Pablo, mi Pablo, nuestro Pablo
La casa de Milanés en La Habana siempre estaba llena de amigos y podías encontrarte a cualquier gran figura, a Serrat, a Sabina, a Gabo, a Montalbán, a Gutiérrez Alea o a Gutiérrez Aragón
La Habana, enero de 1998. Visitaba Cuba el papa Juan Pablo II, llegado con la corona y la aureola de haber sido el gran destructor del comunismo en Europa del Este y que, según las malas lenguas, venía a darle un empujoncito final a Fidel Castro. El escritor Manuel Vázquez Montalbán había aterrizado días antes para documentarse y escribir Y Dios entró en La Habana, su versión personal de aquel “choque de trenes”, como lo definió ...
La Habana, enero de 1998. Visitaba Cuba el papa Juan Pablo II, llegado con la corona y la aureola de haber sido el gran destructor del comunismo en Europa del Este y que, según las malas lenguas, venía a darle un empujoncito final a Fidel Castro. El escritor Manuel Vázquez Montalbán había aterrizado días antes para documentarse y escribir Y Dios entró en La Habana, su versión personal de aquel “choque de trenes”, como lo definió Gabriel García Márquez aquellos días. Montalbán y Gabo, y todos los demás, estábamos ya aburridos de tantos sermones y misas, y para romper aquel tedio Pablo Milanés organizó una de las legendarias fiestas en su casa con un grupo de amigos y quiso pasar a recoger al trovador Compay Segundo. Compay, genial y sobrado como siempre, empezó por darle a Vázquez Montalbán su receta del “sopón de carnero”, para “llegar a los noventa años haciendo feliz cada día, incluso a altas horas de la madrugada”, a sus numerosas novias. Y al saber que el escritor había pertenecido al Partido Comunista le contó que él “también” fue comisario político en un viaje a China y le compuso una canción a Mao Tse Tung. Cuando se disponía a tocarla, Pablo le dijo: “Compay, deja eso, canta Chan chan”.
Cada vez que contaba esta disparatada anécdota, Pablo se moría de risa, pues sabía que Compay ―a quien él contribuyó a rescatar del olvido cuando tocaba en un pequeño hotel y lo fue a buscar y se lo llevó a un estudio para grabar el tercer volumen de Años (1990)― podía cantarle a Mao o al Papa, lo mismo le daba (luego el trovador contaría ―absolutamente convencido― que en el Vaticano cada mañana Karol Wojtyla ponía a todo volumen Chan chan, “pues era su canción de cabecera”).
Cinco años antes, en 1993, el autor de Yolanda o Para vivir ya se había enfrentado frontalmente a la burocracia en su país y había cerrado la Fundación Pablo Milanés, denunciando al Ministerio cubano de Cultura por incompetente y “frenar y obstaculizar” su trabajo, en un comunicado escrito justo antes de coger un avión a Madrid y comenzar una larga gira por ciudades españolas con Víctor Manuel, llamada En blanco y negro, que dejó como resultado un precioso disco. Gabo, amigo de Fidel e íntimo de Pablo, trató de mediar por indicaciones del primero para que hubiera reconciliación, pero Milanés nunca quiso saber más del asunto, contaría más tarde el escritor. Algunos pensaron que Pablito no regresaría de la gira. Pero fue todo lo contrario: después de dos meses en España, canceló los últimos conciertos porque, dijo, la nostalgia de Cuba lo mataba, y casi mata a Víctor Manuel de un infarto.
Pese a sus sonadas discrepancias con la Revolución y sus duras denuncias políticas por lo sucedido en la isla, que las autoridades recibían como puñaladas, aunque sin meterse directamente con él pues su altura era demasiada, Pablo nunca quiso irse de Cuba. De hecho, nunca se fue, aunque pasó sus últimos años en España para recibir tratamiento médico debido a su enfermedad.
Ibas a su casa en La Habana y podías encontrarte a cualquier gran figura internacional o nacional, a Serrat, a Sabina, a Gabo, a Montalbán, a cineastas como Tomás Gutiérrez Alea o Manuel Gutiérrez Aragón, a Pancho Céspedes, a Juan Formell, a Fabelo (la lista es infinita), pero siempre estaban allí tomando un trago con él y escuchando su música sus amigos de toda la vida, ya que para él la amistad y cantarle a su gente eran la razón de su vivir, por eso todo el mundo lo quería. El verano pasado, durante su último concierto en La Habana, cuando ya presentía su muerte, lo dijo en voz bien alta: el cubano es el mejor público que he tenido siempre, ustedes se pasaron.
Las partidas de dominó en su casa cada domingo, siempre rodeado de su familia, eran tremebundas y podían durar hasta la madrugada. Allí sólo iban sus verdaderos amigos, y alguna vez que un alto funcionario fue aceptado y trató de repetir, él se negó: “No, no es mi amigo”, dijo. Así era Pablo. Del mismo modo, cuando viajó a Cuba en 1987 el músico argentino Fito Páez y fue criticado en el diario Granma por sus apariencias y actitudes “poco revolucionarias”, Pablo pidió espacio y papel en el diario de los comunistas cubanos y contestó a los que arremetían contra su amigo. Fito viajó a Madrid estos días para estar junto a él, como muchos otros que lo admiraban y lo consideraban su hermano, y no es casualidad.
Pablo era un lector voraz y un intelectual comprometido, te lo encontrabas en cualquier esquina de Cuba y te comentaba las últimas columnas de la prensa española o el libro recién salido que había que leerse. Su sensibilidad extraordinaria, su talento para componer canciones inmortales, que son parte del gran imaginario iberoamericano, y tanto como eso su corazón para interpretar a los más grandes de la música popular cubana independientemente del género o la generación, lo hacen un músico especial que será recordado y querido siempre. En la última gran fiesta que dio en su casa, tras un polémico concierto en la Ciudad Deportiva de La Habana, que fue un gran acto de amor hacia el público que más quería, Pablo quiso cantar a sus amigos. Ya se había tomado un par de whiskys, con hielo y rebajados, y se inspiró en la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba, y también en boleros de toda la vida. Juntos escuchamos después las canciones de su último disco, que aún no ha sido editado, en el que sus letras son llevadas a ritmo de salsa y cantadas en compañía de Alejandro Sanz, la India, Gilberto Santa Rosa, y otros. Pablo estaba emocionado con ese disco. “Hay que seguir en la pelea”, dijo, guiñando el ojo, y se tomó otro trago.
Tras su muerte, que ha causado auténtica conmoción popular en la isla, popular y artística, se han organizado en La Habana varios homenajes, oficiales y no oficiales. De los dos tipos. El Ministerio de Cultura, el presidente del país y los más altos dignatarios, por suerte, han declarado a Pablo figura “insustituible” y gigante de la cultura cubana, además de decir que la nación estaba en deuda con él y de luto, aunque no lo declararon oficialmente. En su estudio, PM Records, en el barrio de El Vedado, donde grabó muchos de sus discos, hay una placa con una frase del Héroe Nacional de Cuba, José Martí, que dice: “Ser culto es el único modo de ser libre. Pero en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno”. Por allí no pasaron el martes políticos ni figuras oficiales, pero sí gente que lo amaba, muy jóvenes y no tan jóvenes, y también compañeros de siempre como la gran cantante Omara Portuondo, que acaba de cumplir 92 años. En la cola para firmar el libro de condolencias muchos lloraban, y en la calle se escuchaban canciones de Pablo como Mis 22 años, escrita en sus inicios y que declara en su final: “Y en cuanto a la muerte amada / le diré, si un día la encuentro / adiós, que de ti no tengo interés / en saber nada”.
Pablo, mi Pablo, nuestro Pablo...