Un padre nazi, palizas, represión sexual y un idilio final en Cataluña: así fue la vida de Tom Sharpe
Una biografía recupera la controvertida figura del creador de ‘Wilt’, uno de los más famosos sátiros de la literatura británica, cuando se cumplen 10 años de su muerte en la Costa Brava
En 2008, el año en el que cumplió 80, Tom Sharpe, el creador de Wilt (1976), uno de los más famosos sátiros de la literatura británica, recibió una oferta por su autobiografía que no podía rechazar. “La escribiré”, le dijo entonces a Montserrat Verdaguer, su futura albacea y su compañera sentimental en la localidad gerundense de Llafranc, en la Costa Brava. “Un millón de libras es mucho dinero. ¡Me importa un rábano mi padre! Él era nazi, yo no”, le dijo también. El escritor llevaba año...
En 2008, el año en el que cumplió 80, Tom Sharpe, el creador de Wilt (1976), uno de los más famosos sátiros de la literatura británica, recibió una oferta por su autobiografía que no podía rechazar. “La escribiré”, le dijo entonces a Montserrat Verdaguer, su futura albacea y su compañera sentimental en la localidad gerundense de Llafranc, en la Costa Brava. “Un millón de libras es mucho dinero. ¡Me importa un rábano mi padre! Él era nazi, yo no”, le dijo también. El escritor llevaba años tomando notas y preguntándose si debía dar forma a su vida, pero diciéndose una y otra vez que ni pensarlo. Temía lo que podía pasarle, a su figura y a su obra, cuando lo hiciese. ¿Iba a cambiar aquello un millón de libras? No. Al poco, estaba diciéndole a Verdaguer lo contrario, en una clara muestra de su carácter ardorosamente infantil e impulsivo. “No puedo escribir mi autobiografía, mi vida ha sido horrible. [...] Tú escribirás mi biografía cuando me haya muerto. Tendrás un trabajo enorme, pero ganarás una fortuna”, le soltó.
Hijo no deseado de una extravagante pareja, Sharpe se sintió abandonado desde niño. El padre era un carismático reverendo; la madre, la hija de un acaudalado hombre de negocios sudafricano, y ambos eran, para cuando nació, tan mayores que podrían haber sido sus abuelos. Hasta trataron de deshacerse de él en más de una ocasión: ella saltó a la comba durante el embarazo, él le regaló al menos una pistola defectuosa con la que podría haberse matado. El escritor pasó su infancia en un internado en el que recibía palizas brutales, y en casas de familias que cuidaban de él tratándolo siempre como a un extraño de paso. Y sin embargo, la fascinación por el padre fue tal que lo primero que quiso ser el aspirante a escritor fue general de las SS. “Mi padre era mucho más nazi de lo que nunca he dicho. Era de un nazismo extremo”, le confesó a Verdaguer, cuando empezó a dictarle sus recuerdos. Algo que hizo cotidianamente desde 2001 hasta el día de su muerte, en 2013.
Desorientado y sumido en una paralizante crisis creativa, convencido de que había perdido su punch narrativo para siempre, Sharpe llegó a Llafranc, la pequeña localidad catalana de la que ya no se marcharía, en 1992. Buscaba, por entonces, hoteles en los que hospedarse durante temporadas para tratar de recuperar la inspiración. En Llafranc dio con el modesto Hotel Llevant, un edificio bajo, de pocas habitaciones, frente al mar, y ya no lo abandonó. Primero se hospedó, y cuando tuvo casa en Llafranc, empezó a pasar allí buena parte del día. Lo de Llafranc, recordaba, “fue amor a primera vista”. Es en el Llevant, hoy llamado Isabella’s Llafranc y reconvertido en un lujoso hotel boutique, donde Miquel Martín i Serra (Begur, 54 años), el narrador al que finalmente Verdaguer encargó escribir tan controvertida biografía, asegura que “el patetismo de los personajes que creó adquiere otro sentido después de saber cómo fue su vida, y lo divertido de sus libros también”. Lo rodea la brisa del mar, y conversaciones en inglés.
Para Martín i Serra, autor de Fragmentos de inexistencia (Anagrama en castellano, Navona en catalán), la biografía en cuestión, “hay mucha tristeza” en la obra de Sharpe, oculta a simple vista, gracias a su feroz sátira, a cómo exprime el absurdo y el ridículo de aquello que, por otro lado, resulta terrorífico. Como, recuerda, cuando oyó decir a una vecina en su época en Sudáfrica —donde se instaló tras un fatídico paso por el ejército, y donde empezó a escribir poesía y teatro, y se ganó la vida como fotógrafo y asistente social—, que le molestaba el ruido que hacían los chicos que estaban siendo torturados en el edificio de enfrente durante el apartheid. “No se quejaba por las torturas, sino por el ruido. Sharpe lo encontró terrorífico. Y se dio cuenta de que si quería denunciar aquello de alguna forma, iba a tener que usar el absurdo. Porque no hubiese resultado creíble en una novela seria”, dice el escritor.
Sharpe no acabó de recuperarse jamás, y de ahí su “sadomasoquismo moral”, en palabras de Martín i Serra, de la repugnancia que le supuso descubrir lo que había ocurrido en los campos de concentración. No podía entender a su padre, ni perdonarle. “Él deseaba ser una buena persona por encima de todo”, dice su biógrafo, pero cargaba con un pasado que le disgustaba, y le pesaba en extremo. “Era contradictorio hasta extremos absurdos. Tenía una personalidad explosiva. Era impulsivo e impetuoso. Y no podía evitar ser el centro de atención. Todo debía girar siempre a su alrededor, pero a la vez, como él decía, era arrogantemente humilde”, recuerda el biógrafo, que se sumergió en seis décadas de diarios íntimos, y en su variada y nutrida correspondencia, además de las transcripciones de 12 años de conversaciones con Verdaguer, para traer a Sharpe de vuelta, y con él su hipocondría y su temor al sexo.
La conflictiva relación de Henry Wilt, el protagonista de cinco de sus divertidas novelas, con el sexo y lo profiláctico —la famosa muñeca hinchable— proviene del propio Sharpe. Tuvo él una relación casi infantil, de asco e inevitable deseo, con el acto en cuestión. Del órgano femenino decía que era feo, y también, que acostarse con alguien no era gran cosa. “Eso explica por qué las mujeres, en sus novelas, son devoradoras de hombres”, dice el biógrafo. Las temía. Prefería hacerlo solo. Y tenía algo parecido a una obsesión por la goma, vinculada a un trauma infantil —una operación de amígdalas que implicó el uso de una mascarilla profiláctica—, que aparece, distorsionada, en sus historias. Los preservativos, que su madre consideraba objetos “casi demoniacos”, están por todas partes en su obra, donde “llegan a adquirir poderes casi sobrenaturales”. “Su represión tenía que ver con la culpa, pero también con la animalidad del acto”, dice Martín i Serra.
Solitario, imprevisible y tan profundamente incomprendido como su alter ego —y la mujer de su alter ego: parte del carácter de Eva Wilt es también el suyo, y suya fue también su pasión por la botánica, lo único que podía acercarle a su padre—, Sharpe no publicó su primera novela —Una reunión tumultuosa— hasta los 41 años, pero encontró en su fórmula —tan cercana a la de sus adorados Evelyn Waugh y P. G. Wodehouse— una manera de “gritar contra un padre irascible y fascista, una madre ausente y distante, contra el esnobismo de Cambridge y el clasismo de Inglaterra, contra el apartheid y contra el trabajo como profesor de instituto que, durante tantos años, no le había permitido escribir”, según Martín i Serra. “Su vida fue una constante mezcla de guerra y paz”, añade el escritor, sentado en la terraza del hotel en el que una parte del propio Sharpe permanecerá para siempre.