La noche de la lucha, la agonía y el éxtasis en el estadio
Rudisha conserva su título de 800m, pero el local Thiago Braz impide que Lavillenie lo haga al derrotarle en un tremendo duelo en el salto de pértiga
El clima crea la marca y condiciona la pelea. El lunes, al mediodía del cuarto día, casi como en las escrituras, un fuerte viento helador envolvió el estadio. El calor asfixiante huyó entre sus ráfagas. En cuestión de segundos, el termómetro, que se pavoneaba superando los 35 grados, descendió a menos de 25. La lluvia llegó a continuación de las nubes. Bajo el tejado, operarios aseguraban las banderas para que no salieran volando. Se acabó el espectáculo de récords y grandes marcas. Lo reemplazó la noche de la lucha. El atleta contra los elementos. El atleta contra sí mismo y los demás en busca de la perfección. La agonía de la última recta.
Como en las noches de invierno frío, el entretenimiento cuando la lluvia lo procuró el recuerdo de los días de buen tiempo. La tertulia sobre la noche que a todos les pareció mágica. Y a este Van Niekerk, ¿quién lo conocía? ¿Bolt podía más o se conformó con ganar pensando en los 200m? ¿Está ya viejo? ¿Y su espalda? ¿Le cuesta cada vez más todo? Y las fantasías sobre lo que vendrá.
En la pista inundada la noche destemplada, Orlando Ortega mostró su temple y serenidad sobre vallas ocultas tras una corina de lluvia. David Rudisha, su carácter y su superioridad para conservar su corona del 800m. En los 400m, Allyson Felix y Shaunae Miller dieron cuerpo y movimiento al pleonasmo aquel de lucha agónica. La norteamericana, campeona mundial, llegó a la última recta dos metros por detrás de la atleta de Bahamas, que poco a poco se iba paralizando. Fue una lucha tremenda. El avance de Felix, que ganaba metro como a cámara lenta; la defensa terrible de Miller, que no cedía, que no cedía. La meta, a la que ninguna llegaba. A cinco metros de la línea parecía que Felix, finalmente, podría sumar el oro de los m400m al de los 200m de Londres. A dos metros, viendo ya inevitable su derrota, Miller se lanzó en plancha hacia la línea a la que ya no veía como llegar. El gesto guiado por la desesperación le dio la victoria por siete centésimas, 49,44s por 49,51s.
A última hora, cuando el tiempo se serenó y hasta la mínima luna asomó su puntita sobre las tribunas, en el pasillo de salto, Renaud Lavillenie fue perfecto hasta que sucumbió en su duelo con el tenaz e increíble Thiago Braz da Silva, el brasileño que mantuvo a su afición despierta hasta la medianoche, y con el corazón acelerado y las palmas tan ligeras para aplaudir sus éxitos como los fallos de sus rivales, y la boca lista para abuchear la carrera de los que querían derrotar a su ídolo.
Una noche sin fallos –cuatro alturas pasadas a la primera, un récord olímpico de 5,98m--le dejó a un paso al convirtió al francés, plusmarquista mundial, de convertirse en el segundo pertiguista que en la historia olímpica conservaba su título después de Bob Richards en 1952 y 1956, que seguirá tranquilo con su gesta. Lavillenie se quedó, sin embargo, en 5,98m. Su rival, un joven debutante olímpico, de 22 años, llegó a 6,03m, récord olímpico.
Ni el viento ni el agua entraban en el pabellón refrigerado de la gimnasia. El ambiente era magnífico, expectante, pero a Simone Biles le resbaló una fracción de segundo un pie sobre la barra de equilibrio. El oro voló. Es la gimnasia. La anchura de un cabello puede marcar la línea entre el todo y la nada. El error, el bronce que premió la actuación de la norteamericana, refleja la práctica imposibilidad de la perfección. Y, sin embargo, la gran Biles ha sido perfecta durante el 99,9% de su actuación tremenda en Río. Ha perdido la posibilidad de ser la primera gimnasta de la historia con cinco medallas de oro en unos mismos Juegos, pero si gana el suelo, su gran apartado, empatará a cuatro con algunas de las más grandes de la historia, como la soviética Larisa Latynina y la húngara Agnes Keleti (Melbourne 56) y la checa Vera Caslavska (México 68).
Después de un largo calentamiento que sirve para poner de los nervios a la afición con sus derrotas o para ilusionarla excesivamente si son victorias, los torneos olímpicos de deportes de equipo comienzan, en realidad, con el primer partido eliminatorio, el de cuartos. Cayeron por España el waterpolo y el hockey femeninos. El balonmano (Francia) y baloncesto (Turquía) femeninos ya conocen su suerte, como también el waterpolo masculino (Serbia) y, por supuesto, el baloncesto masculino que se dirige finalmente, sin dudas, hacia su choque soñado contra Estados Unidos, que no llegaría en la final sino en la semifinal. Antes, como en un dèja vu inevitable y maldito, toca Francia, el rival en el que parecen resumirse todas las competiciones de la banda de Gasol.
Mark Cavendish, el mejor sprinter del pelotón los últimos años, y el más imprevisible, ya tiene su medalla olímpica, una plata. La consiguió en el velódromo, el templo de la fe británica en el parque olímpico. No lo hizo sin ruido, como es habitual. Impermeable al mitificado espíritu olímpico, en el reino teórico del fair play la bala de Man aportó los hábitos de los sprints del Tour y otras grandes, donde el ciclista que duda en la última recta es ciclista muerto. En la puntuación, la sexta y última prueba el omnium, el hábil británico clavó la carambola de su vida, una maniobra perfecta. Con una rápida cernida desde el peralte empujó a un coreano que pasaba por su izquierda. Lo descabalgó. Su bici, sin montura fue a golpear a Elia Viviani, el italiano líder, que marchaba por la cuerda. Pese a ello, Viviani se levantó, se reincorporó y terminó ganando la prueba. Cavendish no fue descalificado, como temía. Se llevó su plata y, como otros compatriotas de su generación, como Wiggins o Froome, también tiene su historia olímpica.
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