España, 1929: cuando los jóvenes eran felices y creían en el futuro (que los arrolló)
El ensayo ‘La generación perdida’ rescata una encuesta a la juventud de hace un siglo y reconstruye cómo la guerra les truncó la vida
En la cafetería, casi a las nueve de la noche de un frío viernes, el trallazo resuena en la mesa de al lado.
—Así ha sido mi puta vida —le dice la camarera joven a una clienta de su edad—: De lunes a domingo, currando; y el día libre, para estudiar. Y cuando me preguntan en las entrevistas por qué quiero trabajar con ellos, les respondería: “Porque la nevera no se paga sola”.
Hace casi un siglo, en 1929, la juventud ...
En la cafetería, casi a las nueve de la noche de un frío viernes, el trallazo resuena en la mesa de al lado.
—Así ha sido mi puta vida —le dice la camarera joven a una clienta de su edad—: De lunes a domingo, currando; y el día libre, para estudiar. Y cuando me preguntan en las entrevistas por qué quiero trabajar con ellos, les respondería: “Porque la nevera no se paga sola”.
Hace casi un siglo, en 1929, la juventud respiraba muy distinto.
Aquel año nacía la Liga de fútbol, el cine vivía un boom, la economía crecía al 4 % y el foxtrot o el jazz entraban en España como herencia del paso de los soldados americanos por la Gran Guerra europea. Lejos quedaba el esencialismo dolorido y azoriniano del 98, aplacado ahora por un hedonismo naciente, la pasión futurista por la velocidad o la irrupción de una mujer nueva. Hasta el simple acto de quitarse el sombrero, que congestionaba y avejentaba las ideas, olía a cambio. Por eso, el periódico El Sol promovió una encuesta a la juventud. Para oír su latido.
Respondieron por carta 1.326 jóvenes (casi todos varones) y las respuestas publicadas despertaron gran interés. Ahora, aquel valioso termómetro social —el retrato de una generación justo antes de iniciarse los convulsos años 30, con una república de esperanza, una guerra civil sanguinaria, una brutal y famélica posguerra y una dictadura que lo cambiaría todo y para siempre en la vida de aquellos jóvenes— emerge en un libro singular: La generación perdida. Una encuesta sobre la juventud de 1929 (Taurus), escrito por Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea. Fuentes ha ejercido de detective para ver qué fue de algunos de aquellos chicos —maestro, aviador, mecánico, agricultor, funcionaria, farmacéutico, estudiante, viajante de comercio…— que soñaron en voz alta. Que vislumbraron el mañana antes de que el futuro les devolviera al pasado. O lo que es peor: a las represalias políticas, el exilio, la prisión o la muerte.
La visión de aquella juventud, casi coincidente en el tiempo con la Generación del 27, la sintetiza el autor: tenían “una fe ciega en el futuro, un desprecio olímpico hacia las generaciones anteriores y una sensación arrebatadora de haber nacido en una época sin parangón en la historia”. Confiaban en el porvenir. Y como resume Juan Francisco Fuentes: “A mayores ilusiones, mayores desencantos”.
Algo así sucedió.
El fervor era enorme. Respondía Ignacio Uría, de 23 años: “Nuestro tiempo es algo formidable en cuanto a posibilidades”. Escribía Nieves B. de Quirós, de 21 años: “No cambio nuestro tiempo por ninguno de los de la Historia; tan bien me encuentro en él”. Principalmente, “por la independencia que hemos logrado las mujeres (…) sin necesidad de acudir al matrimonio como único modus vivendi”. Apuntaba José Capitán: “Nuestro tiempo está henchido de promesas”. Otra estudiante de 20 años (D. J. B. R.) añadía: “Nuestro tiempo es exuberante, lleno de vitalidad, de alegría, de suficiencia”. Y Joaquín Sobrino, de 23, opinaba: “No es la vida la que nos arrastra, sino nosotros los que vamos ante ella; mejor, sobre ella, marcando en sus problemas la impronta de nuestro espíritu”.
Algo así no sucedió.
En la encuesta, Jesús Chasco, de 27 años, maestro de las escuelas del Protectorado en Nador (Marruecos), hacía una arenga política: “La patria es la Humanidad, sin distingos ni pequeñeces, y la mayor labor de nuestra juventud será (lo ha comenzado a ser) demoler esta palabra letra por letra”. Demoler la vieja idea de patria. “¿El presente? No me interesa tanto como el porvenir. Me parecen estos momentos de transición a un régimen más perfecto, que asoma ya por el horizonte y llegará paso a paso”, decía. Llegó en forma de República. Y en junio del 36, Jesús fue elegido presidente de la Federación de Trabajadores de la Enseñanza de Melilla, vinculada a la UGT. Aquel compromiso tuvo un precio fatídico. Al poco de estallar la guerra, el chico murió fusilado en Marruecos.
Para la estudiante Matilde Ucelay Maortua, de 17 años, la vida era bella. Y añadía: “Me agrada de mi época su carácter optimista y renovador (…). Desearía que las ideas que prevaleciesen mañana fuesen de paz ante todo, de armonía entre naciones e individuos”. Una bella quimera. Matilde se convirtió en la primera arquitecta de España en el 36. Admiración general, entrevistas, banquetes en su honor. Pero llegó la guerra. Y su viaje previo a la URSS y un claro apoyo a la República le pasaron factura: multa de 30.000 pesetas, cinco años de inhabilitación y una larga paz con regusto a muerte.
El idealismo rodeaba la respuesta a El Sol de Antonio María Sbert (Palma, 28 años): un hombre laicista, feminista, federalista, socialista, antifascista y reacio al comunismo. “Creemos esencial la independencia económica de la mujer —escribía Antonio— para que viva en igualdad con el hombre; sin que esta independencia sea un hecho anterior al matrimonio, la mujer no tendrá, en general, la igualdad de hecho ni en el matrimonio si no es por consideración ética del marido”. Hace casi cien años de estas palabras. Luego, Sbert fue diputado en Madrid por Esquerra Republicana de Catalunya, más tarde conseller de la Generalitat de Companys y —tras el golpe de Franco— tuvo que exiliarse de por vida hasta su regreso, con Tarradellas, en 1977.
Para el periodista cántabro Maximiano García Venero, de 22 años, la vida era “un arca repleta de cosas inesperadas” donde “la voluntad puede rechazar y poseer, puede moldear”. Después de aquella encuesta, él mismo moldeó sus convicciones. Pasó del anarquismo de la CNT a la Falange, en cuyo seno fue jefe de prensa y acuñador (probablemente) de la expresión “rojo-separatista” para denigrar a la España republicana. Más tarde no cuajó en el sistema franquista: tal vez, por demasiado heterodoxo.
Juan Ramos Esbry, empleado de 31 años, se mostraba partidario de la República. “No debemos pensar en la fatalidad; nuestra vida es como nosotros queramos hacerla”, defendía. Pasados los años, Juan sería procesado por la Comisión Liquidadora de Responsabilidades Políticas del franquismo y sus bienes le serían retenidos.
El autor de este ensayo-investigación en tres tiempos (análisis de la época, exhumación de los testimonios y reconstrucción básica de algunas de sus vidas) refleja cómo el porvenir fue alterado para muchos de sus encuestados por el zeitgeist, ese “espíritu del tiempo” tan implacable en los años 30. Dos últimos ejemplos. Primero, el de Felipe Acedo. Dos años después de la encuesta, participó en el levantamiento del general Sanjurjo en 1932. Por esa razón fue encarcelado y procesado bajo la República. Luego se sumó al bando sublevado en la guerra, comprometido con la represión franquista. Primero, como fiscal contra las fuerzas republicanas. Más tarde, como gobernador civil de Barcelona.
La otra cara de la moneda es la cruz de Ricardo Zabalza Elorga. Activista político, Ricardo llegó a diputado del Frente Popular. Fue uno de los asaltantes del Cuartel de la Montaña del 20 de julio de 1936, primera reacción republicana contra la insurrección militar de Franco. Casi tres años después, al final de la guerra, cuando estaba a punto de embarcar en Alicante rumbo al exilio para salvar la vida, fue detenido, encarcelado y ejecutado. En la nota de despedida que dejó a sus padres, donde les anunciaba su inminente fusilamiento, Ricardo escribió: “Cuando leáis estas líneas ya no seré más que un recuerdo”.
Un recuerdo. Como la ilusión que desprendía su generación en el año 29, cuando se bailaba el charlestón y todo era posible y la joven Corina escribía a El Sol: “No habría deseado nacer en ninguna época anterior”.
En la cafetería dan las nueve. Se acerca el cierre. La camarera, con gesto serio y cansado, recoge la mesa. Quién conoce el mañana.