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El límite soy yo

Kilian Jornet y Josef Ajram, ultramaratonianos, luchan ferozmente contra sí mismos. Sus cerebros les han hecho continuar, en búsqueda de su propia superación, en las carreras más extremas y exigentes del planeta

Juan José Mateo
Kilian Jornet, a la derecha, en una prueba en Isla Reunión, en octubre.
Kilian Jornet, a la derecha, en una prueba en Isla Reunión, en octubre.R. BOUHET (AFP)

Kilian Jornet ha visto cómo su compañero de entrenamientos moría en unos segundos, precipitándose al vacío, engullido por la montaña durante cientos de metros de fatídica caída. Josef Ajram ha tenido que provocarse el vómito, ahogado, mareado y trasladado al hospital mientras su pareja sufría al observar esa mirada perdida, rota por el calor y la humedad de un día de retos agónicos en la isla de La Gomera. Los dos siguen corriendo. Los dos siguen compitiendo. Los dos, pese a vivir separados por el cronómetro (Jornet rompe todos los récords y Ajram compite con el horizonte de superarse a sí mismo), siguen buscando sus límites, embarcados en el mismo viaje de caza de endorfinas que guio la vida de Micah True, Caballo Blanco, el protagonista de Nacidos para correr. ¿Por qué?

“Con el deporte he aprendido a saber quién soy, a desposeerme de las máscaras que utilizo”, razona Jornet, que alterna el esquí de montaña con las carreras de ultrafondo y que está reconocido como deportista de alto nivel por el Consejo Superior de Deportes. “He luchado para ser el mejor, para encontrar que somos muy poca cosa y que no hay que darse importancia. Hay que disfrutar de las emociones, de los momentos, pues son lo único importante”, añade. “En las situaciones extremas, en tormentas, en accidentes o en carreras de más de 24 horas donde el dolor hace que tus fuerzas y tu concentración se dediquen a dar un paso más, no tienes fuerzas para disimular. Es un viaje peligroso, porque es más fácil analizar a otro que mirarse con sinceridad a uno mismo”.

Si abadonas a la mínima, también lo harás en tu vida profesional o personal" Josef Ajram

“Es que abandonar es muy fácil”, continúa Ajram, que une en sus pruebas la natación, la bicicleta y la carrera, especializado en el ironman, donde los hombres y las mujeres de acero recorren 3,86 kilómetros en el agua, 180 sobre ruedas y 42,2 a pie; y en el ultraman, todavía más exigente. “Lo que aprendes en estas cosas lo aplicas en la vida. Si vas a un Maratón de Sables [251 kilómetros por el desierto del Sáhara divididos en seis días] y a la mínima que estás cansado abandonas, lo harás a la mínima en cualquier situación de tu vida profesional o personal”, razona. “Es demasiado fácil”, sigue. “Debe haber una causa de fuerza mayor, una enfermedad, algo máximo. Lo que he descubierto de mí en estas carreras es que lo que no haga de mí en esta vida será porque realmente no me apetece. En 2004, la primera vez que hice un ironman, estuve 12h 30m sufriendo como en mi vida. Ahí me di cuenta de que sería capaz de hacer cualquier cosa que me propusiera. Así ha sido. En esto hay algo que engancha, y vas a la caza constante de esa sensación”.

En la búsqueda de esas emociones, los ultrafondistas se convierten en filósofos. Llegan a meta tras horas de sufrimientos, se sientan a esperar a los rezagados, a veces durante más de un día, y entonces se plantean si no serán esos últimos clasificados los que realmente ganaron la prueba, porque tuvieron más dificultades, derribaron más barreras interiores, se superaron más, tuvieron que pelear con más demonios. Del mismo modo, empiezan a sentir una conexión íntima con el paisaje y la naturaleza, se sienten uno con el mundo, porque los latidos de su corazón y los latigazos que sufren sus piernas dependen de cuánto apriete el sol, de cuánto suba o baje la humedad, y porque se alivian de tanto sufrimiento por los ojos, según desfilan ante su mirada las recónditas montañas y sus cumbres apenas holladas, o las dunas y sus arenas, el mejor espejismo en el que perder la cabeza para que se olvide de los pies. Unos, como Jornet, sueñan con correr desnudos bajo la lluvia, en la montaña, cayéndose y levantándose, volviendo al origen, como un hombre primitivo. Otros, como Ajram, se tatúan como los viejos guerreros: en un brazo, el número pi, de infinitos decimales, el mejor resumen de que la progresión, en teoría, puede ser infinita; sobre el pecho, su vida en 12 palabras: “No sé dónde está el límite, pero sí sé donde no está”.

Kilian Jornet.
Kilian Jornet.tejederas.

“En lo alto de una montaña se encuentra la libertad. Porque para subir has tenido que luchar, has descubierto que somos ínfimos en comparación con lo que nos rodea… y al sentir que no somos nada te das cuenta que puedes hacerlo todo”, razona Jornet, convertido a los 25 años en la gran sensación, en el hombre que rompe todos los récords de carrera y esquí de montaña, en el que intenta las aventuras más esforzadas: desde este año y hasta 2015 intentará correr por las cumbres más legendarias, como el Mont Blanc, el Everest o el Aconcagua, en su proyecto Summits of my life (Cumbres de mi vida). “La naturaleza no habla, se siente, te dice si puedes ir, si es mejor volver. Te dice que escuches, que te pares o que continúes”.

“Correr es meditar”, explica Ajram. “Es una modalidad solitaria. A mí me cuesta entrenarme con gente. Estoy tan acostumbrado a estar solo que quiero estar solo”, prosigue. “Pienso mucho. Mi pareja, cuando vuelvo de entrenarme, me pregunta: ‘¿En qué has pensado hoy?’. Siempre tengo una idea. Tengo mi otra faceta, en la Bolsa [es day trader], y he tomado muchas decisiones haciendo deporte. A veces paro, llamo y hacemos una estrategia [de compraventa]. Ordeno mi vida gracias al deporte”.

En lo alto de una montaña se encuentra la libertad. Porque para subir has tenido que luchar, has descubierto que somos ínfimos en comparación con lo que nos rodea" Kilian Jornet

¿Por qué correr 100 kilómetros? ¿Por qué nadar arriesgándose a recibir una patada del competidor más próximo, o a que el cuerpo sufra el rigor de las bajas temperaturas llegando a la hipotermia? ¿Por qué subirse a una bicicleta, echarse a la carretera, y sentir que los cuádriceps se tensan, que los gemelos piden tregua, que queman los tendones y la espalda protesta? ¿Es esto sadomasoquismo, narcisismo o pura ambición de mejora personal? ¿Qué hay en esas cabezas capaces de devorar kilómetros, condicionando su día a día profesional, personal y emocional a los entrenamientos, que se suelen convertir en el epicentro de la existencia del ultrafondista, por encima de la oficina, la pareja y los hijos? ¿Qué hace que esos corazones se calcen las zapatillas cuando saben que por ello sufren sus padres y sus hermanos, que piensan que quizá de esa locura no vuelvan? ¿Cómo puede estar eso de moda?.

“El deporte es una de las mejores terapias contra las dificultades de la vida, la depresión o el estrés”, explica José Beirán, psicólogo deportivo, exjugador del Real Madrid de baloncesto y plata olímpica con la selección en los Juegos de 1984. “El ultrafondo, los ironman y los ultramaratones no son como el baloncesto o el fútbol, donde hay compañeros de equipo. Aquí compites contra ti mismo: puedes llegar el último, que si has mejorado tu tiempo, has ganado. Cada día compites, no solo contra el cronómetro, sino contra las sensaciones, contra un entrenamiento acabado pese a que te sentías mal. Es la satisfacción de alcanzar retos, de exigirte algo que te cuesta, de cumplir objetivos”, recuerda. “Provoca el bienestar de completar algo duro y difícil: estos deportistas empiezan con la misma capacidad de sufrimiento que cualquier otro y acaban teniéndola mayor, porque se acostumbran a eso, a conocer su cuerpo, sus límites y cuándo sobrepasarlos”.

Quizá, sin que lo sepan, la vida de Jornet y de Asram, y de otros como ellos, está en otro libro, De qué hablo cuando hablo de correr, del escritor japonés Haruki Murakami, capaz de zamparse 100 kilómetros en 11h 42m 16s. “Por supuesto, yo también tengo mi pundonor y no me gusta perder […, pero] me interesa más ver si soy o no capaz de superar los parámetros que doy por buenos […]”, escribe. “Si uno corre un maratón, se da cuenta: a los corredores de fondo no les importa que otro corredor les supere o superar a otro […]. Aun suponiendo que no logren el tiempo que se han fijado, si al acabar sienten la satisfacción de haber hecho todo lo posible, si experimentan una reacción positiva que les vincule con la siguiente carrera, la sensación de haber descubierto algo grande, tal vez ello suponga, en sí mismo, un logro. En otras palabras, el orgullo (o algo parecido) de haber conseguido terminar la carrera es el criterio verdaderamente relevante para los corredores de fondo”.

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Sobre la firma

Juan José Mateo
Es redactor de la sección de Madrid y está especializado en información política. Trabaja en el EL PAÍS desde 2005. Es licenciado en Historia por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Periodismo por la Escuela UAM / EL PAÍS.

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