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Las otras estrellas de París

Cada año se presentan 3.000 candidatos para convertirse en recogepelotas de Roland Garros

J. J. M.
Djokovic, con el recogepelotas al que quitó el paraguas para resguardarle de la lluvia.
Djokovic, con el recogepelotas al que quitó el paraguas para resguardarle de la lluvia.Wang Lili (Corbis)

Llueve en París. Novak Djokovic, el número dos del mundo, aguarda a que se reanude su partido mientras un recogepelotas le protege del aguacero con un paraguas. Entonces, el serbio se gira. Le ofrece compartir el banquillo ante miles de personas en la pista central de Roland Garros. Se intercambian la raqueta y el paraguas, ya es el campeón quien protege de las gotas al niño. Hablan. Al poco están brindando con sus bebidas. Es, dice David Portier, el encargado de los recogepelotas del torneo, el resumen perfecto del espíritu de la organización, que selecciona cada año y entre más de 3.000 candidatos a 250 chavales para algo más que recoger y distribuir las bolas en las pistas: “Esto es una aventura en la que también hay rigor y en la que la estética de los movimientos es importante, porque hay muchos ojos puestos sobre los niños. Son como un ballet… y debe ser bonito”.

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Roland Garros tiene un gran apego por sus tradiciones. Cada mañana, a primera hora, los recogepelotas se reúnen para cantar su canción y “despertar al estadio”. Las paredes de sus vestuarios están llenas de recortes de periódicos en los que se les ve con los jugadores, y por los pasillos reverberan todavía los recuerdos de sus anécdotas, como la de aquella joven que escribió en la arena de la pista el nombre de su tenista favorito, le mandó una foto y, a cambio, días después, recibió un regalo suyo (era Roger Federer). Desde que alcanza la memoria, las manos de los niños dejan su marca con pintura blanca en los fosos de las pistas, y así integran el alma del torneo. Sobre el albero, se mueven con la precisión de un reloj, tras semanas de entrenamiento y selección: deben tener entre 12 y 16 años y no superar el 1,75 de estatura para no tapar los anuncios que rodean el cuadrilátero.

“Intentamos ser competitivos, adaptarnos a los jugadores, y mezclar eso con las tradiciones”, cuenta Portier antes de describir el movimiento con el que los niños se entregan la pelota. “Lo más importante es le roulé, que para nosotros es una forma de arte, lo mismo que el drive en un jugador, el golpe fuerte del recogepelotas”, sigue. “Intentamos que haya un nivel técnico elevado. Que los responsables de la ATP y la WTA, y los jugadores, estén contentos con lo que hacemos. Por eso nos fijamos mucho en los detalles: unos jugadores piden siempre la toalla, otros la pelota con la que acaban de ganar el punto, otros las quieren recibir siempre del mismo lado…”.

Cada torneo grande tiene su sello. Los niños del Abierto de Australia pisan la pista como si estuvieran en la Legión Extranjera, tapándose la nuca del sol abrasador. En Wimbledon, están casi militarizados, con sus uniformes azules. En el Abierto de EE UU su trabajo lo hacen adultos que parecen gimnastas. Y en París, para Roland Garros, lo que se busca es el justo punto medio entre la espontaneidad y la profesionalidad.

“Queremos que estén relajados, que disfruten, que aprovechen el momento, como pasó con Djokovic”, cuenta Portier, que ha extendido el programa de selección a los Dom-Tom, los departamentos de ultramar. “Están tan implicados y son tan perfeccionistas que a veces son demasiado estrictos consigo mismos y nos toca decirles que hay que divertirse. Son tan serios, que desde el exterior tienen un aire militar…, pero la idea es que esto sea como un campamento de verano de tres semanas”.

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Sobre la firma

J. J. M.
Es redactor de la sección de Madrid y está especializado en información política. Trabaja en el EL PAÍS desde 2005. Es licenciado en Historia por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Periodismo por la Escuela UAM / EL PAÍS.

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