La comida, un secundario de lujo en el anime japonés
Los platos que preparan y degustan los personajes sugieren las guerras balcánicas, la apertura de Japón al exterior, la dictadura de Mussolini y otros acontecimientos históricos
—Hay que esperar tres minutos.
Ese el tiempo exacto para que se despliegue la magia que se está cocinando en el interior de dos cuencos tapados de ramen. Así se lo advierte el pequeño Sosuke a Ponyo, una niña-pez que está a punto de hacerse completamente humana cuando levante la tapa y aparezca ante ella un plato que despertará sus cinco sentidos, pero también la necesidad, tan humana, de compartir la experiencia.
Si esta célebre secuencia de ...
—Hay que esperar tres minutos.
Ese el tiempo exacto para que se despliegue la magia que se está cocinando en el interior de dos cuencos tapados de ramen. Así se lo advierte el pequeño Sosuke a Ponyo, una niña-pez que está a punto de hacerse completamente humana cuando levante la tapa y aparezca ante ella un plato que despertará sus cinco sentidos, pero también la necesidad, tan humana, de compartir la experiencia.
Si esta célebre secuencia de Ponyo en el acantilado (2008) ha quedado grabada en la retina de los millones de seguidores de las películas de Ghibli es porque, lejos de ser un juego de niños, condensa a la perfección el papel decisivo que los alimentos tienen en las creaciones del estudio japonés.
Que la comida es un elemento destacado en el audiovisual nipón es sabido por todos. La cuestión ha dado pie a decenas de publicaciones especializadas y libros de recetas, como el de Thibaud Villanova y Bérengère Demoncy La cocina en Ghibli (Hachette, 2023), o el del grupo Minh-Tri Vo Las recetas de las películas del Studio Ghibli (Col&Col Ediciones, 2021), e incluso ha propiciado que muchos de sus seguidores se aventuren a imitar platos sacados de sus películas más conocidas. Fascinan sus formas geométricas, sus colores llamativos y su brillo, lo que ha dado lugar a hablar de un verdadero food porn japonés, que, lejos de ser un concepto abstracto, dispone hasta de un canal específico en la popular plataforma de contenidos para adultos PornHub.
Pero, más allá de sinuosas apariencias y cegadores destellos, descubrimos que, en el caso de las películas realizadas por el Studio Ghibli, las viandas no son solo un reclamo sensorial, sino que tienen un papel clave, tanto para la construcción del relato como, especialmente, para el desarrollo vital de los personajes.
La alimentación, signo de identidad y de apertura
Como recurso narrativo, los alimentos resultan indispensables para situar las aventuras de los protagonistas en el espacio y el tiempo. A menudo ubicados en lugares imaginarios, los platos que preparan o degustan los personajes sugieren territorios concretos, como el mundo nórdico a través del pastel de arenque y calabaza en Nicky, aprendiz de bruja (1989) o el bizcocho de naranja coronado con clotted cream que nos lleva directamente a un distinguido hogar británico en Haru en el reino de los gatos (2002). Mención aparte merece el plato de espaguetis regado con un vaso de vino tinto que comparte el protagonista de Porco Rosso en el taller de Paolo Piccolo y sus trabajadoras, todas mujeres, mientras se repara su hidroavión. Evidentemente, ese almuerzo nos traslada a Italia, pero no a una Italia cualquiera, sino al Estado libre de Fiume, instaurado en 1920 por Gabriele D’Annunzio y anexionado a Italia por Mussolini, y que, tras la Segunda Guerra Mundial, pasó a manos de Yugoslavia, recuperando así su nombre original: Rijeka, en la actual Croacia. El porqué de tan peculiar elección quizás se encuentre en el año de producción del filme, 1992, es decir, en medio de las guerras balcánicas, lo que, sin duda, sirvió para amplificar el mensaje pacifista de la obra de Miyazaki.
En las películas de Ghibli, los alimentos también ayudan a situar la acción en momentos concretos de la historia, con más precisión si cabe en el caso de Japón, haciendo hincapié en el singular proceso de apertura que el país experimentó a lo largo del siglo XX. Resulta así revelador que Jirō Horikoshi, ingeniero que diseñó el avión de combate Zero y protagonista de El viento se levanta (2013), sea alentado por un compañero a abandonar su dieta a base de caballa y a comer carne, infrecuente en la dieta japonesa hasta comienzos del siglo XX.
Ese proceso inexorable de apertura puede apreciarse a través de otros detalles culinarios en las películas del estudio japonés, a menudo con cierto escepticismo e ironía. Así lo muestra, por ejemplo, la divertida secuencia de Los recuerdos del ayer (1991), ubicada en la década de los sesenta, en la que la familia protagonista vive como un acontecimiento la llegada de la piña al hogar. Entusiasmados en torno a la exótica fruta, enseguida surge el desconcierto (“¿Y esto cómo se come?, ¿Y cómo se corta?”) y, finalmente, cierta decepción (“No se parece en nada a la de la lata”; “Los plátanos están mucho más ricos”). Si en los sesenta son las frutas exóticas las que irrumpen en los hogares japoneses, en los setenta entran las hamburguesas de la cadena McDonald’s, que abrió su primer establecimiento en el país en 1971. Su presencia ayuda a situar en el tiempo la acción de Pompoko (1994), protagonizada por unos mapaches que luchan contra la destrucción de su hábitat, amenazado por la construcción de viviendas a las afueras de Tokio. Con un evidente tono irónico, los glotones protagonistas, pese a su carácter reivindicativo, no pueden evitar dar por finalizada una reunión abalanzándose sobre un saco lleno de hamburguesas de la cadena americana.
El gusto por lo occidental alcanza incluso a las generaciones más veteranas que, en los noventa, se dejaron seducir por recetas con nombres impronunciables. Como la abuela de la cómica Mis vecinos los Yamada (1999) que, harta de sushi, se arriesga con una ternera Strogonoff. Ante la atónita mirada de su hija, explica, con falsa seguridad, que “el strofagov se prepara con el strofagov, que es la parte más tierna de la vaca”. Por supuesto, la cosa termina mal. “Mejor pide el sushi”, exclama finalmente abatida la abuela.
Alimento para el cuerpo y para el alma
Junto al uso de la comida como signo distintivo de un lugar o de un tiempo, las películas de Ghibli reflexionan de manera constante sobre la importancia de los alimentos no solo para el bienestar individual, sino también de la comunidad. Las secuencias protagonizadas por el acto de comer son a menudo un canto a la frugalidad y la sencillez, a la comensalía y al vínculo que surge con el simple gesto de compartir un bocado.
Nadie expresa mejor el provecho de la comida sencilla para el cuerpo, pero también para el espíritu, que la anciana vecina de las protagonistas de Mi vecino Totoro (1988) cuando, frente a su humilde cosecha de tomates, mazorcas de maíz y pepinos, exclama: “Han recibido durante mucho tiempo el calor del sol, por eso son tan buenos para el cuerpo y para el alma”, y remata señalando: “El huerto puede hacer que cualquiera se sienta bien enseguida”.
Ese carácter casi mágico que le otorgan estas bellas palabras alcanza un sentido literal en varias historias de Ghibli, donde la ingesta de algunos alimentos supone una transformación física de los personajes. El caso más paradigmático lo constituyen los padres de El viaje de Chihiro (2001), castigados a convertirse en cerdos por engullir con auténtica voracidad las sabrosas viandas destinadas a los dioses.
Frente a los estragos que conlleva la glotonería egoísta, la moderación y la comensalía se convierten casi en un asunto moral. Lo que alimenta correctamente es lo sencillo y, sobre todo, lo que es compartido o es preparado con el objetivo de cuidar al otro. El primoroso bentō que la protagonista de Mi vecino Totoro prepara con tan solo 11 años a su hermana pequeña, el okayu (reparadoras gachas de arroz) que el monje vagabundo Jiko le ofrece al protagonista masculino de La princesa Mononoke (1997) o el onigiri mágico con el que Haku consuela a Chihiro y la salva de transformarse en cerdo como sus padres, son solo algunos ejemplos de la belleza que reside en el sencillo gesto de ofrecer un refrigerio. Con ello, estos platos parecen destapar una verdad universal: cuando se regresa de una batalla o se celebra un nuevo comienzo, nada reconforta más que un plato de comida compartido.