La emoción, la calma y una deconstrucción bien dosificada
Pablo Sáinz Villegas hace arder las palmas en el Palacio de la Ópera de A Coruña
Prepárense, filarmónicos de Ferrol y melómanos de Burgos. La emoción y el asombro viajan hacia sus ciudades en cuerpo y alma de guitarrista. El viernes y el sábado del último fin de semana, Pablo Sáinz Villegas hizo arder las manos de los aficionados de A Coruña tras su interpretación del Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo (1901 -1999), y dos propinas inmensas.
El concierto de Rodrigo no solo es su obra más popular en España sino también la música española más conocida mundialmente. En ella, Sáinz Villegas puso en suspenso los sentimientos de los aficionados coruñeses desde los primeros rasgueos del Allegro con spirito hasta las últimas notas del tercer movimiento, que en un sutil pianissimo al unísono con las secciones de cuerda de la orquesta cierran el concierto para guitarra más programado, incluso programado en exclusiva.
Entre ambos instantes, la gracia de ese primer movimiento, el hondísimo sentimiento del Adagio central y la castiza elegancia del Allegro gentile final. Toda la obra se interpretó, bajo el prisma de la mirada muy personal del guitarrista riojano. Este impregnó de gran fuerza el primer movimiento incluso con la multiplicación -rasgueándolo a cuatro dedos- de algún acorde al inicio de su exposición y en el desarrollo del primer tema, entre otros-. Anne Yumino Weber respondió al vigor y sutileza alternantes de la guitarra con elegante gracia en su solo de chelo. El clarinete de Iván Marín y el oboe de Casey Hill mantuvieron la gran altura de conjunto del movimiento.
Al inicio del Adagio, la pieza de enorme inspiración que hizo universal a Rodrigo, la firme delicadeza de los acordes de la guitarra elevaron una especie de nimbo sonoro desde el que lució el solo de corno inglés de Celia Olivares Pérez-Bustos. Esta le insufló una acertada dosis de dulce melancolía, a la que respondió el riojano con una versión llena de hondísimo sentimiento a lo largo de todo el movimiento.
El diálogo entre ambos y las sentidísimas cadenzas de Sáinz Villegas -incluso con el pequeño exceso de retórica de algunos silencios inhabitualmente prolongados- llenaron de humedad muchos ojos; literalmente. La serena plenitud de la respuesta orquestal liderada por Dima Slobodeniouk, la transparencia de las maderas y la sentida sencillez de los últimos cantos de la guitarra contribuyeron no poco a enjugarla.
El tercer tiempo fue el remate idóneo de una versión que habrá que repasar si la Sinfónica la sube a su canal de YouTube. Lleno de ligereza y de ese humor entre aristocrático y popular que lo caracteriza, la versión de solista y director respondió a los difíciles equilibrios que el maestro Rodrigo buscó entre la exigua sonoridad de la guitarra y la potencia de una orquesta sinfónica. Aquella que el propio maestro, de cuyo fallecimiento se cumple este año el 20º aniversario llamó “una orquesta de duraluminio”, ligera y resistente pero con una fuerza que el autor construyó “en la ligereza y la intensidad de los contrastes”. Características que solista y orquesta le insuflaron las noches del viernes y el sábado.
Desde este fin de semana, la Gran jota de concierto de Francisco Tárrega (1852 - 1909) se ha convertido en el gran descubrimiento para multitud de aficionados -y de no pocos músicos de la Orquesta Sinfónica de Galicia-. A la salida de ambos conciertos comentaban unos y otros el asombro que les produjo comprobar la ingente cantidad de registros sonoros que el compositor de Villarreal incluyó en la partitura y que quienes no hayan asistido a estos conciertos pueden encontrar en alguna grabación del propio Sáinz Villegas. Las ovaciones cuajadas de bravos que este recibió ambos días tras esta gran obra de Tárrega han sido de las mayores que se han podido escuchar en el Palacio de la Ópera después de un bis.
Y como remate otra obra maestra de Tárrega, Recuerdos de la Alhambra. Pocas versiones se pueden escuchar con mejor técnica y mayor sentimiento que la de Sáinz Villegas. Con un tempo sosegadamente lento, solo al alcance de alguien con un trémolo de regularidad prácticamente perfecta. El legato que logra dota su versión, también grabada por el riojano, de una elasticidad rítmica envidiable y le permite expresar toda la nostalgia y sentimiento que atesora la obra de Tárrega. Y los ojos volvieron a brillar. Los dos días.
El concierto había empezado con El lago encantado, op. 62 de Anatoli Liadov (1855 – 1914), que la Sinfónica tocaba por primera vez. Es una obra que refleja muy bien el mundo sonoro del compositor ruso, con un ambiente lleno de etérea calma. Slobodeniouk lo plasmó con excelente disposición de planos sonoros y gran control del sonido. El arpa de Celine Landelle y la celesta de Ludmila Orlova pusieron el oportuno punto de color y luminosa ligereza.
Tras el descanso -que el viernes contó con el obsequio gastronómico habitual de la cadena de supermercados patrocinadora- sonó la Sinfonía nº 2 en mi menor, op. 27 de Serguéi Rajmáninov (1873 - 1943). Un plato de muy poblada estructura sonora y digestión auditiva no precisamente fácil, que Slobodeniouk supo deconstruir hábil y prudentemente y dosificar sabiamente.
Para ello buscó y encontró los contrastes dinámicos y expresivos idóneos. La alternancia de climas entre el drama sereno de las cuerdas, a las que los vientos parecen arrastrar al conflicto, o la sucesión de lucha y reposo de todo el Largo – Moderato inicial, fue adecuadamente expresada por la Sinfónica y su titular. El aire festivo con que impregnaron el Allegro molto, el carácter que imprimieron las violas al Adagio, los solos de clarinete de JuanFerrer y la pasión nada contenida de los tutti elevaron el nivel de atención del público en este tercer movimiento.
En el Allegro vivace final, Rajmáninov varía el tema principal dándole un carácter más positivo y optimista, como si su depresión por el fracaso de su Primera sinfonía hubiera quedado definitivamente superado con la composición de la esta Segunda. El aspecto entre asertivo y finalizador con que lo afrontó el titular de la OSG, como echando el resto en una complicada partida de naipes, permitió ofrecer a su auditorio toda la amenidad que se puede extraer de la más que sólida partitura de Rajmáninov. Algo, realmente digno de agradecimiento por parte de la afición, que lo premió con un cálido aplauso.
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