Messi sigue con su rutina goleadora y acaba con el ánimo del Sporting
El Barcelona gana cómodamente en Gijón y afianza su liderato gracias a un nuevo doblete del argentino y a otro tanto de Suárez
Cuando se habla de Messi conviene dejar las frases con puntos suspensivos... Difícil saber cómo amanece. Con Leo, las cosas pueden ser un lío, o una madeja, o coser y cantar. Venía Leo de romper la pana en el Camp Nou, incluso de homenajear a Cruyff, y renunciar al gol 300 -porque iba a caer seguro- en beneficio de sus herederos, y de pasar a la historia con la humildad de quien sabe que con ese penalti escribe la segunda página, no la primera, que era de un holandés poco errante. Cuando se habla de Messi, conviene tomar aliento, porque Messi es tan suficientemente humano como para marcar goles humanos, goles laborables, grises pero útiles. Seguramente a Messi le emocionan los goles que no pasan a la historia, los que se olvidan, los que solo dan trabajo al marcador o a los exegetas capaces de convertir una nube en mar, un fuego en incendio. No, no todo lo que toca Messi es maravilloso, pero todo lo que toca Messi es útil. Fue el Barça y le dejó el balón a Messi en área, por el centro, los postes a elegir, la pierna a decidir. Y el chico tiene la costumbre de elegir bien.
Habían pasado 25 minutos donde el susto lo había dado el Sporting con una contra entre Menéndez y Halilovic que cambió el orvallu de dirección. Uno que manda y otro amenaza, pero las amenazas son un juego cuando se pierden en la bruma. Andaba el Barça mandando, como corresponde al líder, que puede pasar a convertirse en jerarca, hasta que llegó una jugada convencional, de aquí para allá, de allá para aquí, hasta que el balón cae al pie de Messi, que le basta un pestañeo para otear al horizonte. O sea, el poste. Es decir, junto al poste. Léase, la red. Fue un gol normal. Curvilíneo, de los que hay mil. Porque Messi es capaz de marcar goles vulgares. He ahí su honor, no siempre reconocido, siempre enfrentado a la grandeza, como si Messi no supiera ir a comprar el pan.
Y sabía. Pero entre que lo pensó, se decidió y salió, Menéndez y Halilovic se entrometieron en sus pensamientos, Se inventaron un contragolpe mortal (digno de una película negra, negrísima) y se inventaron un gol fantástico. Pim pam pum, tres toques y un remate, y la defensa blaugrana que aún se quitaba de la comisura de los labios el merengue de su gol. Pero quedaba aún, con el buzo intacto, el operario Messi, otra vez dispuesto a convertir el regalo de Luis Suárez en un acto laboral, o sea, otro remate, ajustado, intencionado, allí, en su sitio, allí.
Y allí murió el Sporting, tan voluntarioso, ordenado hasta donde llega el orden frente a la imaginación. Abelardo ni arriesgó el partido, ni arriesgó el resultado. Todo estaba en su contra: el día, el horario y el rival. Los partidos aplazados son como los días inventados en el calendario. El Sporting no jugó mal; el Barça tampoco. Ninguno jugó demasiado bien porque las diferencias explican las adversidades. Messi había dictado sentencia como los jueces ordinarios. El resto fue literatura, el, penalti fallado por Luis Suárez, o, para mejor decir, repelido por Cuéllar, el gol marcado por Luis Suárez, para no perder la costumbre, la sensación de que el calendario laboral dictaba fiesta barcelonista y que el Sporting se rendiría a la segunda adversidad. Era su Liga, pero no era su guerra. Y siguieron los puntos suspensivos de Messi definiendo un futuro indefinido. Y con el Barça más líder, ya real, con la exactitud de los puntos y de los goles. Y con el Messi más humano, el que hace lo que hay que hacer para que amanezca, que no es poco.
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