Vox Luminis limpia, fija y da esplendor a ‘King Arthur’ de Purcell
En su presentación en el Teatro Real, el grupo belga vuelve a situar el listón interpretativo muy alto con una versión de concierto dramatizada de la semiópera del compositor inglés
Aun los mejores aficionados, y no pocos expertos, tendrían problemas para citar una sola ópera británica nacida entre, digamos, Dido y Eneas (ca. 1687) de Henry Purcell y Peter Grimes (1945) de Benjamin Britten. La primera, que seguía la estela de Venus y Adonis de John Blow, es más bien una miniópera, que no llega a la hora de la duración y cuenta con un fragilísimo armaz...
Aun los mejores aficionados, y no pocos expertos, tendrían problemas para citar una sola ópera británica nacida entre, digamos, Dido y Eneas (ca. 1687) de Henry Purcell y Peter Grimes (1945) de Benjamin Britten. La primera, que seguía la estela de Venus y Adonis de John Blow, es más bien una miniópera, que no llega a la hora de la duración y cuenta con un fragilísimo armazón dramático, aunque el lamento final de Dido hace olvidar de inmediato cualquier carencia anterior. La segunda, como recordarán bien los asiduos del Teatro Real, donde se representó de la mejor manera imaginable la pasada temporada, se mantiene como uno de los títulos señeros del género en el siglo XX. Es sorprendente que en un país donde cantar reviste una cotidianeidad y, sobre todo, una importancia casi trascendental, la ópera nacional —al contrario que el oratorio, por ejemplo— haya brillado prácticamente por su ausencia durante tantas décadas.
King Arthur
Música de Henry Purcell. Vox Luminis. Dramaturgia: Isaline Claeys. Narrador: José Luis Martínez. Director artístico: Lionel Meunier. Teatro Real, 27 de marzo.
King Arthur, también de Purcell, no es una ópera; es, como mucho, y así suelen clasificarla los expertos, una semiópera, un espectáculo híbrido, a caballo entre el drama hablado y la ópera cantada, integrado por varios episodios en gran medida independientes, que contiene además tanto números de danza como otros puramente instrumentales, además de espectaculares efectos escénicos, y en el que, paradójicamente, los personajes principales no tienen confiada música alguna, aunque sí otros secundarios, como sacerdotes y sacerdotisas, soldados, sirenas, magos, ninfas, nereidas y espíritus, dos de estos últimos con un nombre concreto que los identifica: Philidel y Oswald, que rivaliza con Arturo para conseguir el favor amoroso de Emmeline. También hay cinco dioses (Eolo, Pan, Cupido, Comus y Venus), todos ellos con breves apariciones puntuales. El gran protagonista es, por supuesto, Arturo, el rey que da título al libreto de John Dryden que él mismo adaptó a partir de su propia obra teatral para que sirviera de sustento literario a la música de Purcell. El título completo de su semiópera es King Arthur, or The British Worthy, en alusión al único integrante británico de los entronizados en la Edad Media como los Nueve de la Fama, que es como se conoció en España a The Nine Worthies, los tres héroes clásicos paganos (Héctor, Alejandro Magno y Julio César), otros tantos líderes judíos (Josué, David y Judas Macabeo) y tres reyes o nobles cristianos (Arturo, Carlomagno y Godofredo de Bouillón).
Arturo dio lugar a un sinfín de leyendas literarias medievales, protagonizadas tanto por él como por los caballeros de su corte, que sirvieron a su vez de inspiración a decenas de adaptaciones o parodias, que llegan hasta Los caballeros de la mesa cuadrada, libérrima traducción de Monty Python and the Holy Grail, con un desternillante Graham Chapman encarnando al rey Arturo, un personaje que trascendió las fronteras insulares a partir de la difusión, en el siglo XII, de la Historia de los reyes de Britania, de Geoffrey de Monmouth. En ella aparece retratado como un auténtico héroe capaz de derrotar a las tropas romanas en Francia, aunque más tarde sería abatido en su propio suelo por una rebelión encabezada por su sobrino Mordred. Monmouth, que inventó no poco de su cosecha, nos resume toda su peripecia vital, desde que “Iberna concibió aquella noche al celebérrimo Arturo, que tanta fama adquiriría más tarde por su extraordinario valor”, hasta que “aquel famoso rey fue herido mortalmente y trasladado desde allí [a orillas del río Kamblan, en Cornualles] a la isla de Avalón”, donde se forjó la legendaria Excalibur.
Ha habido intentos, más o menos afortunados, de representar la semiópera de Purcell, como el arcaizante de William Christie y Graham Vick en el Théâtre du Châtelet en París (1995), el moderno de Nikolaus Harnoncourt y Jürgen Flimm en el Festival de Salzburgo (2004) o el muy libre y paródico de Hervé Niquet y Shirley & Dino en la Ópera de Montpellier (2008). No obstante, al igual que sucede, quizás en menor medida, con Dido y Eneas, la mejor manera de disfrutar King Arthur es centrándose primordialmente en su extraordinaria música, con la que es imposible un segundo solo de aburrimiento, y ofreciendo un contexto mínimo de lo que sucede en el insípido texto original de Dryden, que es justamente lo que acaba de hacer Vox Luminis en su debut el Teatro Real de Madrid. El espectáculo tiene así una duración razonable y se evita al público no anglófono la dificultad de desentrañar el inglés de los diálogos originales, sustituidos aquí por una narración de Isaline Claeys que resume lo esencial de la trama en breves pinceladas narrativas, leída con sobriedad por José Luis Martínez desde un lateral del escenario.
Aunque ha actuado en varias ocasiones en Madrid (debutó en 2013 en el extinto Liceo de Cámara de la Fundación Caja Madrid), con veladas difíciles de olvidar en el Auditorio Nacional (como los programas dedicados a Schütz y la familia Bach en 2018 o el monográfico Buxtehude el año pasado), Vox Luminis será un grupo en gran medida desconocido para los asiduos del Teatro Real. Formado en su origen (2004) por estudiantes formados en el Conservatorio de La Haya, posee la rara virtud de instalarse en la excelencia en todos los repertorios que aborda: desde los motetes y las misas de Josquin des Prez hasta una obra a capela tan endiabladamente difícil como Sacred and Profane de Benjamin Britten, pasando por las Vísperas de Monteverdi y muchos otros repertorios. Allí donde va despierta el entusiasmo y cosecha triunfos unánimes. Su relación con King Arthur data de 2015, cuando interpretaron por primera vez la obra, con un éxito arrollador, en el Festival de Música Antigua de Utrecht. Dos años después se repitieron las aclamaciones en el Festival de Aldeburgh, donde algo saben de música inglesa en general y de la de Purcell en particular, porque tuvieron en el propio Britten al mejor de sus valedores. Repasando los programas de mano de ambos festivales, se constata que, mientras que en Utrecht el grupo cantó con el soporte de La Fenice, dirigida por el cornetista Jean Tubéry, dos años después ya contaba en Aldeburgh con su propio conjunto instrumental, liderado por la gran violinista Cecilia Bernardini (en Madrid lo ha hecho Jacek Kurzydło, sustituto in extremis del indispuesto Tuomo Suni, y que tocó entonces la viola).
No depender de otras formaciones para los grandes proyectos mixtos ha hecho ganar a Vox Luminis en independencia, tanto para concebir y abordar nuevos repertorios como para llevarlos a buen puerto. Ello no les impide, sin embargo, seguir colaborando, por ejemplo, con la Orquesta Barroca de Friburgo (la pandemia nos arrebató cruelmente en abril de 2020 una Pasión según San Mateo de Bach) o Café Zimmermann (el próximo 8 de abril interpretarán con ellos la Pasión según San Juan en Bilbao). Aunque nunca ha poseído la extraordinaria calidad y homogeneidad del grupo vocal, no deja de mejorar con los años y la ventaja es que Lionel Meunier, director artístico y mente pensante de Vox Luminis, puede aplicar sus ideas a cantantes e instrumentistas por igual. En la cuerda han tocado en esta ocasión tres españoles: los violinistas Lorea Aranzasti y Guillermo Santonja (este último para cubrir la baja inesperada en la sección de Tuomo Suni) y la violista Leticia Moros.
Pero el pilar de Vox Luminis, su seña de identidad inconfundible, son sus voces, entre las que han convivido en Madrid miembros veteranos (Zsuzsi Tóth, Caroline Weynants, Jan Kullman, Sebastian Myrus, el propio Meunier; aunque figuraba en el programa, Robert Buckland no ha cantado y ha sido sustituido por Florian Sievers) con otros ya muy asentados (Sophie Junker, Viola Blache, Alexander Chance) y adquisiciones más recientes (Hugo Hymas, Lóránt Najbauer, Rory Carver). La columna vertebral se mantiene y Meunier solo incorpora a aquellos nuevos cantantes que encajen con su ideal sonoro, lo cual explica que, año tras año, el grupo belga mantenga incólume no solo su extraordinario nivel de calidad, sino, igual de importante que esto, una personalidad sonora y estilística perfectamente reconocible, en la que conviven la unidad conceptual y estilística con el amplio margen de libertad de que disfruta cada voz individual, y más en una obra de estas características, en la que todos tienen (o a todos se les confía) su momento de exposición en solitario, para expresarse con libertad y sin renunciar a su idiosincrasia personal.
Cambiadas algunas piezas, lo escuchado en Madrid no difiere mucho, por tanto, de lo que pudo oírse en su día en Utrecht y Aldeburgh, o en su propia grabación discográfica realizada en Amberes en 2018 y publicada por el sello Alpha. Es un Purcell directo, franco, sin alambicamientos, que dejan que vaya impregnándose poco a poco en el público. Cualquier posible resistencia previa queda definitivamente aparcada en el quinto acto, que atesora la mayor concentración de gran música de toda la obra. Allí se lució la soprano de referencia del grupo, la húngara Zsuzsi Tóth, con su timbre dulcemente penetrante, en Fairest Isle, una de las melodías más famosas de Purcell. Ornamentar como lo hizo, avanzando sobre la cuerda floja en el registro agudo, requiere técnica y musicalidad a raudales. Antes, la escena cómica de Comus y los tres campesinos, en un inusual compás de 6/4 (utilizado también en Come, follow me, la escena de Philidel del segundo acto), fue interpretada sucesivamente con la comicidad justa en sus cuatro estrofas por Rory Carver, Marcus Farnsworth, David Feldman y Sebastian Myrus. En las festivas y desenfadadas repeticiones del coro acabaron cantando hasta los trompetistas.
Después de Fairest Isle fue también magnífico el dúo de amor entre Viola Blache (Ella) y Marcus Farnsworth (Él), un perfecto anticipo de lo que sería el Handel operístico. La primera es una cantante con enorme personalidad escénica, lo que puede predicarse también de Sophie Junker, admirable, segurísima y desenvuelta como Cupido en la larga escena del Genio del Frío (una especialidad de Sebastian Myrus, que empieza a cantarla tumbado y acurrucado en el suelo) al comienzo del tercer acto, donde Purcell da una elección de cómo componer música descriptiva, de un modo muy similar a como lo haría más de tres décadas después Vivaldi, con esas notas repetidas staccato en la cuerda: fue un gran acierto tocarlas sul ponticello para acentuar su semejanza con los escalofríos, que poco después pasan a ser también vocales. Otros grandes momentos de entre el casi medio centenar de pequeños números que integran la partitura, fueron el dúo de las dos pastoras al final del segundo acto (Zsuzsi Tóth y Caroline Weynants), el de las dos sirenas en el cuarto (Zsuzsi Tóth y Viola Blache), la passacaglia de este mismo acto (Rory Carver), el dúo For love ev’ry creature is form’d (Sebastian Myrus y Zsuzsi Tóth) o el trío de ninfas (Caroline Weynants, Viola Blache y Helene Erben). Lástima que el soberbio contratenor Alexander Chance tuviera una única y muy breve intervención solista como la sacerdotisa en el dúo The white horse neigh’d aloud del primer acto. Donde no cabe establecer gradaciones es en los coros: es al cantar juntos todos los integrantes de Vox Luminis cuando mejor puede apreciarse la grandeza del grupo y cómo, en pocos años, han alcanzado un nivel de perfección en repertorios muy distintos hasta entonces desconocido.
El grupo instrumental brilló en todo momento a gran altura, comandado discreta y eficacísimamente por Anthony Romaniuk, que ejerció de auténtico maestro al cembalo (y all’organo). Sería injusto no citar a las dos trompetas naturales, y muy especialmente al húngaro Rudolf Lörinc, que no solo no marró una sola nota, sino que todas las que tocó —y no fueron pocas— fueron un dechado de musicalidad, agilidad y redondez sonora. Pueden pasar años hasta que volvamos a oír tocar como él lo hizo la Sinfonía del Acto V (el número 36 de la partitura): la perfección absoluta en un instrumento que impone casi la imperfección y tener que caminar constantemente sobre el alambre. Excelentes los dos laúdes y guitarras (Simon Linné, que lleva muchos años en Vox Luminis tocando los instrumentos de cuerda pulsada, y Justin Glaie) y magnífica sección de bajos en la cuerda, con el extraordinario Benoit Vanden Bemden al violone. El propio Lionel Meunier tocó la flauta de pico con la solvencia de un profesional en el preludio instrumental de How blest are shepherds (bellísima la voz y perfecto el estilo de Jacob Lawrence) y en la Hornpipe del tercer acto, y otro tanto puede decirse de la percusión que tocó ocasionalmente la mezzosoprano Helene Erben. Sorprendió la presencia de un oboe d’amore junto a la pareja convencional de oboes, que sirvió para aportar un color diferente y enriquecer sus unísonos con la cuerda.
Acostumbrados a versiones de concierto apenas ensayadas y con ninguno o solo algunos torpes movimientos escénicos, Vox Luminis nos ha regalado justo lo contrario: todos los cantantes interpretaron de memoria, de principio a fin, solos y coros con una conjunción perfecta de movimientos, lo que incluyó no solo entradas y salidas del escenario, sino también la introducción de sencillos —casi ingenuos— elementos o apuntes dramatúrgicos, a menudo cómicos, que ayudaban a no olvidar cuáles son el verdadero origen y el contexto en que vio originalmente la luz esta música. Tras los dos últimos y patrióticos coros (de nuevo la sombra de la Inglaterra de la Restauración), hasta la progresiva salida de los cantantes del escenario a lo largo de la chacona instrumental final, formando ocho parejas que habían tenido algún tipo de conexión argumental a lo largo de la obra, corroboró que todo estaba pensado para hacer de este King Arthur, despojado de todo lo accesorio, no una experiencia teatral fatigosa, sino un encomio entusiasta y sin trabas de la grandeza musical de Purcell inteligentemente aderezado con un leve contexto dramatúrgico. El compositor que sus contemporáneos bautizaron como el Orpheus Britannicus no merece menos.