El portaviones que capturó un submarino nazi y otras historias de sumergibles
Una figurita de plomo, varios libros y la película ‘Greyhound’ llevan de vuelta al húmedo y constreñido mundo de los lobos grises y los ataúdes de acero
Que mi hermano Carlos me haya regalado por Navidad la figurita de plomo de un capitán de submarino alemán de la Segunda Guerra Mundial (Günther Prien, el que metió el U-47 en Scapa Flow y hundió el acorazado HMS Royal Oak) me ha devuelto al proceloso tiempo de los lobos grises y su constreñido mundo de ataúdes de acero. Se da la curiosa circunstancia de que yo había comprado a mi vez pa...
Que mi hermano Carlos me haya regalado por Navidad la figurita de plomo de un capitán de submarino alemán de la Segunda Guerra Mundial (Günther Prien, el que metió el U-47 en Scapa Flow y hundió el acorazado HMS Royal Oak) me ha devuelto al proceloso tiempo de los lobos grises y su constreñido mundo de ataúdes de acero. Se da la curiosa circunstancia de que yo había comprado a mi vez para regalarle la misma figurita —en la venta final de la añorada librería Stock de la calle Comtal de Barcelona, donde he pillado a lo largo de los años cosas tan buenas como la maqueta del acorazado japonés Yamato que le envié a la escritora Jan Morris—, de forma que ahora tengo dos capitanes de sumergible alemanes iguales (a mi hermano le he regalado al final un abrigo), lo que remite, claro, a otros hermanos, los Ites, un caso singular en la fuerza submarina del III Reich (y en cualquier otra). Los Ites, Otto y Rudolf, eran gemelos idénticos y ambos capitanes de U-Boot (Unterseeboot, submarino), así que cuando el almirante Doenitz los veía juntos debía pensar que se había pasado con el schnaps. Otto (1918-1982) fue un oficial notable que tras curtirse en torpederas mandó dos submarinos, hundió 15 barcos enemigos y logró la Cruz de Caballero. Sobrevivió al hundimiento de su segundo sumergible, el U-94, en 1942, y fue hecho prisionero. Tras la guerra se convirtió en dentista (probablemente acreditado por el miedo que había causado en el mar) antes de unirse a la nueva marina alemana y acabar en ella como Konteradmiral. Menos afamado y afortunado, Rudolf (1918-1944), no hundió nada y se fue a pique con su primer mando, el U-709, en su primera patrulla.
Mis dos figuritas, tan iguales como los gemelos de los U-Boote, me han trasladado, pues, a las profundidades y azares de la guerra submarina, un asunto que me interesa tanto histórica como morbosamente dada mi irreductible claustrofobia y cuya atracción hasta me llevó un día, sorprendiéndome a mí mismo, a embarcarme en un submarino de combate, aventura que me confirmó en mi opinión de que es mejor leer de submarinos que meterte en ellos. La casualidad ha querido que la noche de Reyes cayera además en mis manos un viejo libro de historias de la Segunda Guerra Mundial de 1960 en el que figuraba el relato del contralmirante Daniel V. Gallery de uno de los episodios más espectaculares de la contienda: el apresamiento en 1944 de un submarino alemán por un grupo naval estadounidense liderado por el portaviones USS Guadalcanal y a cuyo mando iba el propio Gallery. El tipo era una especie de cowboy obsesionado con capturar un sumergible nazi en alta mar y ser el primero desde 1815 en lanzar el grito de “¡al abordaje!” desde un buque de la armada de su país.
El caso es que lo consiguió: pilló al U-505 frente a Mauritania y se lo llevó a casa. Cómo lo cuenta no tiene desperdicio y te hace meditar sobre en qué manos ha puesto a menudo su flota EE UU. Tras obligar a salir a la superficie al submarino con cargas de profundidad de su escolta de destructores, relata Gallery, “me dije, ¡ahora es la tuya!, y echando mano del micrófono lancé la antigua voz de mando nunca hasta entonces oída por los altoparlantes de un barco de guerra moderno: “¡Al abordaje!”. Y añade: “Nuestro plan nos salió de maravilla”. Mientras los alemanes abandonaban la nave en un pandemonio de terror, disparos y urgencia, una partida de asalto llegó al U-505 y avanzando en dirección contraria a los tripulantes que huían lanzándose al agua se introdujo en el submarino. Si hay algo peor que meterse en un submarino (hay que haber descendido por la escotilla de la torreta para ver qué estrecha resulta y a qué angosto mundo te conduce) es hacerlo en uno enemigo en medio del océano, en pleno combate, con sus ocupantes tensionados y haciendo todo lo posible por hundirlo para impedir su captura. El puñado de valientes que tomó el U-505 (uno ganó la Medalla de Honor del Congreso) no sabía si el sumergible se mantendría a flote, si estallarían las cargas de demolición que solían activar los tripulantes o si quedaría algún nazi fanático allá abajo esperándolos Luger en mano.
Finalmente lograron asegurar el U-Boot y tender un cable para que lo remolcara el portaviones. Y Gallery logró su submarino. Cuando el “feo hocico” del sumergible quedó con los cuatro tubos lanzatorpedos cargados casi rozando la popa del Guadalcanal, el contralmirante —relata él mismo— rezó para que ninguno de sus muchachos de la dotación de presa curioseando apretara el botón de lanzamiento. Gallery encontró una oportunidad para abordar él mismo el submarino —al que repintaron jocosamente la torreta en la más pura tradición de Operación Pacífico de Blake Edwards— con la excusa de que era un experto en trampas explosivas. Estaba exultante, y en su relato destaca la importancia de la captura al tomar los códigos de señales. En realidad, como explica el estudioso Mark Lardas en el más preciso y sereno The capture of U-505 (Osprey, 2022,) a los mandos Aliados les hacía gracia la obsesión de Gallery, pero nunca pensaron que la fuera a hacer realidad. De hecho, el apresamiento del submarino en vísperas del desembarco de Normandía les puso en un apuro y de los nervios, pues ya hacía tiempo que habían descodificado las claves secretas alemanas y habían conseguido máquinas de cifrar Enigma de otros submarinos. La noticia de la captura de un sumergible alemán, de llegar a oídos del enemigo, hubiera llevado a que los nazis cambiaran de sistema, así que se envió al portaviones y a su presa bien lejos, a las Bermudas, para ocultar allí el U-505 bajo el no muy imaginativo nombre de Nemo.
Me resisto a no añadir que el U-505 (que se exhibe en Chicago) era un submarino desafortunado: su capitán anterior, Peter Zschech, se había suicidado a bordo durante una misión (yo viajo en un submarino y me dicen que se ha suicidado el capitán y me tiro por los tubos lanzatorpedos). Le sustituyó en el viaje final del U-505 Harald Lange, el comandante de U-Bootes más viejo de la guerra y que nunca hundió nada. Lange se salvó aquel día infausto, pero, además de su submarino, perdió una pierna.
Lo más asombroso de la captura del sumergible nazi, visto lo difícil y arriesgado del asunto, es que no fue ni mucho menos la única. Los Aliados —véase Enigma U-Boats, de Jak P. Mallmann Showell (Ian Allan publishing, 2009, edición revisada)— lo intentaron y lograron varias veces. Entre los casos destacables, el U-110 de Lemp (el único que conozco que disparó su cañón de cubierta sin quitarle el tapón), atrapado por destructores británicos a la vista de Groenlandia en 1941 y que proporcionó muchos secretos, incluida su máquina Enigma (la historia inspiró la cuestionada y a veces disparatada pero tan emocionante película U-571, que cambió británicos por estadounidenses); el U-570 del desdichado Rahmlow, tachado de cobarde, que se rindió ¡a un avión! y que presentaba, el sumergible, un aspecto dantesco al haberle reventado el lavabo (uno solo para 50 tripulantes con una alimentación poco saludable y las tripas flojas por las cargas de profundidad); el U-559 de Heidtmann, que se hundió —voilà the courage— con dos de los tres miembros de la partida británica de abordaje dentro (el superviviente murió luego, lo que hay que ver, en tierra en un incendio); el U-852 varado en Somalia y al que capturó una tropa montada en camellos, o el U-175, atrapado en medio de un baño de sangre con su capitán, Bruns, mutilado en la torreta hasta lo irreconocible por el fuego de los destructores que lo rodearon en superficie y rociaron el sumergible con una furiosa granizada de acero. El U-250, cuyo capitán era Werner-Karl Schmidt, que había sido piloto de bombardero en la Batalla de Inglaterra y en el frente ruso (un extraordinario caso de polivalencia), fue el único U-Boot apresado por los soviéticos, tras hundirlo una torpedera y ser reflotado. La escena que se encontraron al abrirlo fue tremenda: 46 tripulantes ahogados flotando todavía en una capa de agua con un montón de anguilas serpenteando entre los cadáveres.
Para ambientarme durante estos días de submarinos he aprovechado para ver en Apple TV + Greyhound, la película de Tom Hanks sobre los convoyes y las manadas de submarinos que tenía pendiente. Me ha gustado mucho, aunque tiene fallos que no hace falta ser un estudioso de la Batalla del Atlántico para percibir. El principal es que ni el más descerebrado capitán nazi de submarinos se dedicaría a lanzar mensajes de radio haciendo bullying a los destructores. La táctica de acoso psicológico del ficticio Grey Wolf —al que pone voz ese especialista en papeles de nazis que es Thomas Kretschmann (Fegelein, Eichmann, el oficial melómano de El pianista, el teniente de Stalingrado, el capitán alemán de U-571)—, y que incluye lanzar un aullido lobuno más propio de un disc-jockey de los sesentas, es simplemente una gilipollez. La película confunde a los lobos grises de Doenitz, que serían nazis pero eran unos profesionales, con la Rosa de Tokio o Lord Haw Haw.
Greyhound se basa en la novela The Good Shepherd (1955) de nuestro admirado C. S. Forester, creador del inolvidable capitán Hornblower. Hanks encarna muy bien al capitán Krause, con su abnegación, sus dudas y su devoción religiosa. Un curioso reverso del expansivo contralmirante Gallery y su empeño por hacerse con un submarino. Probablemente lo pasaríamos mejor de copas con Gallery. A Greyhound, en todo caso, con su absoluta demonización y deshumanización del enemigo, al que no vemos en ningún momento (sólo los sumergibles), le falta ese punto de complejidad moral de Mar cruel (la gran novela de Nicholas Monsarrat y la película subsiguiente), en la que el capitán y los marinos de la corbeta Compass Rose se ven perturbadoramente confrontados a los miembros de la tripulación del odiado submarino que han hundido y a los que han rescatado y hecho prisioneros. Nazis pero gente de mar, gente de mar pero nazis.