El embrujo de Japón no para de inspirar a los artistas europeos
Catherine Meurisse se suma desde la historieta a la fascinación que artistas occidentales han manifestado por la creación nipona desde mediados del XIX
Catherine Meurisse (Niort, Francia, 42 años) tiende a escuchar todo tipo de relatos radiofónicos mientras dibuja. Acaba de interrumpir uno de la fotógrafa Françoise Huguier, en el que esta narra su agitada vida en el Vietnam de los años cuarenta, para responder a esta entrevista por videollamada. Está en su taller, en París, ante su mesa de dibujo, en la que hay un poco de todo. Pinceles aún húmedos, cajas de acuarelas, plumas, un bote tinta china, cinta adhesiva, bolígrafos. “Dibujo a la anti...
Catherine Meurisse (Niort, Francia, 42 años) tiende a escuchar todo tipo de relatos radiofónicos mientras dibuja. Acaba de interrumpir uno de la fotógrafa Françoise Huguier, en el que esta narra su agitada vida en el Vietnam de los años cuarenta, para responder a esta entrevista por videollamada. Está en su taller, en París, ante su mesa de dibujo, en la que hay un poco de todo. Pinceles aún húmedos, cajas de acuarelas, plumas, un bote tinta china, cinta adhesiva, bolígrafos. “Dibujo a la antigua, en papel, con carboncillo, bolígrafo y tinta china”, confiesa. También que, desde que ocurrió lo que ocurrió —el atentado islamista en la revista satírica Charlie Hebdo al que sobrevivió de milagro: una ruptura sentimental la mantuvo en vela toda la noche y llegó tarde a la oficina—, sus libros surgen “al caminar sola en la naturaleza”. Y siempre lejos de casa. Cuanto más lejos, mejor.
Fue así como llegó a Japón. Lo único que pretendía era “renovar” su “banco de imágenes interno” pero, una vez allí, tuvo la sensación de encontrarse en casa. Al parecer, es algo que ocurre a menudo. “Lévi-Strauss llamó a ese sentimiento extrañeza familiar”, dice. La dibujante pasó unos meses en la residencia para artistas Villa Kujoyama, en Kioto. Corría el año 2018 y le sirvió, recuerda, para reponerse del atentado. Pero también para ampliar su paleta de colores, en un sentido existencial, y universalizar su obra. Es por eso por lo que puede hablarse de japonismo, e invocarse el espíritu de la inacabable atracción que el arte japonés ha despertado entre los pintores occidentales —desde que se popularizó el comercio de ukiyo-e, xilografías o estampas, a mediados del XIX— cuando se habla de la inmersiva y autorreflexiva La joven y el mar, la nueva obra de Meurisse, publicada en español por Impedimenta y en catalán por Finestres.
Vincent Van Gogh fue uno de esos pintores. De hecho, no solo coleccionaba ukiyo-e, sino que también las vendía. Y estuvo tan obsesionado con ellas que llegó a decirle a su hermano Theo, por carta, que todo su trabajo estaba basado en cierta medida en el arte japonés. Monet, Degas, Renoir, Paul Gauguin, Klimt... la lista de pintores, impresionistas y posimpresionistas, que, como apunta Meurisse, sufrieron, para bien, el “choque artístico” que les planteó Japón —con los dibujos de Hiroshige, Hokusai o Kawase Hasui— es interminable. “Sin embargo, como siempre que se abren las fronteras, surge el mestizaje: los japoneses también se alimentaron de grabados occidentales vendidos en Nagasaki por los holandeses residentes allí. El arte europeo se extendió así por todo el archipiélago y las conexiones entre diseño occidental y oriental nunca dejaron de crecer”, comenta.
En La joven y el mar, la propia Catherine narra a la vez sus impresiones del país y la historia de este en relación con la representación artística, y el resultado tiene tintes de microcrónica de viaje con aspecto de fábula —hay tanukis que hablan, un pintor que nunca ha pintado nada, la musa que sobrevivió a su propia obra de arte, la gran ola de Kanagawa— de final sorprendente y adecuadamente real. En 2019, la artista pasaba otra temporada en Japón, en la isla de Iki, en la región de Nagasaki, cuando el tifón Hagibis asoló parte del archipiélago. Y ese es el tifón que amenaza con destruir el paisaje —”la belleza que está a punto de desaparecer”— en las viñetas. “Si La levedad —su álbum sobre el atentado— contaba lo que pasaba después de una catástrofe, La joven y el mar cuenta lo que pasa antes”, señala Meurisse.
Además de en sus recuerdos del viaje, la dibujante se inspiró libremente en la novela Almohada de hierba, de Natsume Sōseki, para dar forma al cómic. “La actualidad también intervino en el álbum: escribí la historia durante el primer confinamiento de 2020, cuando se difundió la estúpida idea de que la naturaleza se estaba vengando de la humanidad”, recuerda. Meurisse apuesta por lo contrario. Hay visiones sobre lo que ocurre y lo que está por venir, y todas se desprenden de la naturaleza, de aquello incontrolable que nos rodea y nos refleja de alguna forma. Nos observa, como dice uno de los personajes. “La experiencia de lo que podríamos llamar ‘la evanescencia de las cosas’ está presente en La joven y el mar y da lugar a la siguiente observación, que tendemos a olvidar: estamos intrínsecamente ligados a la naturaleza. Separarnos de ella nos hace daño”, dice.
¿Y descubrió ella, como J. M. W. Turner, el célebre pintor inglés, algo tan poderoso como un nuevo color durante su estancia en Japón? Admite que no. “No descubrí colores en Japón, pero estuve atenta a la luz. Pero es cierto que se pueden observar colores nuevos en Japón, aunque más en los grabados que en el paisaje. Los pintores orientales transforman y estilizan el paisaje en sus pinturas. Hiroshige se atreve a poner una banda de rojo en sus cielos azules, Jakuchū satura sus formas de verde, rojo y dorado, Hokusai deja mucho espacio al blanco. Podríamos citar miles de ejemplos de obras niponas que nos enseñan a ver mejor”, responde. Ese es, en definitiva, para Meurisse, que creció admirando a Quentin Blake, Sempé y Tomi Ungerer, el fin de la pintura y el dibujo, y de su propia obra, el de permitir al que observa “aprender a ver mejor el mundo”.
A principios de diciembre, Meurisse, que desde el atentado vive dedicada por completo a la historieta —y no tiene más plan para el próximo año que el de descansar y darse un tiempo para “soñar, sentir y pensar en un nuevo libro”—, se convirtió oficialmente en la primera dibujante miembro de la Academia de Bellas Artes de Francia. Con ella, el cómic entra en tan distinguida institución por fin. Durante la ceremonia, después de un emocionadísimo discurso, en el que recordó a sus compañeros de Charlie Hebdo, publicación, por cierto, en la que fue también pionera —fue la primera mujer contratada por la revista—, recibió de manos de su admirado Blutch una espada cuyo mango luce cuatro plumas de cuatro dibujantes a los que admira: el propio Blutch, Luz, Claire Bretécher y el mencionado Quentin Blake.