“El público de librerías es infiel, pero eso está bien”
Empezaron “con poco espacio y poca pasta” hace 20 años; hoy, La Central son seis tiendas, 95 trabajadores y un modelo
Ese 6 de marzo de 1996 era un miércoles, García Márquez cumplía 69 años y el olor del barniz de la madera del suelo era notable, pero no llovía, que es el gran enemigo de los libreros. “Aunque hacía tres días que Aznar había ganado y nos dijimos ‘Nos irá bien, seremos un refugio intelectual para el enfado’”, recuerdan Marta Ramoneda (Olot, 1965) y Antonio Ramírez (Medellín, 1959) a los 20 años de la fundación en Barcelona de La Central, hoy una de las grandes librerías de referencia en España por su personalidad, con seis tiendas y 95 empleados.
“Empezamos con poco espacio y poca pasta”, fijan de entrada: eran 160 metros cuadrados en una parte de la calle Mallorca “de aire parisino, sin mucho comercio pero teníamos la idea de que no necesitábamos estar en una zona de paso sino convertirnos en destino”. Amén de un padre putativo, Oriol Serrano, de la distribuidora Les Punxes, que fue el gran inversor y el que convenció a Ramírez para que siguiera en el gremio libresco tres dejar tanto él como Ramoneda la librería Laie, los entonces tres socios (con la pareja estaba Maribel Guirao) tenían las ideas muy claras: “Queríamos una librería formalmente muy clásica, con estanterías muy cartesianas, en negro; el suelo, de madera, y hasta el nombre, compañía La Central, quería dar un aire artesanal”. Con todo ello, un riesgo coherente: “No queríamos best-sellers ni pilas de libros, buscábamos potenciar títulos que pasaban desapercibidos, intentábamos aportar el valor de descubrir”. La rareza, acentuada: esperaban hacer de La Central una librería especializada en ensayo y filosofía: la literatura quedaría en segundo plano y la poesía no sería una sección muy potente. “Ahora ya no es así”, se apresura a matizar la pizpireta Ramoneda: “La gente se ha acabado congregando por lo que entonces no esperábamos y nos adaptamos a ello”.
Pasamos de tienda especializada a especial”, resumen sus fundadores, Marta Ramoneda y Antonio Ramírez
La idea no era tan loca: al final de los 90 la tesis imperante era que las librerías deberían especializarse para sobrevivir ante la que entonces parecía imparable implantación de las cadenas de librerías. “Al empezar contradecíamos la lógica de les librerías grandes del momento, que o bien proponían una oferta gigantesca bajo la premisa de que ahí podrían encontrar cualquier libro, o bajo el formato de todo tipo de producto cultural que puede necesitar un consumidor joven e inquieto”. Ese último modelo, tipo FNAC o Crisol, es el que, en opinión de buen analista Ramírez, “se llevó por delante librerías como la Francesa o Cinc d’Oros, rematado por la imposibilidad de mantener unos alquileres tan altos en el centro comercial de la ciudad”. El vuelco de los tiempos ha sido tan radical que son ahora las cadenas las que están en el punto de mira: “La fuerza de compra globalizadora que tiene Amazon les hizo entrar a mediados de la década pasada en crisis y hoy parece volver el factor humano, el consumo personalizado… Nosotros estamos entre esos dos modelos, pero más tirando a la librería independiente, de librería especializada hemos pasado a librería especial”.
Por el camino, sin embargo, han dejado alguna parte de su credo. Así, cuando arrancaron el 40% de su oferta era de libros extranjeros, en cinco idiomas distintos. “Queríamos recoger el espíritu de la Herder o la Francesa o la madrileña Miessner, para mí de las mejores de España a mediados de los 80”, enumera Ramírez. Hoy, esa oferta plurilingüe en La Central ha bajado al 25%. “La culpa es de Google: hasta 2003-2005 éramos una puerta de información; fuimos realmente buenos en eso; las páginas web castigaron esa opción”, resume. “Cuando llegaba un libro pedido a la Escuela Francesa de Damasco la librería era una fiesta”, rememora Ramoneda; “Amazon puso luego la puntilla”.
Vendemos productos simbólicos, que ayudan a construir vidas; esa es la clave”
Pocos lo recuerdan, pero La Central no solo vendía libros sino que también los editaba. “Al mes de nacer ya sacamos uno, de Juan Eduardo Cirlot, Las variaciones fonovisuales, hicimos mil y vendimos 80; y más tarde, una colección de libritos de arte, una docena, que también fue una ruina; ahí Marta me llamó al orden y me dijo que no nos distrajéramos de nuestro verdadero oficio”. De esa querencia editorial sólo ha quedado un diario que, desde 2012 y tres veces al año, ofrece un catálogo de recomendaciones. Sí han crecido los cursos de literatura o escritura, nacidos para ofrecer una alternativa a las presentaciones clásicas de libros “que sólo movilizan a cuatro de la editorial y un público muy ligado al autor” y que desde 2008 se han ido convirtiendo en una fuente de ingresos gracias a una media de ocupación de un 85%, “y más alta cuanto más elevado es el nivel; es público minoritario pero que busca calidad”, constata Ramoneda.
Para plasmar el retrato-robot del cliente de La Central, Ramírez habla de “varias comunidades”: primero, de unos pocos lectores, muy exigentes, a los que no puedes fallar, que recorren la librería de arriba abajo, que no requieren ayuda y a los que estudiamos hasta el último gesto sin cruzar palabra, aprendemos de ellos; a lo sumo, hablas con uno de política sólo para ver qué títulos lleva bajo el brazo… Quizá son cada vez menos”. Una segunda comunidad la conforman “los desencantados de las universidades, gente a la que la institución, culturalmente, les ha dado la espalda”, que oscila “entre los 30 y 40 años” y que es pareja al “público productor” del sector: son traductores, editores, escritores o periodistas”, que “hasta nos utilizan para dejarse recados entre ellos” y que en los últimos años “compran menos por la crisis”. Completa el cuadro “gente de fuera de Barcelona o de España incluso, que no encuentra todo esto en su lugar de origen”.
Empezaron con una oferta de un 40% de libros en cinco lenguas extranjeras; páginas web e internet lo han dejado hoy al 25%
Con cifras de entre el 20 y el 25% anual, La Central fue creciendo por doquier: en 1998 adquirieron el piso de arriba y hoy La Central de Mallorca ofrece unos 500 metros cuadrados. En 2002 entraron como socios de Grup 62 en la antigua capilla de la Misericòrdia: ocho meses de obras y un millón de euros se tradujeron en 2003 en La Central del Raval; y en 2005 les propusieron llevar las riendas de la librería del centro de Arte Reina Sofía de Madrid. “No fue fruto de un plan, fue una oportunidad; visto en perspectiva, fue muy atrevido”, admiten. Pero en 2005, Roberto Calasso escribía en la prensa italiana que la mejor librería del mundo existía, estaba en Barcelona y se llamaba La Central. Y el cénit llegó en 2011, el mismo año en que acordaron con la italiana Feltrinelli una joint venture de expansión de su modelo por varias zonas de España, que culminó en 2012 con la apertura de La Central del Callao, en Madrid, la primera ahí de "carácter civil”, propia, a imagen y semejanza de los dos buques insignias de Barcelona: Mallorca y Raval.
Pero la crisis se manifestó entonces en toda su virulencia en el sector y el crecimiento se quedó ahí. Y no se retomará “al menos hasta el 2017”, apunta Ramírez. La consecuencia fue un cierto frenazo y de ocho tiendas que llegó a gestionar La Central, en buena parte librerías de centros culturales, que requirió unas 130 personas en su estructura, se ha pasado a seis (sedes de Mallorca, Raval y el Museo de Historia, en Barcelona; y Callao, Reina Sofía y la de la Fundación Mafre, en Madrid) y se ha estabilizado la nómina en 95 personas, algo más de la mitad, libreros. “La vía de expansión por centros culturales la hemos dejado para centrarnos en el núcleo del negocio; en eso otros como Laie lo están haciendo muy bien”.
Para celebrar la efemérides, preparan la ampliación en La Central del Raval de las aulas y un jardín para la zona de cafetería
El modelo de librería La Central sigue bien vivo a partir de generar una agradable experiencia física de compra personal e intransferible. “En lo digital no tenemos nada que hacer; la apuesta está en dirección contraria, en el encuentro físico, en crear ambientes, espacios sensibles, colores, conseguir las mismas razones por las que uno escoge un bar: por el trato de los camareros, el ambiente, la música… pues lo mismo, con libros; nosotros no podemos ser una cadena: cada librería nuestra ha de ser un prototipo, pero han de tener un aire parecido”. Para ayudar a crear esa experiencia surgió lo de las cafeterías restaurantes y la venta de productos paraliterarios, como determinadas libretas, juegos intelectuales, plumas… “Siempre que sean productos coherentes siguen siendo un complemento: una introducción equivocada puede tener efectos devastadores, como se ha visto en algunas cadenas de Alemania, por ejemplo, para evitar las caídas de ventas de libros… En nuestro caso, son el 15% de las ventas”, cuantifica Ramírez.
No temen ni él ni Ramoneda el florecer en Barcelona de librerías de autor (Calders, La Impossible, No llegiu…) que tiene algo de regusto a La Central: “Ojalá nos copiaran el modelo; el público de librerías es infiel, pasea por unas y otras… Pero eso está bien, y si creamos un clúster, mejor. Barcelona tiene cierta tradición de escuela de libreros: ahí están Laie, Altaïr…”, citan. Y en esa línea, pedirían un mayor apoyo municipal para romper la uniformidad comercial que se impone por la globalización. “En Barcelona caben aún un par de grandes eventos literarios, pero tendrían que facilitar la creación de comercios creativos como galerías, determinada gastronomía o apuestas de ropa… Eso nos ayuda a crear un clima y nuestro sector no necesita tanto subvenciones como permitir que intervengamos directamente los que estamos ya ahí, facilitando la cesión del espacio público y, en cambio, eximiendo parcialmente de impuestos como el IBI… Y que las bibliotecas públicas fijen un porcentaje de sus comprar para librerías de proximidad”.
Ramoneda y Ramírez dicen de ellos mismos: “Ya no somos La Central; eso fue así hasta hace unos 10 años; ahora somos también nuestros clientes y, sobre todo, la gente que trabaja con nosotros, nos han cambiado mucho; ahora tenemos cómic, novela ilustrada y probamos cosas que nos sugieren”. Hay con ellos unos principios compartidos, con una sola premisa: “Entender que vendemos productos simbólicos, que ayudan a construir vidas”; y así empiezan a pasar el testigo, “lo vamos haciendo”, admiten con discreción y voz baja, de la misma manera como anuncian que celebrarán estas dos décadas: preparan la ampliación en La Central del Raval de las aulas y un jardín para la zona de cafetería. Ese día, tampoco debería llover.
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