Eduardo Casanova: “Estaría muy bien acabar con la humanidad”
El cineasta se abandona al pesimismo en los días previos al estreno de su esperado (y aclamado) segundo largometraje, ‘La piedad’
“Hoy he tenido un sueño súper triste. Ni siquiera era una pesadilla. Solo un sueño muy, muy, muy triste”, suspira Eduardo Casanova (Madrid, 31 años), vestido de negro, en su despacho, totalmente pintado de negro: entre la ropa y la pared, la familiar cara del cineasta y actor es prácticamente un mustio ente flotante, dos ojos azules, enormes y apagados, sumergidos en la nada. “Últimamente tengo miedo”, sigue. “Si te paras a pensarlo fríamente, no pinta muy bien la humanidad. Pensar, o sobrepensar, algo que a mí me sucede a veces, no es demasiado bueno porque lleva a la conclusión real: ...
“Hoy he tenido un sueño súper triste. Ni siquiera era una pesadilla. Solo un sueño muy, muy, muy triste”, suspira Eduardo Casanova (Madrid, 31 años), vestido de negro, en su despacho, totalmente pintado de negro: entre la ropa y la pared, la familiar cara del cineasta y actor es prácticamente un mustio ente flotante, dos ojos azules, enormes y apagados, sumergidos en la nada. “Últimamente tengo miedo”, sigue. “Si te paras a pensarlo fríamente, no pinta muy bien la humanidad. Pensar, o sobrepensar, algo que a mí me sucede a veces, no es demasiado bueno porque lleva a la conclusión real: las cosas van… regular”.
Hay que obviar los aires versallescos que pueda transmitir alguien como Casanova, delgado, anguloso, sumido en la melancolía entre los miles de objetos kitsch y pop que saturan las dos plantas de su casa (docenas de fotos de su madre, un Bambi de imitación junto a un cenicero con forma de dentadura, un jarrón con forma de escroto y unas paredes que son auténticas explosiones warholianas entre pósters de Bollywood, imágenes de Divine y otras drag queens y una colección de platitos decorativos con Chewbacca, Gizmo o las gemelas de El resplandor). Eso es simple superficie y conduce a un tópico ya cansado: el “niño de Aída” (Fidel, a quien Casanova interpretó durante 219 episodios durante su adolescencia, entre 2005 y 2014) en su Nunca Jamás, alguien con demasiados posibles cuando descubrió la broma del feísmo y que hoy ahí sigue, inmaduro y esclavizado por lo retro, Almodóvar, John Waters o Roy Andersson, a espaldas de las idas y venidas de la estética del mundo ahí fuera.
En realidad, en este mundo no todo el kitsch hace el mismo chiste, no todos los rosas tienen el mismo tono, se puede madurar en Nunca Jamás y, sobre todo, esa melancolía no es gratuita. “Esta película me ha llevado la vida por delante”, prosigue y los dos ojos flotantes caen hacia la mesa. “Me da vergüenza decirlo porque soy consciente de mis privilegios y sé que, muchas veces, y sin ánimo de ser populista, lo que lleva la vida por delante es ser minero o minera, ¿sabes? Pero he perdido relaciones y mucha, mucha salud mental. Pensé que me había recuperado, pero, ahora, haciendo la promoción, me vuelvo a sentir triste”.
“Esta película” es La piedad, su segundo largometraje como director, protagonizado por Ángela Molina y Manel Llunell, que se estrena el próximo viernes en España. Y el contexto, en realidad, no podría ser mejor. Ya ha ganado el premio a la mejor película en algunos de los mayores festivales de cine fantástico del mundo (Fantastic Fest, Karlovy Vary y Estrasburgo), a lo que hay que sumar el premio del público en Montreal y tres nominaciones a los Goya. Dice la crítica que es lo mejor que ha hecho este inclasificable autor, que el mundo interior que mostraba en su primer trabajo, Pieles (2017) cobra aquí otra dimensión, la de una visión artística completa, capaz de madurar, afilarse y ofrecer ideas e imágenes inéditas en el cine español reciente. La piedad puede ser la obra que apuntale su madurez y le consagre como visionario.
Pero si lo hace, será a cambio de un peaje caro. “Cuando empecé a hacer Pieles, este despacho era rosa. Y cuando empecé a escribir La piedad, lo pinté todo de negro. Creo que tiene bastante que ver”.
–¿Qué diría que pasó entre medias?
–Pues que, como dice Marisa Paredes en La flor de mi secreto, evoluciono y supongo que evoluciono porque estoy vivo.
La piedad no es, ciertamente, una película alegre. Su trama principal y más luminosa describe la sofocante relación entre una madre (Molina) y su hijo (Llunell), los intentos de este de fugarse de esos brazos y el repentino cáncer que se lo impide. De fondo, el periplo de una familia norcoreana que intenta huir del régimen de Kim Jong-il. Es todo un universo de tiranías, libertades, afecto y veneno que plasma las ideas más íntimas del artista: “Me interesa entender al malo, no te sé decir cuál es el motivo exactamente, lo que no significa que esté de acuerdo con él”, explica. Sobre la trama maternal, dice: “Con Libertad [personaje de Ángela Molina], me daba miedo la idea, que debemos dejar de replicar y venerar, de la mala, la malvada con poder, esas villanas Disney que tanto nos gustan y nos divierten. Mira, la que tengo ahí”. Señala a Maléfica, de La Cenicienta, entre los casi cientos de imágenes que decoran su pared. “Parece que todas las mujeres con poder en el cine son eso, malas. Era muy importante que el personaje de Ángela, que comete actos terroríficos, fuese profundamente humana”.
Con Kim Jong-il la pulsión fue distinta. “Hay una cosa bastante polémica en convertir en pop imágenes de personas que han sido o son terroríficas”, admite. “Pero era un dictador que quería ser director de cine: transformó Pyongyang en un plató y controlaba a su pueblo como un reparto. Me parecía la conexión perfecta”. Al hablar de esto la mirada se le ilumina algo y se le va a los varios libros sobre ese país que tiene en la estantería. Cuenta que, de hecho, empezó a escribir la historia en la frontera con Corea del Norte: “Siempre he estado obsesionado con ese lugar. Se parece mucho a mi trabajo, porque es un sitio muy bonito donde suceden cosas horribles”.
El estreno, confiesa, le aterra (”igual estoy así por soltar la película”, dice). Que a Casanova se le haga bola el volver al ruedo público no es algo descabellado. No siempre ha sido un foro amable con él. En 2020, al pasar por la alfombra roja de los Goya, aprovechó para pedir ante una cámara más inversión pública para “hacer cultura antifascista”. Las críticas de la ultraderecha llovieron durante días. En 2022, acudió a la misma ceremonia con un vestido rosa y negro, con un gran lazo, diseñado por Jaime Álvarez, de la firma Mans Concept. Recibió tantos mensajes homófobos (de “sidoso” para arriba) que presentó una demanda ante la Policía Nacional. No descarta que esta inquina le venga, al menos en parte, por ser un hombre afeminado.
Pero todo esto le parece una nota al pie. No comparte la obsesión generacional por ser percibido como un referente. “No me quiero hacer aquí La Pasionaria o un mártir. Yo soy una persona bastante privilegiada. Si tengo que sufrir un poco y a alguien le ha venido bien, pues muy bien está porque mira, aquí estoy, en mi casa, la calefacción encendida, tengo moqueta. No pasa nada”, explica. “Nunca pensé que se me consideraría alguien polémico. No lo hice por ningún tipo de lucha, sino porque me siento cómodo vistiendo así”. Lo suyo, insiste, es otra cosa: “Mi religión es el arte y la honestidad con mi propio trabajo”, insiste.
Aplíquese esta conclusión también a la militancia queer que haya en su cine. “Lo más homosexual que hay en mis historias soy yo”, zanja. “No todas las personas LGTBI tenemos que ser activistas inteligentes, como tampoco las mujeres que ahora por suerte están dirigiendo tienen que hacer cine explícitamente feminista. Si quieren sí y feminista siempre se ha de ser. Pero una cosa es el compromiso social y otra la personalidad de cada uno. Mi punto de vista es queer, lo que pasa es que lo tengo tan interiorizado que no es el centro de la historia. No puedo sentarme a escribir si va a ofender a alguien, simplemente es una expresión artística”.
Sí se permite un posicionamiento: que la ultraderecha no vea, por favor, La piedad. Lo pide abiertamente. “Esta película es como un hijo: no querría llevar a mi hijo a un colegio del Opus. Pues para proteger la película, no me parece mal desmarcarme de cierto tipo de público”, completa. Será por la película o por lo que sea, pero la maternidad es hoy su metáfora favorita. Y también la forma de que la severidad le vuelva a los ojos y él vuelva a pelearse con el estado del mundo. “La maternidad es un tema complejísimo. Me cuestiono mucho si es razonable traer hoy un hijo al mundo. ¿En qué está pensando esa persona? ¿Traer a alguien a este momento? ¿A este mundo? Entiendo el instinto animal de reproducirse como cualquier especie, como cualquier virus. Pero es un acto completamente egoísta: tu hijo, hije o hija va a vivir un mundo horrible. Y tú lo traes sin preguntarle si quiere venir”.
–¿Esa pérdida de control le parece grave?
–Por eso el suicidio [tema recurrente en Pieles y La piedad] es un problema tan grande en la actualidad. Yo he pensado muchísimas veces en suicidarme. Muchísimas.
–¿Para disgusto de la gente a la que cae bien?
–No caigo tan bien.
–Hay agrupaciones que abogan directamente por dejarnos extinguir, más en masa.
–Estaría muy bien acabar con la humanidad. Pero como somos un puto virus, no va a pasar. Aunque haya una guerra horrible, que ya la hay; aunque nos estemos muriendo, que nos morimos, nos reproduciremos. Es curioso cómo el ser humano va a luchar hasta el fin de sus días por una libertad que no existe. Por una paz que no existe. Todo por amor a sus hijos. Es el horror.
También en La piedad el mundo es un horror, pero un horror personal, hiperestilizado y controlado. Sirve a la vez de desahogo y refugio para quien lo haya creado. Y ahí puede haber una pista del bajón que sufre ahora Casanova. “En la vida real no puedes justificar determinados actos ni entenderlos demasiado. Algunos ni tienen explicación”, dice. “Pero el arte es el lugar donde puedes buscar la respuesta a cosas que no tienen explicación, inventarte la respuesta y crear tu propio mundo casi como escapatoria. Para vivir en un lugar mucho más confortable para lo mismo que la vida real”. Ahora, ese lugar le suelta la mano. Pasa de ser algo que él ha creado a algo que él debe ver marchar. Como cualquier hijo. El sueño “muy, muy, muy triste” de cualquier madre.