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Jan Ullrich, víctima de sí mismo

El gran rival de Lance Armstrong intenta rehabilitarse en una clínica psiquiátrica de su adicción al alcohol y las drogas

Carlos Arribas

Lance Armstrong parte en misión humanitaria y se hace una foto con Jan Ullrich, víctima de sí mismo, un hombre solo.

Son las dos grandes figuras del ciclismo del cambio de siglo. Dominadores del Tour justo en el momento en el que el dopaje comenzó a ser condenado por la misma sociedad que lo propicia como una práctica, una adicción, moralmente perversa. Fueron “los años de mierda”, como los denominan, ya sin complejos y sin remordimientos, los ciclistas de la época.

Ellos, Armstrong y Ullrich, son dos cuarentones con un pasado, dos que han sufrido una crisis aparentemente similar, y a cada uno le ha machacado a su manera.

Armstrong, tan narcisista, asumió entusiasmado el papel de gran héroe americano, que lo mismo destrozaba el cáncer y todas sus metástasis que los récords de la ascensión al Alpe d’Huez. Era feliz con su carisma, lo abrazaba y le daba besos al acostarse por las noches, y después de su caída, sellada con una confesión televisiva que batió récords de audiencia, sigue buscando la notoriedad.

Ullrich era un chaval de Rostock bien tierno criado en las escuelas deportivas del Este desde los nueve años, desarraigado de su familia, que tenía 23 añitos cuando cuando ganó el Tour de 1997, ocho años después de la caída del muro. Era el primer alemán que lo conseguía (y aún es el único) y fue saludado no solo como héroe deportivo, sino como símbolo de la nueva Alemania reunificada. Un peso tan excesivo para una persona tan tímida que en 2002, a los 28 años, cuando ya había ganado también una Vuelta y los Juegos Olímpicos de Sidney, abandonó Alemania. No aguantaba vivir en un país en el que era famoso. Un joven con una cabeza que no estaba a la altura de un físico privilegiado y que se entregó para entender la vida a su director deportivo en el T-Mobile, Rudy Pevenage. Y su relación con el técnico belga era tan estrecha que cuando Eufemiano Fuentes le buscó un apelativo para identificar sus bolsas de sangre y las sustancias que le vendía le pareció perfecto llamarle “hijo de Rudicio”.

Cruzó el lago Constanza y se fue a vivir a Suiza, y allí nacieron sus cuatro hijos y allí pretendió llevar una vida familiar tan normal que, aparentemente, ni siquiera fue turbada por su caída en la Operación Puerto, en 2006. Unos meses después, recién cumplidos los 33 años, se retiró del ciclismo con una conferencia de prensa tranquila y casi privada en Hamburgo. Los periodistas que le hicieron reportajes años más tarde, y el terremoto ya era pasado, hablaban de una vida casi envidiable. De un joven sano que se había ido a vivir una vida plácida en Mallorca, donde sus hijos aprenderían idiomas y él salía, sano, en bicicleta. “A mí en la escuela solo me enseñaron ruso”, decía suave y sonriente. “Y no quiero que mis hijos no manejen varios idiomas. Y aquí, también me visitan mis amigos. Y todos, tan felices”.

Los mismos periodistas que transmitieron aquella realidad recuerdan ahora que las apariencias engañan, que la realidad verdadera era otra. La lenguas comenzaron a liberarse hace tres semanas, cuando la policía comunicó que le habían detenido ebrio, hasta arriba de cocaína y anfetaminas y violento por saltar la valla que separaba su chalet mallorquín del jardín de la casa de su vecino, compatriota y amigo, el famoso actor Til Schweiger. Ullrich ya vivía solo entonces. Había echado de su vida a su mujer y a sus hijos, y a todos sus amigos, que ya se habían desesperado y se negaban a volver a visitarle.

Y una semana más tarde, cuando la policía alemana le detuvo en un hotel de Fráncfort después de que una prostituta lo denunciara por intentar asfixiarla, comenzaron a contarse historias más tétricas. La forma en que se acercaba a la barra de los bares y agarraba el vaso de vino que vaciaba de un trago y pedía al camarero que se lo rellenara dos y tres veces; el hábito de disparar a la pantalla de su televisor con una carabina de perdigones cuando salía alguien que creía que le había hecho daño, y al día siguiente se comparaba otra tele. De su adicción a las drogas habló él mismo desde la clínica de rehabilitación alemana en la que está internado. También habló de un futuro luminoso, reunido de nuevo con sus hijos y liberado de sus fantasmas, y de una clínica milagro en Colorado de la que le habló su amigo Armstrong.

“No aguantaba a los amigos que le decían lo que no quería oír”, dice un excompañero de equipo que, como todo el mundillo ciclista en la Vuelta recuerda, aun sin querer, los casos desgraciados de Chava Jiménez, Frank Vandenbroucke o Marco Pantani, ciclistas magníficos y personas fragilísimas, y todos muertos . “Pero los amigos ya no pueden ayudarle. Solo una ayuda profesional puede salvarle”.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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