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OTRES
Columna
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El racismo inverso no existe

En este artículo, desde sus experiencias vitales el autor intenta justificar que el racismo inverso no existe

Chenta Tsai Tseng
Varios pasajeros hacen cola en los mostradores del aeropuerto de Badajoz.
Varios pasajeros hacen cola en los mostradores del aeropuerto de Badajoz. PACO PUENTES

A los 11 meses migré con mis padres de Taiwán a España, bajo la promesa del sueño europeo y para construir un futuro mejor. Esta decisión implicó grandes sacrificios por su parte.

Desafortunadamente, mi madre dejó todo lo que había construido por la presión cis heteropatriarcal que sigue tan vigente —en ocasiones latente— a día de hoy. Por eso, a veces me resulta inevitable sentir cierto resentimiento por ese sueño europeo que llevó a mis padres a vivir alejados de sus seres queridos.

Al llegar el verano, tenemos el privilegio de encontrar la manera de irnos a Taipéi a visitar a la familia. Este año, mi familia de Taiwán decidió venir por primera vez. Con ellos descubrí cómo doy por hecho muchas cosas. Su visita me está descubriendo un Madrid distinto, un Madrid visto desde un bus turístico, que sabe a tintos de verano del Mesón del Champiñón.

Pero, aún más importante, me está haciendo cuestionar mi forma de entender mi racialitud, mi sexualidad y mi género. También cómo mi identidad no es estática, sino que se encuentra en constante transformación. Descubrí que ellos siempre me leyeron como un extranjero, una “banana”: “Amarillo por fuera, pero blanco por dentro”. En Taiwán, el privilegio asiático (sobre todo del este) de piel clara es, en cierto modo, análogo al privilegio blanco a pesar de las importantes diferencias en las circunstancias históricas, sociales, políticas y geográficas. Más aún cuando eres de la diáspora y has tenido acceso a la educación occidental. De pequeño, recuerdo que nos llamaban “ABC”, siglas que significan American Born Chinese, aunque fuéramos españoles. Nos beneficiábamos de ello; tanto que rozábamos la ridiculez sintiéndonos “superiores”. Se notaba sobre todo a nivel social. De llamarte “puto chino”, pasaban a alabarnos hasta tal punto que afirmaban que nuestras “costumbres” y nuestra “forma de andar” nos diferenciaba gratamente de los demás. Por primera vez sentí cómo mi identidad abría fronteras. Así, en Taiwán se creaba una estructura de poder en la que los cuerpos leídos como hombres cis asiáticos con la piel clara —sobre todo de la diáspora taiwanesa, que de alguna forma representan la blanquitud occidental— estábamos por encima de todo. A la vez, prevalecía el colorismo y racismo hacia los gaoshan, las personas negras.

Desde mis experiencias vitales intento justificar que el racismo inverso no existe: mientras en Taiwán la lectura de mi cuerpo implica privilegios, estos no existen cuando estoy en España. En Europa, mi cuerpo de la etnia han se racializa. Y eso genera fronteras racistas sociales e institucionales. Unas trabas que se expanden a las relaciones afectivas y sexo-afectivas.

Hay que ser conscientes de nuestros privilegios en los lugares en los que estemos y ocupemos y usarlos para abolir el sistema cis heteropatriarcal, racista, capacitista, clasista y lgtbifóbico.

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