¡Qué lástima, se le ha escapado!
Blanca Portillo firma una puesta desnortada y con caídas de ritmo de 'El ángel exterminador' de Buñuel y Alcoriza
Fui al Español con muchas ganas y a la vez con cierto miedo a ver El ángel exterminador. Con ganas, porque me apasiona esa historia, y porque el ambicioso montaje (20 actores) lleva la firma de Blanca Portillo, y con un cierto miedo porque la versión anterior, dirigida por Joan Ollé y estrenada en el Grec hará 10 años, era también un empeño audaz y no salió bien. ¿Hay una especie de maldición buñuelesca? ¿Detestaba don Luis el teatro y arroja sus rayos sobre todo aquel que intenta llevar su cine a las tablas?
Venero a Blanca Portillo, actriz enorme, y admiro la valentía de su proyecto, aunque si en su labor interpretativa predominan las dianas y el fulgor, me duele decir que en esta dirección abundan, a mi juicio, las caídas de ritmo y la falta de norte. Cuando yo era chaval, lo primero que conocí de la película fue una imagen que a mis ojos la emblematiza: una mano femenina sacando de un bolso de lujo dos patas de gallina. Ese calambrazo ante lo enigmático, lo incongruente, es lo que más he echado en falta en el espectáculo: aparece la imagen pero no brota el misterio.
En demasiadas ocasiones, el tono de la directora se queda en una sátira en clave absurda de la alta burguesía, donde parecen combinarse, extrañamente, ecos de Ionesco y Alonso Millán. Echo de menos inquietud y poesía. Sobre el guion de Buñuel y Alcoriza, Fernando Sansegundo firma una adaptación contemporánea ágil pero excesiva, a la que no le vendrían mal unos cuantos cortes: frente a una película que iba como una moto y contaba su historia en 90 minutos, tenemos una obra que se pone en más de dos horas. Y no es tanto la duración sino la lasitud de ciertos fragmentos. Por otro lado, hay extrañas ausencias. Se ha esfumado el poderoso suicidio de los dos enamorados: comprendo que era muy difícil competir con esa doble muerte caníbal, que Buñuel mostró en muy ceñido primer plano, con rostros extáticos y en suntuoso blanco y negro. En otras ocasiones, lo misterioso parece quedarse en grotesco o trivial a secas, como sucede, para citar un solo ejemplo, con la preciosa escena original en la que tres mujeres evocaban sus visiones del retrete: un torbellino de hojas muertas, un águila volando entre sus piernas, el orín haciendo crecer un arroyo en el roquedal.
El tono de la directora se queda en una sátira en clave absurda de la alta burguesía, se echa de menos inquietud y poesía en el espectáculo
La marmórea escenografía de Roger Orra me parece gélida, lejana (hay demasiadas acciones que seguir) y a ratos sorda. Comprendo la intención de darle un aire de mausoleo contemporáneo, pero creo que hubiera funcionado mejor (y redoblado el clima claustrofóbico) en disposición central, con los espectadores alrededor y en el propio escenario. También hay, ya digo, un problema de audición. No creo que este decorado requiera cristaleras a medio abrir para redoblar su metáfora central, aunque no diría que sea la única causa, porque Mariano García firma un sonido con pasajes brillantes y otros de difícil escucha, que deben resolverse.
De la adaptación de Sansegundo me sobra buena parte de las escenas exteriores, situadas en el patio de butacas (otro argumento a favor de la circularidad). No acabo de ver la función de la tejedora, que Raquel Varela interpreta como una Casandra con un extraño atavío a lo Caponata punki, muy vigorosa pero condenada a ralentizar la acción, y me parece excesiva (botafumeiro incluido) la reunión en la iglesia, con un buen trabajo del Monseñor (Camilo Rodríguez) y la grabación del Coro de Voces Graves de Madrid. Me gusta que Portillo y Sansegundo hayan mantenido la reiteración alucinatoria de algunas escenas, me gustan los redobles de los tambores de Calanda, me gusta la imagen de la sangre que brota del techo, me gusta la luz de Gómez-Cornejo y el vestuario de Marco Hernández, y aplaudo el coraje de los intérpretes, de los que quiero destacar también a Víctor Massán, un mayordomo con la elegancia de Claudio Brook; a Francesca Piñón, la anfitriona, que convierte en verdad todo lo que dice; el aura de misterio de la cabalista encarnada por Cristina Plazas y la violonchelista centroeuropea (Irene Rouco); la progresiva enajenación de María Alfonsa Rosso; la sobriedad del médico a cargo de Alex O’Dogherty, y la melancolía de Juan Calot en su doble papel de magnate y policía. Me gusta la violencia chulesca (aunque un poco desatada) de Juanma Lara, y creo que han dibujado con excesivos clichés, que rebajan su valía, a Inma Cuevas y Alfredo Noval. Hubo deserciones la noche que vi el montaje, pero el Español estaba lleno y se aplaudió mucho.
Quizás, por cierto, la presunta maldición de la que hablaba al principio no se cumpla en clave musical: funcionó muy bien la versión operística de Thomas Adès con libreto de Tom Cairns (en Salzburgo, en 2016, y en la Royal Opera House londinense, el pasado año), y pinta muy bien el esperadísimo musical de Sondheim, mixtura de El ángel exterminador y El discreto encanto de la burguesía, cuyo estreno está previsto la próxima primavera en Broadway.
‘El ángel exterminador’, de Luis Buñuel y Luis Alcoriza. Teatro Español (Madrid). Dirección: Blanca Portillo. Intérpretes: Víctor Massán, Francesca Piñón, Cristina Plazas, Alex O’Dogherty y otros. Hasta el 25 de febrero.
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