Polonia y su inhumano desafío
Con la conquista invernal del Broad Peak, la pasada semana a 35 grados bajo cero, el alpinismo polaco recupera su leyenda y su tragedia: dos expedicionarios desaparecidos
Durante unos años frenéticos, entre 1980 y 1988, el himalayismo invernal fue un asunto estrictamente polaco. Después, Polonia desapareció del mapa alpinístico y emergió de súbito hace un año cuando dos de sus hijos (Adam Bielecki y Janusz Golab) se adjudicaron el Gasherbrum 1 en invierno. Hace apenas un par de días, el mismo Bielecki y tres de sus compatriotas conquistaron por vez primera el Broad Peak (8.047m) en invierno, apuntando de paso hacia la conquista de los dos últimos ochomiles vírgenes en invierno: Nanga Parbat y K 2.
Son herederos de una tradición olvidada y casi impropia de los tiempos acomodaticios que corren. Todas las montañas de 8.000 metros localizadas en Nepal, salvo el Shisha Pangma y el Makalu, fueron reconquistadas en pleno invierno en los años ochenta por los llamados hombres de acero nacidos en Polonia, reprimidos por el régimen de su país y liberados cuando el telón de acero perdió grosor.
Se trataba de grandes alpinistas frustrados por haber perdido la ocasión de explorar el Himalaya. Cuando llegaron, sólo les quedaba imaginar arriesgadas rutas o hacer el más difícil todavía: medirse a las montañas más elevadas en invierno, cuando solo los locos experimentan semejantes deseos. El gran Krysztof Wielicki fue la estrella de los años 80, conquistando Everest, Lhotse y Kangchenjunga. Después, él mismo, como el ímpetu de sus compatriotas, se fue difuminando hasta caer su huella en el olvido. No es de extrañar que Wielicki haya dirigido, ahora, la conquista del Broad Peak.
A principios del presente siglo, el italiano Simone Moro hablaba sin parar de los polacos, de los maestros de un país que adora. Hubiera preferido nacer en Katowice antes que en Bérgamo: necesitaba un compañero polaco para desempolvar el gusto por los ochomiles invernales. Su reto era medirse a los ochomiles del Karakorum, invictos en invierno porque allí el frío y la climatología constituyen un reto aun mayor que el conocido en Nepal.
A falta de compañía polaca, Moro reclutó a un par de experimentados y fuertes porteadores de altura de Pakistán. Tipos que no temen al frío. Uno de ellos, de nombre Qudrat Alí, todavía sonríe al recordar las penurias experimentadas. “En el campo base, pasamos días y días sin poder salir de la tienda, azotados por un viento atroz. Tiritábamos dentro del saco y cualquier mínimo trabajo era un suplicio”, recuerda. Pese a todo, y tras semanas estudiando los partes meteorológicos recibidos desde Austria, decidieron aprovechar una ventana de buen tiempo para lanzar un ataque a cara o cruz. Camino de la cima, Qudrat se vio morir. Y decidió regresar. Moro y su otro compañero paquistaní, siguieron un rato más. “Pudimos hacer cima ese día, pero hubiésemos muerto durante el descenso, seguro”, asegura Simone Moro. Según sus cálculos, habrían alcanzado el punto culminante a las cinco de la tarde, sin apenas luz para bajar. “Y allí arriba hay grietas, planchas de hielo, y es preciso bajar muy rápido, cosa imposible con el desgaste del esfuerzo y del frío… Hubiésemos muerto”, recalca Moro.
Adam Bielecki, Artur Malek, Tomasz Kowalski y Maciej Berbeka se plantaron el 5 de marzo en la cima del Broad Peak a una hora sin determinar entre las cinco y las seis de la tarde. Emprendieron el descenso de inmediato, en un clásico sálvese quien pueda en el que suele imperar la ley de la supervivencia: los fuertes siguen con paso firme, los demás se descuelgan. Así, en apenas cuatro horas, Bielecki alcanzó el último campo de altura, a 7.400 metros. Malek invirtió cinco horas más. Kowalski y Berbeka pasaron una noche a la intemperie, sin tienda ni saco de dormir, soportando 35 grados bajo cero de temperatura. Desde el campo base, se pudo ver la luz de sus lámparas frontales. No se ha vuelto a saber de ellos.
Hoy en día, las motivaciones de los alpinistas polacos han cambiado. Las nuevas generaciones se foguean en los Alpes, viajan y practican todas las formas de escalada posibles. En libertad. Es un país más dentro de los países que fabrican alpinistas. Sin embargo, según la escritora canadiense Bernadette McDonald, autora del libro Freedom climbers [Los escaladores de la libertad] que indaga en la historia de los himalayistas polacos, los éxitos cosechados por Polonia en los 80 tienen su origen en el contexto político y social en el que habían aprendido a amar la escalada: “Cuando los alpinistas polacos descubrieron que podían obtener el apoyo de su Gobierno para perseguir su pasión y escapar, de paso, de la sociedad opresiva en la que vivían, no se lo pensaron dos veces y se lanzaron hacia lo desconocido. Ya eran duros de por sí: la vida en Polonia los había endurecido, así que no es de extrañar que lograsen lo que lograron. No había nada que les obligase a regresar a Polonia, así que permanecieron meses en el Himalaya a la espera de condiciones óptimas para atacar las montañas, disfrutando de la libertad recién adquirida. Además, contaban con una combinación perfecta de técnica, resistencia y determinación absoluta para lograr todo aquello que se propusieran”.
Con todo, apenas contaban con medios económicos y sobrevivían a base de trueques. Muchos recuerdan aún que el inmenso Jerzy Kukuzcka falleció al romperse la cuerda de pésima calidad a la que se había atado. Precisamente, fue la muerte prematura de muchos de los alpinistas polacos lo que aceleró su desaparición de la escena internacional a finales de los 80: “Debían soportar una gran presión que casi les obligaba al éxito en cada una de sus actividades. Al fin y al cabo, el apoyo del Estado implicaba el éxito”, observa McDonald.
Hoy, los alpinistas declaran haber superado la presión de gobiernos y patrocinadores. Y entender por qué unos van más allá, en perfecta libertad, a veces hasta fronteras sin retorno, es lo que hace que el alpinismo resulte (para unos pocos) irresistible.
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