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“Lázaro corrió hasta la última frontera: la muerte”

El primer abanderado de la historia de Portugal fue también el primer muerto de los Juegos, en el kilómetro 30 de la maratón de 1912

Juan José Mateo
Corredores durante la maratón de los Juegos de 1912.
Corredores durante la maratón de los Juegos de 1912.

La piel está embadurnada en grasa. El cuerpo está como momificado, consumido y deshidratado. Cuando al hospital llega Francisco Lázaro, a los 21 años el primer abanderado de la historia de Portugal, desplomado alrededor del kilómetro 30 del maratón de los Juegos de Estocolmo 1912, ya es casi solo un despojo febril al que el termómetro mide más de 40º de temperatura. Son tiempos amateurs. Cuando el corredor se inclina en medio de la carrera, no tiene entrenador que le ayude. Cuando está en el hospital, no hay quien corra con sus gastos. Cuando ya es un cadáver velado en el estadio por 23.000 personas, no hay quien pague la repatriación de su cuerpo: el rey de Suecia tiene que organizar una colecta. Lázaro (1891-1912), carpintero de un taller de automóviles, es deporte en blanco y negro, trágico, épico y perdido en la noche del tiempo. “Algo muy fuerte de su historia es la lucha consigo mismo, hasta la última frontera, que es la frontera de la muerte”, resume el escritor José Luis Peixoto, que alrededor del corredor construyó su obra Cementerio de Pianos.

Compitió con la piel cubierta por una espesa crema. A mitad de prueba, se desmayó. En el hospital se convirtió en el primer muerto de los Juegos

Aquel día, según recogen los cronistas y los libros de la época, hacía un calor infernal en Estocolmo: 30 grados y subiendo. Lázaro llega a la línea de salida embadurnado con una espesa y grasienta crema. Piensa que eso le ayudará a controlar la temperatura de su cuerpo, que así tendrá pies ligeros. Obstruidos los poros de su piel, cancelado el mecanismo de refrigeración que es el sudor, firma su epitafio antes que su muerte: “Ganar o morir”, dice la leyenda que se despide el primer fallecido de los Juegos.

“Lázaro”, reflexiona Peixoto, que viajó a Estocolmo para seguir los pasos de su personaje, que leyó todo lo que se había escrito sobre él, cazó sus viejas fotografías y comprendió sus mecanismos interiores corriendo medias maratones; “fue uno que siguió corriendo incluso cuando el cuerpo le dio la señal de que estaba llegando a su fin”. “Es muy fuerte”, continúa. “Cuando uno corre distancias largas, maratones, tiene mucho tiempo y descubre voces dentro de sí, no en un sentido esotérico, sino práctico: voces que te dicen para; voces que te dicen, ya está, no puedes más, no sigas, para, para, para… y uno tiene que continuar a pesar de esas voces. Se continúa por fuerza de voluntad”, argumenta. “Lázaro no era muy fuerte, y era bajito, pero ganaba. Sus compañeros tenían hacia él una actitud paternalista y condescendiente, por pobre, por no estar acostumbrado a comer con cubiertos; y, al mismo tiempo, le veían como una figura a la que proteger”, añade.

Sus compañeros tenían hacia él una actitud paternalista y condescendiente, por pobre, por no estar acostumbrado a comer con cubiertos Jose Luis Peixoto

Desde su muerte, nace la leyenda de Lázaro. Toda su biografía queda envuelta en el mito. Sus supuestas carreras diarias entre Benfica y el barrio alto de Lisboa, donde trabajaba. La huelga de tranvías que condena al fracaso la convocatoria sobre las tablas de un teatro de Lisboa, donde se intenta recaudar fondos para enviar a más atletas –los otros portugueses presentes en Estocolmo se pagaron ellos el viaje, y con tantos fondos como para regar sus noches en champán. Que Lázaro, tan fuerte en su diminuto cuerpo, jamás había competido fuera de su país. Que en aquellos tiempos ya corrían los estimulantes, la cocaína y la estricnina, en los vestuarios de los fondistas.

“La prensa local le veía como el ganador anticipado del maratón, como una certeza de victoria, antes del viaje”, recuerda Peixoto. “Aquello no tenía gran fondo empírico, porque Lázaro nunca había participado en carreras con los grandes favoritos y sus tiempos no eran muy oficiales: eran maratones en los que los atletas, muchas veces, engañaban en el recorrido, tenían accidentes con caballos, el público les llevaba en volandas… Cuando ocurrió la tragedia, el discurso de los periódicos fue de extremo desprecio al país y al atleta, al que acusaron de ser demasiado ambicioso”.

En el maratón, el primer fallecido de los Juegos. Lázaro, que sigue andando después de muerto: terminado el cuerpo, vive su historia.

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Sobre la firma

Juan José Mateo
Es redactor de la sección de Madrid y está especializado en información política. Trabaja en el EL PAÍS desde 2005. Es licenciado en Historia por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Periodismo por la Escuela UAM / EL PAÍS.

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