Más (y mejor) drama, menos zombis
El problema de las series y películas de zombis es que —casi— todos, tarde o temprano, acaban pareciendo zombis. Incluidos los humanos. Así, cualquier avance en la narrativa se basa —habitualmente— en la interacción entre el humano y el no-humano mientras que la interacción humana queda relegada por el puro interés crematístico de ofrecerle al público la acción que demanda. Una de las cosas que hizo bien The Walking Dead (TWD) fue mostrar que las relaciones humanas pueden ser tan o más peligrosas que el mordisco de un zombi y en ese terreno de la sociología, del estudio (por buscar una palabra sencilla) de la parte emocional que implica vivir en un mundo donde los muertos ya no lo son, es en el que la serie ha logrado capturar el interés del público. La idea del zombi nos acerca, aunque sea de forma perversa, a los dioses: cuestionar la mortalidad del ser humano siempre es una forma de cuestionar al creador o de asimilarse a él, aunque en este caso las circunstancias nos acerquen más al infierno que al paraíso.
Robert Kirkman, el showrunner de TWD, estructuró en torno a esa cuestión (qué queda de la sociedad cuando desaparece el orden natural) la columna vertebral del show y los mejores momentos del mismo han aparecido en esa coyuntura en la que ya nadie tiene que ir a la oficina, nadie tiene que producir nada, nadie tiene ningún plan que cumplir porque todo y todos se han ido al garete. Aún así, la tentación de jerarquizar a los supervivientes parece imprescindible para su continuidad: la organización promete más horas de vida que el caos, aunque ambos puedan acabar conduciendo al mismo lugar, en una paradoja que haría las delicias de los seguidores de Sade.
Fear The Walking Dead insiste en la premisa social y familiar como generadora de conflictos y hasta convierte al zombi en un simple mcguffin, en una excusa como cualquier otra para resquebrajar el espejismo de una vida plena, con la casita, la valla blanca y el perro. Sus protagonistas son tipos divorciados, adolescentes atormentados, personas que tratan de mantener el control de su destino y que apenas lo consiguen. Su vida ya sería un problema sin tener que lidiar con un muerto viviente y de hecho, la pareja protagonista ya tiene que vérselas con un hijo yonqui al que todo le viene grande. No es un zombi, pero casi.
La serie de AMC no es una precuela, ni una secuela, ni un reboot, ni nada de nada. Si hubiera que buscarle una etiqueta (ya que estamos obsesionados con ellas) podríamos decir que es una paralela, una serie que se mueve en la misma dirección que su antecesor pero que nunca le busca y que desde luego no se le quiere parecer. Hay más ahínco en el personaje, en el drama, lo cual es normal teniendo en cuenta que en el piloto del show el Apocalipsis aún no se ha producido y da la sensación de que Kirkman buscaba un tono intimista, con personajes de múltiples aristas, alejados de la grandilocuencia épica de The Walking Dead, y también de sus presupuestos. Aquí no hay armas en las manos adecuadas ni persecuciones a toda velocidad y puede ser interesante ver cómo conducen los guionistas esta vagoneta donde abundan los diálogos sin pretensiones filosóficas, preocupados como están los protagonistas por llegar cuerdos a la mañana siguiente.
El escenario, un Los Ángeles al que no hace falta hacerle nada para que parezca una jungla poco cariñosa con sus moradores, también parece una de esas cartas sacadas de la manga cuando la partida se pone cuesta arriba: mientras TWD ha huido de la ciudad y se ha atrincherado en cárceles y bosques, Fear The walking Dead parece determinada a quedarse en la ciudad. Cambios significativos para que nadie se rasque la cabeza y piense que está viendo a unos gemelos vestidos de forma distinta mientras tratan de convencernos de que no son hermanos.
Ayuda que en el reparto estén dos bestias pardas como Cliff Curtis y Kim Dickens, que han hecho buena televisión y conocen el medio, además de ser actores de primera división. Con ellos y quizás con la duda de Frank Dillane (el yonqui antes mencionado), que parece muy joven y demasiado distraído como para ser el foco central de la acción, Fear The Walking Dead se presenta en sociedad con una apuesta solvente y —sobre todo— valiente. Falta ver si se atreve a seguir en línea recta, proponiendo un tablero urbano y sentimental o se desvía cuando lleguen curvas, algo que siempre pasa cuando hablamos de tele.
En cualquier caso, la serie parece tener el punto de mira en el drama humano y la obsesión de mantener a los zombis en el retrovisor, lo cual es una gran señal de inteligencia narrativa. Si logran cuajar la receta clásica del género (con zombis velocistas o que se arrastren como sus primos de TWD) con los protocolos del melodrama estaremos hablando de un show estupendo. Si no, pues otra de zombis.
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