No sabe usted con quién está hablando
En el Parque Nacional de los Volcanes, en Ruanda, sucedió un hecho insólito: una gorila joven se desprendió de una rama, se acercó a nuestro grupo y al pasar por mi lado me dio con el dorso de su mano un toque muy cariñoso en la entrepierna a modo de saludo
Cuando siento que mi autoestima está por los suelos, algo que a esta edad me sucede muy a menudo, para levantarme el ánimo recuerdo aquella vez en que una gorila me tocó cariñosamente los huevos, algo que no le ha pasado ni al propio Hemingway.
Sucedió en el Parque Nacional de los Volcanes, en Ruanda, en presencia de algunos amigos entre los que había un alto e...
Cuando siento que mi autoestima está por los suelos, algo que a esta edad me sucede muy a menudo, para levantarme el ánimo recuerdo aquella vez en que una gorila me tocó cariñosamente los huevos, algo que no le ha pasado ni al propio Hemingway.
Sucedió en el Parque Nacional de los Volcanes, en Ruanda, en presencia de algunos amigos entre los que había un alto ejecutivo de empresa, un deportista de élite que fue medalla de plata olímpica de baloncesto, un catedrático emérito de Economía de la Universidad Carlos III y algunos más, todos eminentes, que fueron testigos. Después de caminar durante un par de horas por una selva en la que estaba prohibido toser, estornudar y escupir para no contaminarla con alguna bacteria humana, nuestro guía descubrió una familia de gorilas compuesta de 17 ejemplares en la que, además de la pareja estable, había varios hijos e hijas mayores de edad y unos nietos muy pequeños que jugaban a deslizarse por un talud, como los niños en cualquier tobogán de un jardín de infancia. Ignoro si algunos más entre los que se movían por allí serían primos, suegras, nueras y cuñados, todos bajo el dominio y protección de un supermacho, espalda plateada.
Después de observar durante un buen rato su comportamiento, que tampoco era tan distinto al de una familia de clase media en plena merendola en cualquier excursión por la sierra, sucedió un hecho insólito, según el guía: una gorila joven se desprendió de una rama, se acercó a nuestro grupo y al pasar por mi lado me dio con el dorso de su mano un toque muy cariñoso en la entrepierna a modo de saludo. A qué fue debida esta confianza, y por qué fui el único agraciado con semejante caricia, no sabría decir y tampoco encontró una respuesta adecuada mi psicólogo. Tengo por seguro que nunca escribiré una obra maestra que pase a la historia de la literatura, pero no creo que exista escritor o periodista a quien una gorila le haya tocado los huevos.
Por otro lado, cuando estoy bajo de moral recuerdo también a aquel monje ciego sentado a la sombra de un sicomoro en el jardín de un monasterio de Shanghái al que pedí un consejo para ser feliz. Me dijo que la máxima felicidad consistía en no tener envidia. Siempre he creído estar a salvo de este pecado capital. Si alguna vez siento una leve punzada en el estómago por el bien ajeno, pienso en la prueba de afecto que me dio aquella gorila y desaparece cualquier atisbo de resentimiento. El monje alargó una mano insegura en el aire hasta posarla sobre mi frente y la dejó allí murmurando una especie de oración; después me golpeó suavemente con el puño el esternón donde reside el timo, la glándula de la fortaleza, mientras me decía: “Si alguna vez sientes envidia, golpéate el pecho como hacen los gorilas y pregúntate quién eres”. Que un monje budista ciego, enormemente viejo, y una gorila joven hubieran coincidido en poner su mano en mi cuerpo para dar fe de mi existencia, una bajando a la parte primitiva e irracional y otro elevándola a la parte noble de donde derivan los juicios y buenos sentimientos, durante un tiempo me llenó de confusión. ¿Quién era yo, entonces?
Tal vez la respuesta la encontré poco después en uno de mis viajes a Buenos Aires, en el cuarto de baño, situado en un altillo de la librería Clásica y Moderna de la calle Callao, que era a la vez café, salón de jazz, botillería intelectual y refugio de artistas. La posmodernidad consiste en que cada día es más difícil distinguir en las discotecas el lavabo de hombres y de mujeres. Una simple inicial, unos labios rojos o un bigote, una pipa o un tacón de aguja, un sombrero de copa o una pamela, signos cada vez más abstractos y ambiguos sirven para que uno se confunda en la encrucijada del género, sobre todo si vas borracho. En el altillo de la librería Clásica y Moderna me llevé una sorpresa cuando vi mi foto en la puerta del lavabo de caballeros. Se supone que en ese espacio mi rostro era el símbolo del género masculino, el guía que conducía a los hombres fisiológicamente hacia su verdadero destino.
El psicólogo me dijo que las personas, a la hora de optar por la felicidad, unas otorgan el predominio a la mitad superior del cuerpo, donde se generan los pensamientos nobles acompañados por el deseo de belleza; en cambio, otras creen que existe más placer en esa zona turbia inferior del cuerpo donde radican los instintos. El psicólogo añadió: “Que te toque los huevos una gorila, que te bendiga un monje tibetano ciego y que tu imagen presida un retrete de caballeros en Buenos Aires, como si ese punto fuera el Aleph de Borges, es motivo suficiente para no tener que envidiar a nadie. Ese premio debe colmar todas tus exigencias a la hora de pasar por este mundo y poder decir: no sabe usted con quién está hablando”.