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El asunto Bernhardi

Lluís Homar y Manel Barceló protagonizan con éxito 'El professor Bernhardi'', de Schnitzler, a las órdenes de Xavier Albertí, en el Teatre Nacional de Catalunya

Marcos Ordóñez
De derecha a izquierda, Albert Prat, Lluís Homar, Sílvia Ricart, Rubén de Eguía, Pep Cruz y Guillem Gefaell.
De derecha a izquierda, Albert Prat, Lluís Homar, Sílvia Ricart, Rubén de Eguía, Pep Cruz y Guillem Gefaell.

Viena, 1900. Hospital Elisabethinum. Una muchacha, agonizando tras un aborto, cree, envuelta en una nube de alcanfor, que va a recuperarse. El profesor Bernhardi, director de la institución, no quiere robarle esa ilusión última e impide la entrada al joven sacerdote que quiere darle la extremaunción. Bernhardi es una eminencia pero es ateo. Y judío: víctima perfecta. También es perfecto el detonante para la caza de brujas. No tardan en brotar calumnias y presiones para que abandone su puesto (lucha interina) y para echar leña parlamentaria al fuego antisemita (lucha política), que se extenderá como el deseo en La ronda o la irrealidad en Relato soñado. Arthur Schnitzler, médico, dramaturgo y novelista austriaco, tuvo que estrenar El profesor Bernhardi (1918) en Berlín porque el censor vienés la calificó de panfleto sin valor literario. Cuando los nazis llegaron al poder la echaron directamente a la hoguera, junto con sus otras obras. El pasado verano se reponía en el Burgtheater y en estos días se está representando, con gran éxito, en el Teatre Nacional de Catalunya, en versión catalana de Feliu Formosa y adaptación de Lluïsa Cunillé, dirigida por Xavier Albertí: que yo sepa, es un estreno absoluto en España.

El montaje es exquisito, milimétrico. Solo un teatro público puede montar un espectáculo arriesgado como este

No es difícil, de entrada, pensar en Stockmann, el héroe ibseniano de Un enemigo del pueblo, pero Bernhardi tiene poco de mesiánico, y la pieza, a medida que avanza, quizás esté más cerca, en estructura e intención, de Waste (1907/1927), la intrincada peripecia política de Harley Granville Barker o, para citar un ejemplo cinematográfico, la pintura coral que Wendell Mayes y Otto Preminger dibujaron en Tempestad sobre Washington (Advise & Consent, 1962) sobre la novela de Allen Drury. Es posible que la función en el TNC me pillara un poco fatigado, porque se me hizo larga. Desconozco el original, de cinco horas, pero he releído la adaptación de Cunillé, que lo ha dejado en casi tres, y aunque sigo creyendo que algunos recortes más no vendrían mal, aplaudo la labor de la dramaturga. Y el inteligente y muy moderno texto de Schnitzler, puesto al día por Albertí. Lluc Castells y José Novoa han creado una caja aséptica, un mundo de metal y vidrio. La iluminación de Ignasi Camprodón y el vestuario actual y muy elegante de María Araujo son igualmente impecables. Tengo una duda acerca de la actualización: cuesta creer que un partido de hoy, como el que acosa a Bernhardi, se presentara como clerical y antisemita. El montaje es exquisito, milimétrico, con las riendas muy firmes. Solo un teatro público puede montar un espec­táculo como este, tanto por lo arriesgado de la apuesta (lo que antaño se llamaba teatro de ideas) como por su duración y, sobre todo, por ese soberbio elenco de 14 intérpretes. El universo que retrata Schnitzler es fundamentalmente masculino: Sílvia Ricart, en el breve papel de la enfermera Ludmilla, es la única actriz del reparto. A Lluís Homar le sienta de perlas el Nacional: bordó su rol de Spooner (mano a mano con José María Pou en el papel de Hirst) en Terra de ningú (No Man’s Land), de Pinter; volvió a brillar siendo Campese en L’art de la comèdia, de Eduardo De Filippo, y ahora ofrece un Bernhardi fenomenal, en su punto. En ningún momento busca el lucimiento, muy a tono con el personaje: un hombre que solo quiere hacer lo que considera correcto, que no busca el martirologio y se niega a ser instrumentalizado. El profesor mantiene varios pugilatos dialécticos de gran calado. El primero es su enfrentamiento con el padre Reder (Albert Prat, excelente) cuando le niega la entrada en la habitación de la muchacha enferma, pero el verdadero careo no llega hasta el último acto. El principal oponente de Bernhardi es Flint, médico también, antiguo amigo y compañero, ministro de Culto y Educación (un ministerio tan raro como el de Educación y Turismo de Fraga), y perfecto retrato del político capaz de cualquier cosa por razón de Estado. Un tipo complejo, sibilino, muy inteligente y muy ambicioso, peligrosísimo. Manel Barceló, otro de nuestros grandes actores, espléndido la pasada temporada en el papel del abuelo con alzhéimer de Vilafranca, de Jordi Casanovas, vuelve a realizar aquí una verdadera creación.

Homar y Barceló tienen dos pulsos, al comienzo del segundo acto y en el último, y es un verdadero placer escucharlos debatir porque vuelan muy alto: son personajes de principios del siglo XX y resultan actualísimos. Y eternos: les imaginas en la antigua Grecia o en la época de la Ilustración. O pasado mañana. Otro político dibujado con pincel de muy fino trazo es el doctor Winkle, consejero de Flint, y sutilmente interpretado por Jordi Andújar, un actor al que siempre es un placer ver, con el que Bernhardi tiene una inesperada conversación, cuyo tono (entre cínico y pragmático por un lado, y antiheroico por el otro) bien podría servir de remate a un episodio de The Good Wife. Pep Cruz encarna al doctor Cyprian, el raisonneur de la obra, prudente, desencantado, a ratos sardónico, que aconseja, en vano, a Bernhardi. Löwenstein, médico judío, colérico y rebelde, corre a cargo de Albert Pérez. Buenos actores para dos personajes sugestivos pero un tanto condenados a un único perfil. Peor lo tienen, textualmente hablando, Guillem Gefaell —el servil doctor en prácticas Hochroitzpoitner (el traidor del relato, hablando en plata)— y Joel Joan, el oportunista Ebenwald, un trepa que se apunta a lo que haga falta, interpretado con una brillante mezcla de elegancia y peligro.

En una cuerda semejante, el médico ultraconservador Schreimann (Roger Casamajor), judío convertido al catolicismo, quizás requeriría un mayor desarrollo. Lo mismo podría decirse de Rubèn de Eguía en el papel de Oskar, el atribulado hijo (y asistente) de Bernhardi; del periodista Kulka (Jacob Torres), que ofrece al protagonista el apoyo de su diario, y Goldenthal (Oriol Genís, mesurado como hacía tiempo que no le veía), el abogado defensor, encargado de narrarnos ese juicio que, al parecer, Schnitzler optó por no mostrar en escena. La noche en que vi la función había un llenazo absoluto en el TNC que, al parecer, se ha repetido, merecidamente, en días sucesivos.

El professor Bernhardi, de Arthur Schnitzler. Dirección: Xavier Albertí. Intérpretes: Lluís Homar y Manel Barceló encabezan un reparto de 14 actores. Teatre Nacional de Catalunya. Hasta el 20 de marzo.

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