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GATA GATA
Columna
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El Madrid de las delicias

Depende de para quién, la ciudad es trinchera o paz, huele a cocido o a cerveza y suena a flamenco o a indie. Este lugar es, como cualquier otro lugar, uno distinto dependiendo de quién lo pise

'El jardín de las delicias', de El Bosco.
'El jardín de las delicias', de El Bosco.
Isabel Valdés

En un coche rojo y pequeño, por una M-30 casi vacía como buena noche de domingo de agosto, íbamos para casa desde la redacción. Mientras el pirulí se iba haciendo más grande, el que conducía me cuenta que ese trozo de Madrid que para mí era un agujero negro para él es una frontera: hacia abajo el pasado, hacia arriba hoy, mañana y lo que vaya viniendo. Ese trozo es un refugio peatonal en Puerta de Toledo. Una se paraba en el semáforo de esa isleta y la memoria le arreaba un bofetón, el otro llega a ese trozo de acera y parece que le clavaran directamente en el pecho una jeringa goteando adrenalina. Son 10 o 12 metros cuadrados, y son los mismos metros, pero son metros distintos.

“Cada uno anda su ciudad”, me dice el conductor del pequeño coche rojo. Claro. Y cambia con el tiempo, todo el tiempo. Madrid, como cualquier otro lugar, puede ser infinitos lugares. Es como el mundillo del encaje de bolillos, esa almohadilla sobre la que se clavan los alfileres para sujetar los hilos que se cruzan y se encajan —y a veces se enredan— y se anudan y dejan huecos libres hasta completar el patrón. Solo que esta ciudad tiene muchas más hebras que juntar: 3.223.334, o al menos eso es lo que dicen los datos de empadronamiento del INE de 2018. Me entró la curiosidad por saber cómo eran algunos de esos metros cuadrados de esta ciudad para algunos de esos números oficiales.

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Me he enterado de que el Parque del Oeste es un bautizo de chupitos, que la parada de metro de Opañel es una caniche llamada Lola, que Pirámides es la foto de un señor muy tieso en medio de un descampado polvoriento y que una pirámide de ladrillo es en alguna memoria la Cibeles. Me han contado que Malasaña es una maleta de mano con un ruedín roto y una Barbie Malibú de segunda mano, que la calle de la Ruda son garbanzos y una canción de Vampire Weekend, que la plaza de Santa Ana es un fin de semana en la sierra que nunca ocurrió y el Paseo de la Esperanza es una hipoteca.

Ahora sé que la calle de Salas Barbadillo son dos billetes a Quito sin vuelta, que un portal de la calle de los Melancólicos es una discusión por el color de unas cortinas, que el cruce de Jorge Juan con Narváez es el color naranja y dos pesetas de sueldo y la plaza de Puerto Rubio un beso con lengua y mucha saliva. La calle de Canarias es una resaca de vodka un martes de invierno, el Club 33 una foto borrosa y la Gran Vía es agosto. La calle de Toledo son flores rojas sobre una sábana blanca y un revolcón en un sofá. Atocha son croquetas.

—Todo eso perfecto, pero Madrid es en realidad una sola cosa, sobre todo en verano, me dice al final de la ronda de consultas uno de esos habitantes.

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—¿El qué?, le pregunto.

—La tabla central de El jardín de las delicias. Eso es Madrid en verano, una orgía de El Bosco. Y no te rías.

Lo dice muy serio y en serio. Y yo no me río ni me atrevo a quitarle la razón.

Otra cosa que es Madrid es verbena. Esta semana son las fiestas de la Virgen de la Paloma, puedes descargarte el programa haciendo click en este enlace.

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Sobre la firma

Isabel Valdés
Corresponsal de género de EL PAÍS, antes pasó por Sanidad en Madrid, donde cubrió la pandemia. Está especializada en feminismo y violencia sexual y escribió 'Violadas o muertas', sobre el caso de La Manada y el movimiento feminista. Es licenciada en Periodismo por la Complutense y Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS. Su segundo apellido es Aragonés.

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