Almudena Grandes: compartir la alegría
Sensible y rigurosa, la escritora siempre detuvo su mirada sobre los que no tienen un altavoz para defender sus intereses
Si Almudena te quería tenías la impresión de estar a salvo. Su afecto era algo casi material que se levantaba ante ti como un muro que te protegía de las inclemencias de la vida. Trato de imaginar, todavía con el impacto y la pena inmensa por su muerte, cuántas personas estarán sintiendo ahora lo mismo, y mucho mayor desamparo que yo, porque nuestra amistad tenía solo una década y no fuimos íntimas, pero sí constantes por esa manera suya de querer...
Si Almudena te quería tenías la impresión de estar a salvo. Su afecto era algo casi material que se levantaba ante ti como un muro que te protegía de las inclemencias de la vida. Trato de imaginar, todavía con el impacto y la pena inmensa por su muerte, cuántas personas estarán sintiendo ahora lo mismo, y mucho mayor desamparo que yo, porque nuestra amistad tenía solo una década y no fuimos íntimas, pero sí constantes por esa manera suya de querer a los que quería. Esa manera de estar siempre pendiente, de multiplicarse y propiciar los encuentros, de no verte nunca defectos y de compartir la alegría o la indignación con la pasión de la vida que merece ser vivida.
Era ya la novelista descomunal que había publicado El corazón helado e iniciado con Inés y la Alegría la serie Episodios de una Guerra Interminable, cuando le propuse una columna sonora semanal en Hoy por hoy de la Cadena SER. Un minuto de radio cada viernes. No lo dudó. Así nos conocimos, yo, lectora deslumbrada, ella, esa fuerza incombustible que no faltó nunca desde entonces a su cita con los oyentes, con la misma disciplina con la que escribía, enviando la columna desde cualquier lugar del mundo para cumplir con el compromiso profesional y con su compromiso personal e intelectual con la vida pública, clara, directa e insobornable. Con la mirada detenida, siempre, siempre, sobre los que tienen más difícil disponer de un altavoz para defender sus intereses. Le encantaba esa línea caliente con la vida que permite la radio, ese tú a tú con los oyentes y sus lectores.
La Almudena que conocí a partir de ese momento casaba perfectamente con la escritora que ayudó a rellenar los huecos de nuestro conocimiento sobre la historia de España. Esos agujeros negros sobre la vida de los perdedores de la Guerra Civil. Ellos, sus hijos, sus nietos, aquí, en el exilio, en los montes. Sus vidas íntimas, sus frustraciones, su orgullo, sus errores, su esperanza. La soledad en la que el mundo los dejó tras el final de la guerra. La intimidad de la España oculta durante 40 años. Nunca le agradeceremos bastante haber puesto en nuestras manos esa mezcla entre el dato histórico preciso, que Almudena documentaba con pulcritud, y la emoción de una ficción que nos hacía reír o llorar por ellos, por nosotros y por todos. Era emocionante oírla hablar de los personajes, con ternura de unos, con fiereza de otros, con comprensión de todos como hacedora de un mundo en el que había tenido que penetrar hasta el fondo de los motivos humanos para la belleza o la barbarie.
Hoy cuesta tanto pensar que ya no la escucharemos más y que no nos veremos cada verano en Cádiz, ese punto cardinal que le añadió a nuestra relación la pasión compartida por los aires difíciles. En agosto aún brindamos allí por mi llegada a la dirección de EL PAÍS. Qué boquete deja Almudena, en el periódico, en la literatura y en la vida.