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Groenewegen sorprende a Gaviria en el sprint de la etapa de la monotonía

Un apagado intento de abanico del Trek, único destello de emoción en los 231 kilómetros de Tour de Francia hasta Chartres

Dylan Groenewegen celebra el triunfo en la séptima etapa del Tour de Francia.
Dylan Groenewegen celebra el triunfo en la séptima etapa del Tour de Francia.REUTERS
Carlos Arribas

Monotonía de Tour en las pantallas. Los ciclistas fluyen lentos con el viento tres cuartos de cara, bromean, ocupan todo el ancho de la carretera, atraviesan pueblos somnolientos de la Francia profunda y planísima, campos de cereales a medio recoger, lugares en los que los edificios singulares son el mercado de trigo y cosas así. El fugado es el niño castigado al que se acercan y del que se alejan según les da. Los periodistas bostezan, sudan y cabecean, derrotados por el sueño en la sala de prensa. Los más hacendosos buscan inspiración en la Wikipedia: personas famosas nacidas en Chartres, donde sobreviven la etapa más larga, y maldicen. “Solo hay generales de mierda”, dice uno, que no sabe qué escribir. “Al menos en Quimper, hace unos días, descubrí que había nacido allí el inventor del estetoscopio”.

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Ni siquiera el abanico del día aviva el interés más allá de un cuarto de cerebelo. Es una versión familiar del abanico como arma táctica. El pelotón atraviesa las rastrojeras de mitad de recorrido, donde solo las moles de las cosechadoras y los montones de pacas obstaculizan al viento. Es la tierra de los Gallopin, que conocen sus rectas. El tío, Alain, es el director del Trek; el sobrino, Tony, corre en el Ag2r. Ambos equipos se ponen de acuerdo. Enfilan al pelotón, lo rompen. Gozan de la sensación de que la bici no da más de sí, como cuenta Imanol Erviti, de que es imposible ir más deprisa. Erviti y sus Movistar gozan también del goce efímero: a diferencia del día anterior esta vez han estado atentos, y felices. El intento dura hasta llegar a Alençon. Por la tele, Marion Rousse, comentarista de France TV y esposa del sobrino Gallopin, explica que los del Trek solo intentaban pillar a algunos sprinters en fuera de juego para que Degenkolb, su sprinter deslucido, pudiera lucirse en la meta. Rápidamente, el pelotón vuelve a correr de forma inteligente, el eufemismo que usan para hablar de la tranquilidad: “si no hay fugas, ¿para qué acelerar?”, dice Amador.

Han pasado casi seis horas de etapa. Son las seis de la tarde. Un relámpago de velocidad, por fin. Se anuncia el sprint: una curva de ángulo recto a dos kilómetros de la meta abre al pelotón lanzado una calle que serpentea en suaves eses hasta la meta en ligera cuesta arriba. La sala se despereza. Uno de los periodistas, el corazón agitado, cruza los dedos para que ganen Gaviria o, si no, Sagan. Por la mañana, como un rayo una intuición le había iluminado la crónica. Nada de wikipedias y googles, la noticia se trabaja en la calle. Al cruzarse en la salida junto a Giovanni Lombardi, un impulso le llevó a pellizcarle el pecho. Entonces, como un torrente, la ciencia infusa del sprint le invadió el cerebro. Lombardi ha sido campeón olímpico, sprinter y lanzador de Cipollini y Zabel. Es el mánager de Sagan y Gaviria, de los dos. Le explica la excepcional resistencia veloz del colombiano; la fuerza de arrancada del campeón del mundo. En Chartres, bajo las agujas afiladas de su catedral y sus vidrieras, Gaviria lanza lejos el sprint. A 300m. La distancia que él solo domina. Va a ganar, Lombardi, va a ganar. Le faltan 100 metros cuando el noruego Kristoff a su pesar lanza a un holandés inteligente como con una catapulta. Dylan Groenewegen, joven, llega tan rápido, que Gaviria solo lo ve cuando lo tiene delante, una bicicleta entre los dos, levantando los brazos victorioso. Tercero es Sagan. Van Avermaet sigue líder. Lombardi sufre un pequeño moratón tonto en el pecho izquierdo. Monotonía del Tour en la planicie.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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