Principios contra pragmatismo
Las pitadas son el método habitual con el que los aficionados emiten juicios morales sobre lo que ven. El ejemplo es Piqué
“Se aprenden valores morales de nuestro juego y de cómo nos comportamos”. Arsène Wenger.
Zinedine Zidane exhibió una luminosa claridad moral en la final del Mundial de 2006 con aquel famoso cabezazo a Marco Materazzi. El italiano había insultado a su madre o a su hermana (nunca quedó claro a cuál de las dos) y Zidane no dudó. En ese preciso instante había algo más importante que evitar lo inevitable, una tarjeta roja, o ganar la Copa del Mundo. Era cuestión de defender el honor familiar.
El episodio será recordado mientras exista el fútbol por lo insólito que fue. Los que emiten juicios morales suelen ser los aficionados, no los jugadores. El método habitual para expresarlos es la pitada, como vimos ayer, con Gerard Piqué como objetivo, en el partido entre el Real Madrid y el Barcelona. El fenómeno de la pitada es una parte tan elemental del ritual futbolístico como el propio balón. En cualquier lugar del mundo ir a un estadio es un ejercicio de identidad colectiva. Todos los que acuden están evaluando permanentemente el comportamiento de los jugadores, agregando a sus cálculos lo que han hecho o dicho antes fuera de la cancha. Responden desde las gradas en función de los valores que definen a su conciencia tribal.
Entonces, al caso Piqué: la afición del Bernabéu es unánime en su convicción de que el central del Barcelona es un personaje repelente porque ofende los principios que comparten los madridistas. Ven a Piqué como un joven malcríado y burlón que se ríe del Real Madrid, se mofa de su mejor jugador y que encarna, más que cualquier otro jugador del detestado Barça, el detestado nacionalismo catalán. La vida es complicada pero en el fútbol no existe la ambigüedad. Los aficionados pitan con admirable convicción.
Aún más dignos de elogio que los aficionados del Real Madrid son aquellos de lugares como Oviedo o Alicante que pitan a Piqué cuando juega para la selección española. Los procesos mentales de estos fieles no podrían ser más desinteresados ya que aunque el precio de su repudio sea que Piqué juegue mal y su equipo pierda, ellos juzgan, como Zidane, que sus principios son más importantes que una vulgar victoria deportiva.
Semejante firmeza no se ve con mucha frecuencia en otros países. Es impensable que aficionados ingleses, por ejemplo, piten a uno de sus jugadores durante un partido de la selección. Sí lo harán cuando juegan contra su club, por supuesto. Pero lo interesante es que en la mayoría de los casos pitarán a los jugadores en función de sus valores, no tanto de la amenaza que representan para sus equipos.
Uno de los señalados sería John Terry, capitán del Chelsea, reconocido menos por su talento como jugador como por lo repugnante que es como persona, un ser tan endiosado que se ve en el derecho de aparcar su coche en plazas reservadas para los inválidos. Su entrenador, José Mourinho, también es blanco de la ira de las aficiones rivales, por razones obvias.
Los aficionados de fútbol, como casi todo el mundo, le dan un gran valor a la lealtad, y por eso también abuchean a aquellos jugadores que han abandonado sus colores por los de su más aborrecido rival. Se da en todas partes pero la expresión más extrema de este fenómeno se vio cuando Luis Figo dejó el Barcelona por el Madrid. Los decibelios de odio que provocaba el portugués cuando volvía al Camp Nou se podrían haber oído en Marte, prueba de que pocos son lo que compiten con los españoles en el deporte de la indignación.
Son menos aún fuera de España los que pitan sistemáticamente a los jugadores de sus propios equipos. Lo que hacen los aficionados de la selección española con Piqué lo han hecho los del Real Madrid con Iker Casillas y Cristiano Ronaldo y los del Barcelona con el que fue en su día su mejor jugador, el brasileño Rivaldo.
La integridad moral de los aficionados españoles es de una solidez diamantina. Como Zidane en aquella final mundialista, y como su presidente de Gobierno, Mariano Rajoy, en todo, no sacrifican sus principios a lo util, lo sensato o lo meramente práctico.
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