Los nómadas Patricia Almarcegui y Jordi Esteva despliegan el emocionante mapa del viaje
Los dos escritores, representantes de la mejor literatura viajera, conversan con EL PAÍS acerca de sus inicios, sus influencias y sus recorridos y reflexionan sobre la manera de moverse hoy en el mundo
Los dos grandes viajeros están esperando sentados alrededor de la amplia mesa que domina el comedor-living del coqueto apartamento en el corazón del barrio del Born barcelonés, este atardecer. Suspendidos así en el tiempo y en el espacio, detenidos en su natural impulso de moverse, parecen dos personajes de Beckett o de un cuadro de habitación de hotel de Hopper. Juntos, Patricia Almarcegui y Jordi Esteva (al que pertenece el piso), dos de nuestros mejores escritores de literatura de vi...
Los dos grandes viajeros están esperando sentados alrededor de la amplia mesa que domina el comedor-living del coqueto apartamento en el corazón del barrio del Born barcelonés, este atardecer. Suspendidos así en el tiempo y en el espacio, detenidos en su natural impulso de moverse, parecen dos personajes de Beckett o de un cuadro de habitación de hotel de Hopper. Juntos, Patricia Almarcegui y Jordi Esteva (al que pertenece el piso), dos de nuestros mejores escritores de literatura de viajes, ambos con libros recientes —Almarcegui su Cuadernos perdidos del Japón (Candaya), Esteva sus memorias, El impulso nómada (Galaxia Gutenberg)—, evocan más millas recorridas que Marco Polo, amén de una calidad literaria y un bagaje de experiencias y sensibilidad que no cabrían en una completa caravana de camellos. Sorprende verlos tan quietos, como si fueran, recortados por la luz delicuescente que los orla desde la ventana, una vieja foto o un daguerrotipo de esos viajeros clásicos que tanto admiran: ella, Lady Montagu; él, Burckhardt o Doughty. La magia del instante se rompe, y empieza otra, cuando se trasladan a un sillón y comienzan a conversar. EL PAÍS los ha reunido para hablar de viajes, y del sueño de los viajes. De la decoración del apartamento destaca una gran bandeja antigua de plata que parece un gong exótico de tierras lejanas y pone un eco de Shangri-La o Xanadú.
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¿Cómo nacen sus respectivas vocaciones de viajeros? Almarcegui (Zaragoza, 52 años), delgada, casi etérea pero fibrosa, perfil de bailarina, jersey rojo bajo una prenda tipo túnica, y Esteva (Barcelona, 70 años), grande y sólido, pullover azul con pañuelo étnico al cuello, indispensable sombrero, entrecruzan una mirada, y la primera arranca. “En mi caso de la curiosidad, una enorme curiosidad, y también de los viajes de niña, cuando miraba por la ventanilla del coche de mi madre, todos los días al ir a clase de ballet; cerraba los ojos y los abría de golpe para sorprenderme en el camino, era un juego para distraerme”. La alfombra mágica de esos viajes iniciáticos era un Seat 133. Había otro viaje de más empaque que era el de irse de veraneo, a la playa, a la Almadrava, en la Costa Dorada. “Además, mi padre era viajante, que también marca, representante de papel; y había una buena biblioteca en casa, y me compraban muchos tebeos y los libros de la colección Moby Dick, uno a la semana. Así me fui haciendo”. Viajar con la imaginación, reflexiona, era “una manera de soñar otro mundo posible, de escapar a otro lugar, de huir del colegio”. Aunque no era un colegio de monjas sino el bastante moderno colegio alemán de Zaragoza, el único laico entonces, dice, y mixto. “Los chicos me han interesado siempre”, añade con una sonrisa.
Las Montañas de la Luna
A Jordi Esteva también: lo cuenta en sus interesantísimas memorias en las que hay mucho encuentro homosexual, por tierras lejanas y cercanas. El escritor ríe. “No creas, fue un descubrimiento bastante tardío; de hecho, uno de mis fetiches, y que me erotizaba, era Melina Mercouri, con aquellos ojos y aquella profesión de identidad helena que era su libro Nací griega, un morbo. De todas las grandes figuras de mujeres griegas, Medea, Ifigenia, me hace gracia Casandra, condenada a profetizar y que nadie la crea, tengo muchos amigos casandros. Yo soy mayor que Patricia, viví el franquismo, no la represión directa en mis carnes, porque era de familia burguesa, pero sí aquella atmósfera pacata y gris, y los curas horrendos. Mi padre era anticlerical, pero me metió en un colegio religioso porque era lo que tocaba entonces. Yo me escapaba con la lectura, quería viajar para ver personalmente esos mundos vislumbrados en los libros. Recuerdo aquellos libros de razas; esquimales, pueblos de Samoa, los veía y pensaba: ‘Hay gente que vive de otras maneras y hay lugares en los que ocurren cosas maravillosas’. Me marcó especialmente un libro juvenil de cuentos indios y persas. Había un relato de un pescador al que una tormenta obligaba a pasar la noche en un islote y cuando volvía a su casa todo había cambiado, habían transcurrido años. Y estaba también la historia de las Montañas de la Luna. Siempre quise ver qué había tras las Montañas de la Luna. Y lo encontré en Siwa”.
La infancia, los sueños de la infancia y los libros en el origen del viaje. ¿Recuerdan algún libro especial? “Más tarde, pero sin duda fue definitivo Orientalismo, de Edward Said”, responde Almarcegui, “me dio una mirada más ética, y política”. “Yo siempre fui de Guillermo Brown”, ríe Esteva. “Me impresionó muchísimo la crónica de Flaubert en Egipto, también la lectura de Gide, aunque su viaje al Congo puede resultar chocante ahora en algunos aspectos. Y fue trascendental El Nilo azul, de Alan Moorehead, ¿o era el Nilo blanco?, bueno los dos, siempre los confundo, ¿verdad que nos pasa a todos? Con sus sultanatos olvidados de Sudán, sus prácticas esotéricas en Harare, me hacía soñar”. Almarcegui se dirige a Esteva: “Nos interesa mucho tu evolución Jordi, tu forma de discurrir”. Contesta él: “He querido en mis viajes no constreñirme a lo sabido, a las ideas preconcebidas sobre los lugares, he preferido que la información me la dieran in situ los habitantes, sobre todo los viejos, los ancianos que atesoran las tradiciones y la memoria, para salir de los estereotipos”. Almarcegui junta las manos sobre la mesa y añade: “Cuando escribes hay que pensar mucho en cómo vas a hablar de lo manido, de lo que siempre se ha escrito, hay muchos clichés en el género; has de encontrar una voz personal que hay que trabajarse mucho. Una voz que no esté valorando nada, que no juzgue. La literatura de viajes está llena de opiniones, igual que de una mirada de superioridad, colonialista”. Esteva: “Has de procurar no hacer un refrito, huir de la redacción, que te entre el lugar por los poros; lo que has vivido es la arcilla que luego hay que moldear”. Ella: “No se trata de contar sino de escribir y de vivir; ha cambiado mucho la mirada del viaje, la aproximación, cada vez vemos más en los textos el yo, la personalidad del que escribe”.
Esteva apunta que le gustan Sérguei Doblátov y Olga Tokarczuk, de la que Almarcegui destaca Los errantes, “una maravilla, un ejemplo de lo que aporta el viaje a la literatura y la literatura al viaje; es de lo que hay que hablar: de lo que organiza el viaje, el movimiento, por ejemplo”. Esteva cree que “no habría literatura sin el viaje, está ahí desde el principio, la Odisea, La epopeya de Gilgamesh, o el Quijote”. “Exacto”, considera su colega viajera. “¿Cómo te enfrentas a escribir de un destino?, ¿qué formato eliges? Esas son decisiones literarias. Para mí, el escritor contemporáneo tiene que ser político, no puede ser inocente, debe haber una ética en su mirada y una politización de los sentidos”. Jordi Esteva: “La mirada ha de ser fresca, nueva, coherente con las sensibilidades actuales, no machista ni homófoba. Para leer otra vez lo mismo no tiene sentido escribir”.
Sus favoritos
En la conversación van recibiendo algunos escritores. Esteva critica a James Salter, en passant (“buenísimo, pero nada más”), y luego le toca a una gran viajera clásica, Ella Maillart. “Si quieres, Patricia, nos metemos con ella, que reprobó a Annemarie Schwarzenbach en El camino cruel, dedicándose a sacarle los trapitos sucios, la morfina, etcétera. Con lo que nos gusta a ti y a mí la Schwarzenbach…”. “Hay muchos estereotipos en Maillart, y Annemarie escribía mucho mejor”. “Un ángel caído”. “Devastado, decía Thomas Mann”, recuerda Almarcegui. “Lo que ella escribía es lo que le pedimos a la literatura, una escritura absolutamente mágica, sus metáforas son algo increíble”. Coinciden ambos viajeros en destacar Muerte en Persia. “El paisaje tiene a veces una intensidad, un fatum…”, señala Esteva. “Amamos la literatura, Jordi”. “Y la poesía”.
Es el momento de dejar caer nombres favoritos del género. Esteva pone los de Patrick Leigh Fermor, Norman Lewis y Bruce Chatwin, “aunque le tengo algo de manía, le veo tan british highclass, me recuerda a un tipo que conocí aprendiendo a bucear en el Mar Rojo y me dijo ‘no vayas a Hurghada que es para low class’”. Almarcegui dice que está recuperando a Jan Morris y disfrutándola mucho, y añade a Nicolas Bouvier. “El pez escorpión es un ejemplo de gran literatura y viaje; tiene que haber un trabajo, no es sólo contar un trayecto”. “Y memoria”, puntualiza Jordi Esteva, “dejarlo reposar, ¿no?, la deformación del paso de la memoria, cosas que recreas, cabos sueltos que tú unes”. La escritora apunta que su Cuadernos perdidos del Japón está lleno de silencios, de olvidos, de pérdidas, en un tiempo no lineal. “Hay que hacer caso de la sinrazón, como Michel Leiris en El África fantasmal”. Esteva: “Ah, aquellos viajeros sabios, hay que estar vigilante para que entre el azar, no lleves prisa que algo acabará pasándote”. “Es verdad, lo dice Claude Levi-Strauss en Tristes trópicos, un libro para el que tardó años en encontrar la forma”. Esto lleva a otra cuestión que afecta tanto a etnógrafos y antropólogos como a viajeros. ¿Cómo no destruir lo que observas? “Cuando te inmiscuyes como he hecho yo en Siwa o Socotra puedes ser un cáncer”, reflexiona Esteva, “quiero creer que yo no he contribuido a la destrucción de esos lugares que amo y que, al contrario, con mis libros o documentales he contribuido a preservar”.
Cómo viajar
¿Cómo hay que viajar? Responde Esteva: “Con humildad, haciéndote amigo de la gente, yendo una y otra vez, al final dejas de molestar. Hace falta mucha paciencia para ganar la confianza. Y no has de ir nunca con segundas intenciones: la gente lo ve”. Almarcegui: “Absolutamente de acuerdo. Muchas veces tienes que aproximarte a través de tu cultura, tu educación; me ha pasado: hablando de san Juan de la Cruz y el concepto de amor pude entrar en Schiraz en el círculo de los fans del poeta Hafez”. Esteva se exalta al oír el nombre del místico sufí: “¡Me marcó mucho!, y Omar Jayam y Rumi. La India me es más difícil. Pero Persia, me encanta pisar el barro de sus ciudades antiguas, ese fatalismo”. Almarcegui prosigue con su reflexión: “Entrar plenamente en otra cultura es casi una utopía, yo reivindico a una persona que lo intenta pero que sabe que nunca llegará a conseguirlo del todo”. Esteva acota: “Si ni siquiera entendemos el lugar del que venimos”. Almarcegui: “Efectivamente”. Esteva recuerda que “hace unos días estaba en la Acrópolis, y unos influencers se retrataban haciendo ver que derribaban las columnas con las manos. Una vigilante les afeó la conducta, por irrespetuosa. Puede parecer drástico, pero la entiendo, basta ya de tonterías en estos lugares mágicos”.
Almarcegui sopesa: “Ir al lugar, interactuar, en tiempos de Wiki, GoogleEarth, WhatsApp, Instagram, Facebook. Quiero creer que todo eso se nivelará de alguna manera. Tener un blog de viajes es un objetivo comercial muchas veces. Instagram tiene esa faceta interesante que es la creación de un personaje. Por supuesto, hay que respetar todas las opciones, hablamos de democracia, pero es cierto que a veces quisieras que en algunos lugares conmovedores hubiera derecho de admisión”.
El viaje en la post pandemia (si es que llega la post pandemia). “Vamos a encontrar lugares cambiados, en los que no habrá lo que había”, dice Esteva. “Pero el viaje en sí no va a cambiar mucho”, considera Almarcegui. “He venido de Menorca y hay que ver cómo estaba el aeropuerto hoy. Todos somos viajeros y turistas. Se puede crear un turismo responsable, habría que aprovechar para hacer una reflexión antropológica seria”. Esteva: “Ya hay un cierto numerus clausus: en la tumba de Nefertari en Lúxor hay que pagar cien dólares para entrar. O el programa breakfast en la Capilla Sixtina, con ventaja de una hora sobre el resto del público. ¿Cómo evitar el elitismo de los precios? Quizá instituyendo unos comités en los que des tus razones para querer visitar un sitio. Es difícil, desde luego”. Almarcegui opina que cada vez va a haber más viajes selectivos: ecológicos, sostenibles..., “lo que comportará una mayor segregación económica”.
¿Tienen vuelta atrás la masificación y la trivialización? “Bali es ahora el Mikonos de Australia”, deplora Esteva. “Y, por cierto, acabo de estar de paso en Mikonos y por todas partes sonaba reguetón. La industria turística es voraz y cada vez ocupa más espacio. Pero hay que ser comprensivos, ¿qué serían Túnez o Grecia sin turismo?”. Almarcegui añade: “Hay que prever, reflexionar a medio y largo plazo, no ir poniendo parches. Ver, por ejemplo, la insalubridad que conlleva cierto turismo en Barcelona o la contradicción entre la búsqueda de la reducción de emisiones y el desarrollismo exacerbado de algunos aeropuertos. Habrá quien quiera saber cuánto dióxido de carbono emite su avión y quien no, o adónde va el dinero que pagas en determinado sitio”.
¿Nos deja la pandemia un viaje de kilómetro cero? Los dos viajeros ríen. “Parece una paradoja, pero puede haber pinturas muy interesantes en la iglesia del pueblo de al lado, la covid nos ha llevado a lo cercano, tenemos ahora ojos viajeros, de asombro, de curiosidad con lo próximo”, señala Esteva. “En Francia actualmente ya no vuelas a destinos de menos de dos horas, hay algunas ideas buenas”, destaca Almarcegui. ¿Fue un espejismo la popularización del viaje? “Sigue siendo barato viajar según a dónde”, reflexiona el viajero, “incluso a veces más que quedarte en casa”. “Lo que importa es contarlo”, deja caer la viajera, y nos quedamos en silencio como si pasara Annemarie Schwarzenbach.
“He encontrado viajeros jóvenes que viajan como antes”, retoma Esteva, “como lo hacíamos nosotros a Afganistán, aunque incorporando novedades interesantes como el uso de redes sociales, no para pavonearse sino buscando acogida local o contactos con gente. Es una buena forma de usar las nuevas tecnologías y otra manera de conocer el mundo “. “Es la misma idea de viaje como conocimiento”, apunta Almarcegui. “Un viaje es una iniciación, has de volver distinto de cómo te fuiste”, establece Jordi Esteva.
Sudán, Irán y la poesía
¿Qué viaje les marcó a ellos? “El Sudán. Vi un país enorme, con muy malas comunicaciones. Lo recorrí en camiones, hoy moriría de lumbalgia. Tenía 21 años. Me pareció un lugar tan seguro, hospitalario, la gente tan acogedora. Se me abrió el mundo. Luego eso lo reencontré en Egipto. También fue importante el viaje a Tánger, con 17 años, en el 68, iba cargado de prejuicios con el mundo árabe. Entré en un cine y vi una película sobre las cruzadas con todos los estereotipos al revés. Fue revelador. Salí a la calle distinto. Me dije que a partir de entonces solo creería lo que viera”. “Mi viaje fue a Irán”, recuerda Patricia Almarcegui. “La alta cultura está allí a nivel de calle. Hablas con gente corriente y saben quienes son Buñuel, Almodóvar, Amenábar”. “Tienen gran devoción por los poetas”, añade Esteva. “La sofisticación y refinamiento de los iraníes son extraordinarios. Irán es el país que más ama la poesía”.
¿Y el miedo? “Es un obstáculo y una ventaja”, responde Almarcegui. “El viajero, y la viajera ni te digo, sienten miedo. De Damasco a Alepo en autobús descubrí lo que era el miedo. El viaje sin embargo te hace superarlo. El viaje te pone en situaciones extrañas y en contacto con tu miedo. Tú has debido pasar mucho miedo, Jordi”. “Sí, he vivido algunas situaciones extremas. En Egipto, cuando me detuvo la policía a punta de pistola, pensé que acabaría en el fondo del Nilo. Es importante saber si la gente es de fiar o no”. Almarcegui reflexiona que el viaje te enseña a confiar, porque los occidentales somos por naturaleza desconfiados. “Se recibe lo que se da”, añade Esteva.
Un episodio insoslayable de la literatura de viajes clásica era el encuentro con animales. “Yo me he enamorado de todos los gatos de Irán y de Grecia”, explica Esteva. La gente que cuida a los gatos es civilizada. En Irán les disponen unas cajas con mantas en la calle para que no pasen frío. En Sudán he visto alguna serpiente peligrosa. Y en la India, un caracal, en un puente, paralizado por las luces del coche. Una vez se nos metió un hipopótamo bajo la barca en Sudán”. Almarcegui se fija en los pájaros y le fascina la llamada a la tortuga dando palmas que le enseñaron en un templo en Nagano y que ha practicado en Central Park. “Ese es mi encanto más impresionante, saber llamar a las tortugas”, bromea.
¿El viaje y la edad? “No hay edad para viajar”, señala Esteva. “Una vez encontré viajando una pareja de ancianos que él era ciego y ella le describía lo que veía; ‘beautiful!’, exclamaba él”. “Yo me veo viajando siempre”, apunta Patricia Almarcegui, “sería una buena manera de desaparecer, no habría que volver”. “Prefiero resbalar en unas escaleras griegas y acabar así que finalizar en una residencia viendo Sálvame”, zanja Esteva.
¿Lugares o personas? Contesta Almarcegui: “Lo que humaniza son las personas. Bendito sea si puedes entrar en conversación con gente en viajes a lugares difíciles como Japón”. “La gente agradece que hayas aprendido algunas palabras en su idioma”, apunta Esteva. “Para mí las personas son el desencadenante, lo que voy a buscar es la memoria de la gente, aunque me gustan mucho los paisajes, claro”. ¿Fetichistas de los objetos? “Recojo semillas y algunas cosas arrojadas por el mar a la playa; antes iba a los estudios fotográficos tradicionales y me hacía una foto con esos fondos imposibles”, dice Jordi Esteva. “Yo soy poco fetichista”, reconoce Almarcegui. “Excepto por los cuadernos, donde quiera que voy compro uno”.
¿Una recomendación? La de Patricia Almarcegui: “Llevar un dispositivo para escribir, un cuaderno o lo que sea, y pensar que allí adonde vas te podrías quedar a vivir. Y un pareo también me ha ayudado mucho: te seca, te tapa, te cubre y según dónde vas a dormir te sirve de barrera sobre el colchón o la sábana”. La de Jordi Esteva: “Dejarte llevar por la emoción y la intuición, y un saco de dormir ligero”.
Los viajeros se ponen en movimiento. Esteva recoge los vasos y se recoloca el sombrero. Almarcegui, que ha de tomar un tren, está de repente ya con una maleta en la mano. Allá van, de nuevo. Y qué ganas de ir con ellos.