Muere Robert Gottlieb, el editor total

Leyenda de las letras estadounidenses, trabajó junto a Toni Morrison, Robert Caro o John Le Carré y fue director de la revista ‘New Yorker’

Robert Gottlieb, en el dormitorio de su casa de Nueva York, en 2018.PASCAL PERICH
Miami -

Robert Gottlieb, uno de los editores más influyentes del siglo XX, dejó de leer para siempre este martes en un hospital Nueva York. Su muerte la confirmó la actriz Maria Tucci, su esposa desde 1969. Tenía 92 años.

En su extraordinaria trayectoria en la cumbre del mundo neoyorquino de las letras, Gottlieb acompañó la carrera una impresionante nómina de autores que definieron la literatura en inglés de los últimos 70 años. Leyó, corrigió y llevó la contraria a los premios Nobe...

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Robert Gottlieb, uno de los editores más influyentes del siglo XX, dejó de leer para siempre este martes en un hospital Nueva York. Su muerte la confirmó la actriz Maria Tucci, su esposa desde 1969. Tenía 92 años.

En su extraordinaria trayectoria en la cumbre del mundo neoyorquino de las letras, Gottlieb acompañó la carrera una impresionante nómina de autores que definieron la literatura en inglés de los últimos 70 años. Leyó, corrigió y llevó la contraria a los premios Nobel Toni Morrison, Doris Lessing, Bob Dylan o V. S. Naipaul; a novelistas como Joseph Heller, John Le Carré, Salman Rushdie, Charles Portis o Edna O’Brien; a cuentistas como John Cheever; a memorialistas famosos como Bill Clinton, Katherine Hepburn o Lauren Bacall; a ensayistas como Nora Ephron y a periodistas como Robert A. Caro o Alma Guillermoprieto.

Durante sus años al servicio de los sellos Simon & Schuster, donde empezó a trabajar en 1955 tras sus aventuras en la universidad británica de Cambridge, y Alfred Knopf, adonde se mudó en 1968 en un movimiento que provocó un terremoto en el Nueva York culto, desplegó un estilo propio: el de un lector voraz y atento que se desvivía por mejorar tanto los textos de sus autores como por asegurar su tranquilidad de espíritu. Gottlieb se preciaba de no dejar nunca a un escritor esperando más de una noche, un fin de semana a lo sumo, antes de hacerle saber qué opinaba de un manuscrito recién entregado. Esas maneras y su criterio hicieron que siguiera editando a muchos de ellos incluso tras su jubilación o cuando se pasó al otro lado del espejo para convertirse a finales de los ochenta y durante cinco años en el tercer director de la historia de la revista New Yorker.

Su primer éxito, y uno de los grandes logros de su carrera, fue su apuesta por la novela satírica Trampa 22 (1961), de un entonces desconocido Joseph Heller. Gottlieb no solo tuvo el olfato de empujar para que ese clásico de la literatura antibelicista, tótem de la contracultura estadounidense, viera la luz. También contribuyó a que su título se convirtiera en una expresión de uso común en la lengua inglesa: una catch-22 es una trampa colocada por el absurdo (de la guerra, en este caso) en la que un individuo se ve sin escapatoria. No era la idea inicial: Heller había bautizado su criatura como Trampa 18, pero el temor de Gottlieb de que los lectores la confundieran con un reciente éxito de Leon Uris, Mila 18, hizo que cambiaran el número en cuestión.

El editor Robert Gottlieb en Nueva York en 1974.waring abbott (GETTY)

A partir de ahí, se consagró una carrera casi siempre infalible, aunque con algunas excepciones que humanizaron su buen gusto. En mitad de una cascada de grandes éxitos, Gottlieb rechazó publicar al escritor de westerns Larry McMurtry o, sobre todo, La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, a quien pidió numerosas revisiones antes de decidir que no publicaría una novela que, muerto el autor, que se suicidó en 1969, se convirtió a principios de los ochenta en un fenomenal éxito de ventas, además de premio Pulitzer, en manos de la editorial de la Universidad de Luisiana.

“No me arrepiento. Volví a leer el libro y llegué a la misma conclusión”, recordó en 2018 en una entrevista con EL PAÍS en su casa de Manhattan, un elegante brownstowne de cuatro pisos sin ascensor, pero con parque privado. “Reconocí la enorme cantidad de talento y el mismo montón de fallos terribles que la primera vez. Cuando el chico se quitó la vida, la madre me echó la culpa. Supongo que no se lo puedes tener en cuenta, pero la chaladura de ella contribuyó al trágico desenlace”.

Gottlieb se mostró aquel día de otoño como un hombre generoso con sus pasiones. “El trabajo de un editor es, y siempre será, hacer público su entusiasmo”, declaró entonces. “El proceso no cambia: lees algo, ese algo causa una reacción en ti y, si se puede arreglar de algún modo, lo haces. Lo que ha cambiado es la industria. Todo se echó a perder con la llegada de la fotocopiadora. La posibilidad de hacer con facilidad varias copias de un manuscrito hizo posible que circularan entre varios editores. Empezaron las subastas. Y ahí se terminó todo. Por suerte, no tengo nada que ver con eso desde hace décadas”.

La cita en Manhattan era para hablar de la traducción al español de sus memorias, tituladas Lector voraz (Navona), una sobresaliente mezcla de chismes sobre autores ―resulta que Roald Dahl era “soberbio con los débiles y un punto antisemita” y que Michael Crichton “nunca fue un buen escritor”― y defensa del callado oficio del editor, que brilla solo cuando refulge el de otros. El libro se puede leer también como la novela de aprendizaje de un niño del Bronx cuyos padres obligaban a salir a la calle a tomar el aire durante una hora al día y pasaba ese tiempo junto a la puerta de casa, jugando con el yoyó y contando los minutos para volver a su cuarto, a los libros de Henry James y las veladas musicales de la radio.

Una imagen reciente de Robert Gottlieb facilitada por la editorial Knopf.Michael Lionstar (AP)

Por suerte, sus entusiasmos nunca fueron solo literarios, como saben los lectores de sus imprescindibles recopilaciones de artículos ajenos sobre jazz o danza, así como de letras del gran cancionero americano, que tituló Reading Jazz, Reading Dance y Reading Lyrics, respectivamente. Gottlieb, que nunca acabó de creerse su suerte por haber compartido tiempo con George Balanchine, ejerció como crítico coreográfico y asesoró al American Ballet de Miami.

También coleccionaba libros ―que amontonaba sobre las mesas y en las estanterías de sus casas de Nueva York, Miami y París―, discos de jazz, una afición fervorosa aunque tardía, y fotos de perros, así como pruebas de su mayor concesión al fetichismo: más de 400 bolsos de plástico que aguardaban en el dormitorio de arriba y que comenzó a comprar en los setenta. A esos artefactos kitsch dedicó el libro A Certain Style The Art of the Plastic Handbag, 1949-59.

Con Lyndon Johnson

Su muerte también trunca cerca de la línea de meta uno de los proyectos más asombrosos de la no ficción estadounidense: su colaboración con Robert Caro. Gottlieb editó a principios de los setenta su clásico The Power Broker, sobre el planificador urbano de Nueva York Robert Moses, una monumental biografía a la que el editor cortó, para inicial disgusto de su autor, 350.000 palabras (la cosa aún así quedó en más de 1.200 páginas). Después se embarcaron en una empresa aún más grande: contar la vida del presidente Lyndon B. Johnson en un monumental ciclo biográfico que, aún inconcluso, acabó convertido en uno de los grandes tratados literarios sobre el poder, tema central de la obra de Caro.

Juntos escribieron, editaron y publicaron más de tres mil páginas repartidas en cuatro volúmenes sobre el hombre que siempre quiso ser presidente y solo fue tras el asesinato en Dallas de su antecesor, John Fitzgerald Kennedy.

El mundo aún espera la quinta y última entrega de The Years of Lyndon Johnson. No está claro si Caro, de 86 años, llegará a la cumbre de la montaña o quién tomará el relevo de Gottlieb, aunque será difícil que lo haga con el mismo compromiso. Estrenado este invierno, el documental Turn Every Page (”consulta siempre la siguiente página”, fue el consejo que Caro recibió de uno de sus primeros jefes cuando vio que iba a investigar en un archivo) es un canto al meticuloso modo de trabajo de la pareja. La película la dirigió Lizzie Gottlieb, hija del editor, que obtuvo de ambos el permiso para ser filmados, con una sola condición: no la dejaron grabar su legendario proceso de edición, que a menudo implicaba horas, hasta días, de discusión no ya sobre un párrafo, sino sobre la pertinencia de un punto y coma.

Una de las escenas más emotivas del filme muestra a los dos ancianos deambulando por las relucientes oficinas libres de papeles de su editorial en busca de un lapicero con el que tomar notas en un manuscrito. No les vale cualquier lapicero, tampoco un portaminas. Los empleados los miran con una mezcla de regocijo, admiración y extrañeza, como si estuvieran ante dos alienígenas enviados desde un planeta lejano llamado El Pasado.

Caro, que en una entrevista de 2021 con este diario justificó su querencia por trabajar con máquina de escribir porque esta le obligaba a “ir más lento”, difundió este miércoles un comunicado tras conocerse la muerte de Gottlieb. Decía: “Desde el día en que, hace 52 años, miramos juntos mis páginas por primera vez, Bob entendió lo que estaba tratando de conseguir e hizo posible que me tomara el tiempo e hiciera el trabajo que necesitaba. La gente me habla de algunos de los momentos triunfales que Bob y yo compartimos, pero hoy recuerdo otros momentos, los difíciles, y recuerdo cómo Bob siempre, siempre, durante medio siglo, estuvo ahí para mí. Fue un gran amigo, y hoy lloro a mi amigo con todo mi corazón”.

Otro de sus clientes, el expresidente Clinton, lo definió como “un editor fabuloso y un hombre fascinante”. “Me caía bien y lo admiraba mucho, incluso cuando me empujaba y, a veces, me ordenaba que escribiera no solo sobre las personas y el trabajo que dieron forma a mi vida, sino también sobre cómo me sentía al respecto”, añadió.

En los últimos años, Gottlieb había perdido el pudor que habitualmente se impone el editor para abrazar tímidamente el descaro del escritor. Además de sus memorias, publicó libros sobre Sarah Bernhardt o Greta Garbo, así como artículos en publicaciones como New York Review of Books o el suplemento literario de The New York Times sobre las últimas tendencias de la novela romántica o el autor bosnio Ivo Andric, un deslumbramiento, como el del jazz, también tardío.

Aquel día de otoño en su casa de Nueva York, le preguntamos si tenía planes de jubilarse. Respondió: “Tengo 87 años, no creo que me retire, me parece que me va a retirar la vida antes”.

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