartido con el italiano Viviani. Confiaba en sí mismo, y más sabiendo que Max Richeze, el maestro argentino de los lanzamientos, seguiría con él. Hodeg tiene 22 años; Gaviria, 24. Ya maduros con edades de jóvenes que empiezan. Tan rápido crece el ciclismo en Colombia, como las plantas de las hortensias frondosas. Y, gracias a las bonificaciones, Hodeg lucirá el jueves de naranja, el color del jersey de líder.
Richeze, justamente, le ganó media etapa. Le lanzó en progresión lineal y perfecta, y cuando levantó el pie lo hizo dejando el hueco mínimo para que encallara quien intentara atravesarlo. Se lanzó Molano por el estrecho, y chocó. Empujó a Richeze, quien se llevó un doble sobresalto. Primero, por el empujón, que le hizo trastabillar sobre la bici; y luego porque solo vio la sombra del maillot de Molano, y pensó que era Gaviria mismamente, su amigo de siempre, el desesperado que no llegaba, y sufrió por ello, y se asustó, y luego se alegró.
Molano era el espíritu de Gaviria, débil, que llegó a su casa un minuto después que el pelotón. Le esperaban su madre y su novia. “No sé qué tengo en el cuerpo”, les dijo.
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