¡Al diablo con los libros!
La catástrofe de Notre Dame ha servido al menos para que los libreros hagan caja con Victor Hugo
1. Inquisiciones
Por esas casualidades que carga el diablo bibliocida (también conocido por su satánica majestad Fahrenheit 451), la semana más importante del mundo del libro ha coincidido con la recta final de unas elecciones cruciales, con un clima de todos los demonios —esa maldita gota fría que no acaba de despedirse— y con el final de un cuatrimestre comercialmente infernal en el que la mayoría de los pequeños libreros no ha levantado cabeza. De modo que, a reserva de lo que pase en la semana de Sant Jordi, se están vendiendo pocos libros, y no solo en esta asendereada Piel de Toro (pido disculpas a los animalistas del PACMA). Claro que en Francia, sin ir más lejos, la catástrofe de Notre Dame ha servido al menos para que los libreros hagan caja vendiendo centenares de ejemplares de Nuestra Señora de París (1831), de Victor Hugo, y de montones de beaux livres ilustrados con fotos y recuerdos de la ahora calcinada catedral. Por aquí, afortunadamente, no hemos sufrido (gracias a los pertinaces aguaceros que han arruinado tantas vacaciones) más incendios que los de algún simbólico Auto de Fe, como ese un tanto siniestro de la retirada, por “sexistas”, de más de 200 libros infantiles (entre ellos, Caperucita Roja y La bella durmiente del bosque) de la biblioteca de la escuela Tàber, ubicada en el muy burgués barrio barcelonés de Sarrià. Sus responsables, émulas contemporáneas (y empoderadas) de Torquemada, me traen a la memoria otros recientes sucesos biblio-inquisitoriales, como aquel que recientemente protagonizaron algunos curas católicos de una parroquia del norte de Polonia que, llevados de celo purificador, arrojaron a las llamas (luego pidieron perdón) diversos ejemplares de Harry Potter y de la saga Crepúsculo bajo la acusación de ser portadores de ideas perversas y satánicas. Tampoco han producido ningún incendio notable los “decisivos” debates que han enfrentado por partida doble a los cuatro aspirantes a la presidencia de la nación bendecidos por la Junta Electoral, a pesar de que los sufridos televidentes hemos escuchado en ellos más “hechos alternativos” (así llamaba a las posverdades Kellyanne Conway, la brillante asesora del fullero Donald Trump). En cuanto al señor Abascal, el quinto aspirante (aún extraparlamentario, aunque solo por unas horas) y conspicuo invitado de piedra en el espectáculo de los debates, debo decir, volviendo a retomar el hilo de Victor Hugo, que me recuerda al viejo campanero Quasimodo. Y no, por cierto, porque el atlético líder de la Vox de su amo sufra alguna deformidad física, sino porque, como el romántico corcovado (Lon Chaney lo interpretaba maravillosamente en la El jorobado de Notre Dame, de Wallace Worsley; 1923), residente perpetuo entre las gárgolas catedralicias, parece no haber salido jamás del ámbito ideológico en que se formó y recibió su educación política y, probablemente, sentimental: el nacionalcatolicismo aggiornato con ese neoliberalismo posfascista (muy Ayn Rand) que hoy día se ha extendido urbi et orbi. Sea el que sea el resultado que su aguerrida formación obtenga mañana, imagínense lo que sería si la naturaleza hubiera dotado al señor Abascal, habitualmente tan adusto y elusivo, de la vis cómica que ha llevado al estrellato a los payasos populistas Beppe Grillo o, más recientemente, al jajajá ucranio Volodímir Zelenski, por solo citar a dos de los que marcan el Zeitgeist populista en que nos bañamos. En todo caso, y sin que sirva de precedente, permítanme que hoy les recomiende, para terminar la semana en la que los libros han sido protagonistas mudos (pero repletos de palabras sabias, al contrario que los aspirantes), una película agridulce y un tanto elegiaca que refleja muy bien los cambios que la tecnología digital ha impuesto en el modo de concebir, reproducir y difundir el libro: Dobles vidas, de Olivier Assayas. No es una obra maestra, pero hay algunos momentos en los que se le aproxima.
2. Nostalgias
En todo caso, las mesas de novedades reflejan a su manera discreta y necesariamente efímera el “tirón” editorial que sigue teniendo el clima de nostalgia preventiva por ese increíble objeto que, en su penúltimo avatar (el de Gutenberg), nos viene acompañando desde hace más de medio milenio. Entre las últimas muestras que me han llegado destaco en primer lugar Un día en la vida de un editor (Anagrama), de Jorge Herralde, quizás el editor más completo y con más idea de su oficio al que he tratado (con las excepciones de los llorados Jaime Salinas y Javier Pradera); que nadie espere escandalosas revelaciones, sin embargo, pero sí multitud de anécdotas y atinadas reflexiones sobre un métier que conoce como pocos. La biblioteca en llamas (Temas de hoy), de Susan Orlean, es un fascinante reportaje de aire detectivesco acerca del pavoroso (y aún no del todo aclarado) incendio que —justo ahora hace 33 años— redujo a cenizas la Biblioteca Pública de Los Ángeles destruyendo medio millón de libros. Rialto 11 (Asteroide), de Belén Rubiano, es un pequeño volumen que reúne recuerdos y anécdotas de una librera sevillana en los que pueden reconocerse tanto sus colegas como cuantos frecuentan esos imprescindibles ámbitos de la cultura ciudadana que son las pequeñas librerías. Relieve. La librería y el librero en el Valladolid del primer franquismo (Ayuntamiento de Valladolid) es un trabajo académico transversal acerca de la historia, los fondos y la irradiación cultural y ciudadana de una librería que sirvió de lugar de encuentro de la intelligentsia local durante los años cincuenta y sesenta del siglo pasado; su autora, Cristina Rodríguez Vela, es hija de uno de los tres hermanos fundadores del emblemático establecimiento. Por último, no me perdonaría terminar sin recomendarles, una vez más, De los libros, el breve ensayo de Michel de Montaigne que en esta ocasión ha publicado exento Nórdica en traducción de María Teresa Gallego y estupendamente ilustrado por mi amigo Max.
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