‘Under Pressure’
Cuando conocí el final de David Bowie, se me acumulaba el pasado sin darme un respiro
Envejecer es acumular huecos en la existencia; sentir que los recuerdos se anudan insidiosos en los lugares más inesperados del tiempo y el espacio; borrar teléfonos del móvil para no volver a llamar —del otro lado no respondería nadie—. Tratar de olvidar esos números familiares y queridos que durante años hemos marcado de memoria, sin que dudaran los dedos. Y sentir cómo siguen martilleando entre las pestañas mojadas sin permitirnos cerrar el duelo por completo.
Porque envejecer es ir recordando los olvidos cuando se creían desterrados —tal vez como dijera Borges, somos conscientes de que hemos olvidado cuando volvemos a recordar—. Hacerse viejo es apelar a los ineludibles fantasmas que a la vez acechan y consuelan; empezar a necesitarlos con más urgencia, convertirse en fantasma para compartir su realidad. Privilegios de la muerte impasible: aunque no sea la propia, si ocurre cerca se nos lleva un poco, se nos lleva cosas sobre todo. Y nos devuelve otras que no estoy segura de que queramos y desde luego nunca juntas: los que fuimos y los que nunca llegamos a ser.
Hace poco, cuando los periódicos anunciaban el final de David Bowie, se me acumulaba el pasado sin darme un respiro. Cada una de sus canciones era una historia de amor, un viaje, un desengaño, Oxford, un examen, Londres, un perfume, un par de zapatos dorados, una mecha bermellón en el pelo, un baile. El último baile—This is ourselves—. Y en este último baile, en esa imposibilidad de regresar al principio, los amigos antiguos mandaban correos de pésame, insólita viudedad que no era sino la pérdida de la propia juventud, la que compartíamos todos al ritmo de Under Pressure.
Cuando se supo el final de Bowie, los amigos antiguos mandaban correos de insólita viudedad, que no era sino la pérdida de la propia juventud
En la tarde del invierno madrileño, frente a una puesta de sol rojiza, la canción sonaba a despedida rara. Había visto a Bowie una vez en Londres, en una casa elegante, y no había sabido decirle mucho: “I love your music”. “Thanks”. Pero tenerle así de cerca me transformaba —o un poco al menos— en leyenda. Pese a todo, me moría a trozos, puzle de pérdidas que se iban dibujando sarcásticas en los pliegues de mi bufanda camino del Prado, en busca de consuelo; al galope hacia otros naufragios que siguen flotando en la memoria.
En el Prado, en un banco instalado en la sala de Ticiano, justo enfrente a la Bacanal, me espera el amigo. No quiere duelos ni pompas, sino un banco donde sentarse para contemplar la vida mientras pasa, con esa forma suya de mirar el mundo a un tiempo apasionada y flemática. Se toca el pelo abundante y canoso, incapaz la mano de abarcarlo todo. Lleva chaleco y unos zapatos exclusivos y se enciende un cigarrillo. Le pido otro, aunque sea Ducados, y pienso que hoy Ticiano tiene algo del Déjeuner de su querido Manet. Dice una frase que parece ingeniosa pero arrastra una maldita carga de profundidad. Da otra calada y el mundo se ilumina con su pensamiento brillante. Mi tristeza se ha disipado y fumo feliz, como en los viejos tiempos. Fumar y hablar. O escuchar más bien, entre sorbo y calada. De repente, dos turistas japonesas se detienen frente al cuadro y me arrancan de los espectros. Me levanto despacio y acaricio la inscripción en el banco de la sala de la pintura veneciana del XVI, dedicado a la memoria de Ángel González. Hacia la salida, Bowie resuena y en el paseo del Prado los árboles se alzan orgullosos —“la mejor obra de arte del museo”, dijo Ángel—. Echo a andar sin prisa, saboreando el recuerdo de un cigarrillo remoto.
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