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PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un corazón puro

Ajustado y vibrante montaje de El idiota de Dostoievski, con versión de José Luis Collado y puesta en escena de Gerardo Vera

Una escena de 'El idiota', dirigida por Gerardo Vera.
Una escena de 'El idiota', dirigida por Gerardo Vera.DAVID RUANO

La versión y puesta de El idiota a cargo de José Luis Collado y Gerardo Vera en el María Guerrero me parecen más ajustadas y vibrantes que las de Los hermanos Karamazov, su anterior trabajo dostoievskiano, que quizás padecía de una cierta sobredosis, tanto de personajes como de peripecias. Y no debe haber sido fácil destilar en dos horas un libro de más de ochocientas páginas, pero las elipsis son de gran eficacia y las líneas narrativas están mucho más tensadas. Desde la primera escena, el encuentro del príncipe Mishkin y Rogozhin en el tren, el relato te atrapa con fuerza. Mishkin es Fernando Gil, que en Los hermanos Karamazov fue el salvaje y atormentado Dmitri y aquí exhala una profunda bondad de sabio budista o santo laico. Le llaman “el idiota” (sería más adecuado “el inocente”), pero posee una intuición casi sobrenatural para captar la esencia de quienes le rodean, comprenderles y tolerarles. Gil combina ese aspecto con un melancólico sentido del humor (que me recordó a Robin Williams) y parece flotar en torno al personaje esa suerte de aura que la leyenda atribuye a los epilépticos, como el propio Dostoievski: la que precede a la caída y la pérdida de la conciencia. Rogozhin, con quien Mishkin entabla una compleja relación fraternal, es Jorge Kent, al que vimos este otoño en el montaje de Luces de bohemia de Sanzol, también en el María Guerrero: aquí hace un trabajo notable, con creciente peligrosidad.

DAVID RUANO

Marta Poveda, a la que ya estaba echando de menos esta temporada, fue la Grúshenka de los Karamazov, donde ya tenía muy buena química con Fernando Gil. Aquí borda el papelazo de Nastasia Filípovna, auténtico imán de la historia, que desata las pasiones de Mishkin, Gavrila y Rogozhin, quien no la puede definir mejor: “Cuando la vi por primera vez fue como si la ciudad se hubiera incendiado”. Hay pocas actrices de su generación con esa fuerza, ideal para los roles de mujer fatalísima. También ha sido un placer ver a la veterana Yolanda Ulloa, a la que hacía tiempo que no aplaudía (culpa mía), y sirve el inteligente personaje de la Generala, otro hallazgo de reparto, con un poderío cercano a María Luisa Ponte. Otro acierto de Vera: encomendar el rol de Aglaya Ivánovna a Vicky Luengo, que en Madrid se dio a conocer como Robin Rose en Una vida americana, de Lucía Carballal. Aquí vuelve a estar estupenda en su pugna con Nastasia (que la llama “princesita celosa”), especialmente en el eléctrico careo final. Dos actores de la Joven Compañía de José Luis Arellano, Alejandro Chaparro y Fernando Sainz de la Maza, interpretan con claridad y vigor a los dos hermanos Gavrila y Kolia. Abel Vitón dibuja en una breve colaboración al tortuoso Afanasi, el maduro protector de Nastasia. Ricardo Joven es el general Yepanchín, padre de Aglaya: elegante pero un poco envarado, en la lejana línea de Tomás Blanco.

No es fácil destilar 800 páginas en dos horas, pero las elipsis son eficaces y las líneas narrativas están tensadas

Si Nastasia es un imán sensual, el príncipe Mishkin es un catalizador que contagia a los personajes de su pureza pero también les abre, con las mejores intenciones, las puertas del desastre, como si se sintieran repentinamente culpables de no ser tan bellísimas personas: Vera le contempla, perspicaz, como “un cóctel de orgullo, pasión e inocencia que a todos desborda”. El gran torbellino emocional del relato me hizo pensar en el tono de las primeras películas de Andrzej Zulawski, sobre todo la muy dostoievskiana Lo importante es amar, donde Jacques Dutronc encarnaba, en mi recuerdo, a un payaso con aires de Mishkin, y los personajes eran, como aquí, profundamente infelices y con muchas capas contradictorias. Ese “alcohol Zulawski” impregna, a mis ojos, la larga escena del cumpleaños de Nastasia, para mí la mejor y más arriesgada del montaje, donde todas las tensiones alcanzan cotas casi expresionistas, iluminadas en dominantes rojos de pasión y fuego (y fuera de plano) por Juan Gómez-Cornejo. Esto me recuerda también que la escenografía, reconcentrada, esencialista (un ejemplo: la gran lámpara de Afanasi como centro y único mobiliario de la fiesta), lleva la firma de Gerardo Vera, el vestuario vuelve a ser una preciosidad de Alejandro Andújar, y las videoescenas, siempre evocadoras, corren a cargo de Álvaro Luna. Aplaudo igualmente el estupendo oído de Vera y de Alberto Granados, que firma el espacio sonoro. Para muestra, dos botones: durante la velada central suena un interludio de Lady Macbeth en el Estado de Minks, de Shostakóvich, y la canción que ilustra el cambio de vestuario de Nastasia es la versión rusa de Gloomy Sunday a cargo de la cantante Severija, procedente de la gran serie alemana Berlin Babylon. La historia se va cerrando en sí misma, hasta la clausura en la casa de Rogozhin (quizás precisaría algún recorte ese pasaje), rematada por el seco y doliente epílogo a cargo de la Generala, y la voz perdida y lejana del príncipe.

El idiota. Texto: Fiódor Dostoievski. Versión: José Luis Collado. Dirección: Gerardo Vera. Teatro María Guerrero. Madrid. Hasta el 7 de abril.

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