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Reportaje:LA GLORIA

2008, y que nos quiten lo 'bailao'

Hasta los cenizos se quedaron sin trabajo durante el aciago 2008. El oficio de agorero gozaba de larga reputación histórica en este país, pero en ésas va e irrumpe una generación de jóvenes deportistas sin complejos que les arruina el discurso. Y la reputación. Está visto: ya no se puede uno fiar de nada. Ni siquiera de la proverbial mala suerte de los pobres españolitos en las competiciones internacionales.

Los pronósticos, claro, están para no ser cumplidos. El año 2008 iba a ser, no se les olvide, el año que conociera a la primera mujer inquilina en cierto Despacho Oval famoso en Washington. Las autoridades macroeconómicas auguraron un crecimiento sólo modesto del Ibex 35, los politólogos más conspicuos apostaban por un Silvio Berlusconi enfrascado en su nueva carrera como cantante melódico y los gurús de la sociología imaginaron un Vaticano moderno que abrazaba con entusiasmo la despenalización de la homosexualidad. Ninguno de los analistas predijo, en cambio, un disparate tan colosal como que España ganase la Eurocopa. "Ya hay que tener imaginación", les habrían reprendido sus redactores jefe. Y ante el temor de ser confinados a las páginas de fútbol-sala, o de halterofilia, todos ellos se abonaron a la tesis de que nos eliminarían en cuartos de final. Como debe ser.

Pasar de cuartos. La cantilena se convirtió, incluso, en estribillo del grupo Pignoise, liderado por un ex futbolista ?el madridista Álvaro Benito? que debía saber de lo que hablaba. "Pasar de cuartos, ya estamos hartos" no parece un pareado como para rivalizar con Espronceda, pero resultó premonitorio. De pronto, todo un país de escépticos incorregibles se creyó en condiciones de sacar pecho. ¿Algún portero, acaso, más guapo que Casillas? ¿Es que Xavi no caracolea mejor que ese tal Ballack? ¿Cómo negar que el Niño Torres es mucho más majete que el chulito de Cristiano Ronaldo? Así las cosas, ¿por qué no rebelarse contra ese viejo axioma según el cual la Eurocopa es una competición que disputan 16 países y gana siempre Alemania?

Sí, claro que existían antecedentes, pero apenas podían tenerse en cuenta. En 1964, bajo la atenta mirada del general ferrolano en el palco del Santiago Bernabéu, la España de Marcelino ya se había impuesto a los pérfidos bolcheviques, pero aquellos eran otros tiempos. Tan lejanos que, según descubrimos tardíamente, el gol de la victoria que nos legó el No-Do era un corta-y-pega chapucero de dos jugadas distintas. Esta vez había que esmerarse un poquito más. Pero, de pronto, nos lo creímos.

Influyó, sin duda, la ingeniosa metonimia que promovió la muchachada de Cuatro. Toda España (salvo un extraño político que aseguró ir con Rusia) se consideró partícipe de aquella inmensa marea roja. Oiga: si hasta don Mariano Rajoy, para desesperación de los locutores episcopales, abrazó circunstancialmente el rojerío. Sucedió ese milagro futbolero que tan bien testimonia Laurent Cantet en La clase, la última vencedora en el Festival de Cannes. Los chavales de la periferia parisiense se proclaman tunecinos, o marroquíes, o birmanos, como sus señores padres. Pero es enfundarse la zamarra azul de la selección y el gallo de la furia patria les cacarea en el pecho como un descosido. Pues aquí lo mismo. De pronto, hasta el señor de Pontedeume, que jamás reconocerá haber nacido en la planta 14 del madrileño hospital de La Paz, coreaba los goles de David Villa como si el guaje fuera de la familia.

San Paulino de Nola

El devenir de la historia cambió para siempre el 22 de junio, festividad de san Paulino de Nola. El mismo día que, 14 años atrás, Tassotti le había practicado un cariñoso masaje nasal al bueno de Luis Enrique, comenzó a labrarse en 2008 el definitivo descenso a los infiernos de los más cenizos. Sólo un guionista diabólico habría imaginado aquella tanda de penaltis, al guaperas de Cesc Fábregas tragando saliva frente al descomunal Buffon, al abuelo Aragonés convertido en héroe nacional sólo unos pocos meses después de que le hubiéramos ofrecido plaza vitalicia en el asilo.

Envalentonados con nuestra inédita condición de supermachotes continentales, entre los deportistas españoles se contagió el deseo de erigirse en los reyes del mambo. Ya lo había demostrado a principios de junio ese tío tan grande, Pau Gasol, primer compatriota inmerso en una final de la NBA (o sea, la meca mundial de los tíos grandes). Gasol llevaba ya varios años machacando la canasta en las Américas, pero no lucía demasiado porque jugaba en un equipo de nombre raro, los Grizzlies, y con tantas posibilidades de triunfar en el campeonato como, pongamos por caso, el Osasuna de Pamplona en esa Liga española que ahora, ya que hablamos de rarezas, tiene nombre de banco. Y en ésas, al grandullón barcelonés le telefonearon de Los Angeles Lakers para que compartiera la bombilla (vaya jerga extraña) junto a Kobe Bryant. O sea, como si al delantero centro del mismísimo Osasuna le llama Joan Laporta para que se convierta en pareja de baile de Leo Messi. Pau, claro, dijo que sí. La final la terminaron ganando los Celtics de Boston, donde todavía no juega ningún catalán, pero las camisetas amarillo-pollito de los Lakers han proliferado por los parques españoles con la virulencia de una plaga de langostas.

Mientras Gasol se las tenía tiesas con los celtas, Rafa Nadal hacía lo de siempre: ganar Roland Garros con el mismo esfuerzo, en apariencia, que usted invierte en recargar su cafetera italiana por las mañanas. No, por favor, que nadie se ofusque: claro que lo de Rafa tiene mucho mérito, pero era el cuarto año consecutivo que se merendaba a todo hijo de vecino en las pistas centrales parisienses y el chaval nos tiene mal acostumbrados. Lo mejor estaba por llegar. Y llegaría, el 7 de julio de 2008, en ese templo de la burguesía británica que responde al nombre de Wimbledon.

Por un fenómeno difícil de entender entre quienes no dominan la idiosincrasia del tenis ?y mucho menos esa puntuación tan estrafalaria que se gastan?, los jugadores buenísimos sobre la arena no lo suelen ser tanto cuando les llevas al césped (y a la inversa). Por esa razón, Nadal nos tenía ya aburriditos de tanto ganar Roland Garros, que se juega sobre un material llamado "tierra batida" (sic), pero lo de las praderas londinenses parecía un reto inalcanzable. Y más si enfrente tenía a Roger Federer, ese suizo repeinado que llevaba cuatro años y medio en lo más alto de la clasificación mundial.

Federer y Nadal se tratan con diplomacia exquisita porque se necesitan como el Ying al Yang. El uno tiene porte aristocrático, como de yerno modélico que parece siempre a punto de cumplimentar visita al embajador o a la Reina Madre. El otro, en contraposición, aporta un aire más bien barrial, el de un pandillero enrollado al que el sudor y la testosterona le modelan unos bíceps intimidatorios y esas pantorrillas que tanto excitan la imaginación de (entre otros) Eduardo Mendicutti.

A Nadal se le suponía peor en hierba, por lo que estaba abocado a perder ante el elegante e imperturbable suizo. Y más en un año en que el corifeo de cenizos se había empeñado en avisar de que nuestro representante estaba muy malito de las rodillas. Pero no. El hombre que nos enseñó a utilizar el gentilicio "manacorí" no paró hasta hincarle los incisivos al trofeo inglés. A este ritmo de victorias tendrá que ir vigilando su salud dental.

Raquetazos cinematográficos

Algún distinguido cineasta estatal anda dándole vueltas a un documental sobre lo sucedido aquel 7 de julio. Va en serio. La realidad fue, una vez más, mucho más calenturienta de lo que habría sido el guión de cualquier profesional del celuloide. Hubo cinco sets, lluvia a mares, interrupciones varias, intríngulis sin cesar. La gente paseaba frente al televisor, se merendaba las uñas, rendía visita al chiringuito, corría a casa del cuñao, apagaba el plasma para colgarse del transistor... y el partido infinito seguía en juego, toda la santa tarde. Quizás deberían haberlo dejado en tablas, como Kárpov y Kaspárov en sus buenos tiempos, pero por fin el chavalote de la ceñida camiseta sin mangas acabó doblegando a ese yerno circunspecto al que siempre imaginamos vestido de Armani. Y nada más finalizar, el uno y el otro volvieron a repartirse cálidos piropos. En eso, la verdad, no se parecen demasiado a los ajedrecistas.

Rafa acabó el año de número 1, inevitablemente, pero en otro giro argumental muy cinematográfico se lesionó cuando España tenía que disputar la final de la Copa Davis, una competición de gran importancia en la que al equipo ganador se le recompensa con una ensaladera. Jugábamos contra Argentina, en campo contrario, y como era de prever comenzamos perdiendo. Pero en ésas apareció un madrileño al que no conocíamos demasiado, Fernando Verdasco, y nos terminamos zampando la ensalada. Enterita.

El flequillo erguido de Verdasco tal vez reúna méritos como para otro artículo laudatorio de Mendicutti, aunque puede que pierda bastante atractivo cuando se pone a presumir de que pilota un Lamborghini o vota lo mismo que su amantísima familia. A Ana Ivanovic, sin embargo, le sigue cayendo muy bien. Y puede que también a Zapatero, que (aunque no le haya votado) le recibió en Moncloa junto al resto del equipo en calidad de ídolo patrio. Entre el ardor deportivo de la ocasión y la dadivosidad prenavideña, Zetapé aprovechó aquella tarde para prometerles a todos un Ministerio de Deportes. Dicen que a Solbes se le cortó la digestión.

Nadal sí estuvo operativo durante los Juegos Olímpicos de Pekín, y no pudo por menos que ganar la medalla de oro mientras su contrapunto aristocrático había de conformarse con la de bronce. Chincha rabiña. Los Juegos estuvieron bien, pero sin pasarse: en Barcelona nos subimos más veces al cajón (y eso que desde entonces ya han pasado, cuesta creerlo, 16 años). Con todo, contribuyeron a afianzar nuestro fervor deportivo-españolista algunos personajes interesantes: la arrolladora Gemma Mengual, a la que sus ojos de Cleopatra le sientan mucho mejor que a Amy Winehouse (dos platas en natación sincronizada); el gimnasta Gervasio Deferr, que con una plata sumó su tercer metal olímpico (aunque esta vez no hubo tatuaje de celebración); o, nuevamente, Gasol y sus colegas.

Los deportistas españoles más famosos en Internet (lalistaWIP)

Gasol celebra con sus compañeros la victoria española frente a la selección de Lituania.
Gasol celebra con sus compañeros la victoria española frente a la selección de Lituania.AP

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