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Columna
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Publicidad

Me sulfura tanto la publicidad que estoy convencido de que sus mensajes no me afectan, de que jamás compro lo que promocionan incesantemente

Carlos Boyero

Trabajando en medios de comunicación (o de incomunicación) sé que la publicidad que existe en ellos es fundamental para que cobremos la nómina. Sé que en ese universo no solo es fundamental la imaginación, sino que también precisa de la psicología, la sociología, el marketing, la dirección artística y otras profundas ciencias. También me pareció muy atractiva la serie Mad Men y admito que Don Draper, además de chulazo y seductor, era un genio en su trabajo. Pero soy tan ingenuo, orgulloso o tonto, me sulfura tanto la publicidad, que estoy convencido de que sus mensajes no me afectan, de que jamás compro lo que promocionan incesantemente. Me aburre, me pone de los nervios, intentan venderme humo.

Quiero pensar que entre las higiénicas razones por las que el personal se apunta a las televisiones de pago es para no tener que soportar los spots. En sus inicios, Canal Plus los abolió. Hay cosas muy jugosas en la oferta de Movistar, pero no precisamente que te obliguen a tragarte anuncios publicitarios al comienzo de las series, los documentales, las películas. Que suban la cuota, pero que me priven de ese suplicio.

Las televisiones generalistas despreciaban tanto a los cinéfilos que era prescindible lo de mostrar los títulos de crédito finales de las películas. Y pensarán los prosaicos corsarios: ¿qué más da ignorar los nombres de los que las han fabricado, cortar la banda sonora que han creado los músicos, impedir que el espectador recuerde las sensaciones que le ha provocado lo que acaba de ver y de oír mientras desfilan los créditos? Bueno, pues Netflix hace lo mismo que los anteriores bárbaros. Con la última imagen aparece un cartelito anunciando que en tres segundos comienza otra historia. Y aúllo.

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