La adrenalina rockera de un sexagenario con corazoncito
55.000 personas disfrutan de casi cuatro horas de concierto en el Santiago Bernabéu
Puede que Bruce Springsteen tenga un corazón de oro, pero en ese caso habremos de convenir en que sus pulmones son de platino. Cerca de 55.000 acólitos tuvieron anoche casi cuatro horas para volver a comprobarlo, hasta el borde mismo de la extenuación, en un casi repleto Santiago Bernabéu. Asistir a un espectáculo del Boss cuesta un dineral, cierto, pero a las doce y media de la noche pocos afirmarían que la inversión no estaba razonablemente amortizada.
El público parecía ayer expectante pero circunspecto, un poco a la manera madridista: indiferente al retraso y apático a la hora de entretenerse con la ola. Pero a las 21.35, cuando Springsteen voceó por tres veces “¡Hola, Madrid!” (que no “¡Hala”!) y atronaron las dos notas que definen el motivo central de Badlands, pareció como si una torreta de alta tensión hubiera descargado sobre nuestras espinas dorsales. Hasta los señores más refinados de las bancadas VIP rompieron a brincar porque, como anotaba uno de ellos, “para permanecer sentados ya tenemos a Mozart”. Y con un detalle adicional: el bueno de Wolfgang Amadeus lleva un montón de décadas sin publicar nuevo álbum.
A sus casi 63 años, Springsteen parece obstinado, precisamente, en demostrarnos que Wrecking ball figura entre sus diez mejores discos. La hipótesis es cuanto menos dudosa, pero él es El Jefe e insiste. Y por ello, tras la cada vez más recurrente No surrender (eso de “No te rindas” cuenta con un valor simbólico sobrevenido), suministra de un tirón We take care of our own, Wrecking ball y Death to my hometown. El tema central es magnífico, sobre todo a la altura de esa frase, “Los malos tiempos vienen, los malos tiempos se van”, que su autor repite como una conjura. Ahora bien, el primer sencillo sigue dejando un profundo poso de indiferencia, mientras que la marcha celta final es más bien párvula, de una simpleza algo sonrojante, como de Primero de Chieftains.
En realidad, la E Street Band no empieza a entrar auténticamente en calor hasta My city of ruins, ese gran himno sobre pérdidas irreparables y logros para preservar. Pasando por alto su evidente parecido con People get ready, Bruce lo aprovecha para dejar al descubierto durante diez minutos el irresistible lado negro de su magisterio e ir exhibiendo todo el poderío de sus metales, coros y solistas, hasta sumar un apabullante arsenal de 17 efectivos. Y sí, ahí están todos los supervivientes y las sucesivas incorporaciones, inconfundibles aunque solo pudiéramos distinguir sus siluetas: los dedos endiablados de Roy Bittan al piano, la pelambrera despeinada de Nils Lofgren, el sombrero de Charles Giordano, el violín campestre de Soozie Tyrell, la enhiesta figura de Max Weinberg, ese hombre con aspecto de catedrático de Química que aporrea la batería cual esforzado estibador. Y el pañuelo pirata de Steve van Zandt, el escudero más fiel: un bucanero feo que lo hace todo bonito. Cuando su mentón y el de Springsteen confluyen en torno al mismo micrófono, eso es magia.
La vertiente soul volvería a aflorar más tarde con las versiones de The way you do the things you do y 634-5789. Pero antes, Jack of all trades, otro corte del omnipresente último trabajo, le sirve a nuestro hombre para pronunciar el consabido discurso solidario (“Sé que los malos tiempos son aquí peores, nuestros corazones están con vosotros”) y provocar el primer firmamento de lucecitas en las gradas. Nos queda la esperanza de que entre el público hubiese algún preboste con ciertos conocimientos de inglés. En tal caso, quizás se le atragantase el humo del puro con esa frase demoledora: “Si me dieran un revólver, encontraría a esos bastardos y los dispararía a todos”.
Lo mejor de los conciertos de Springsteen llega justo en la parte central, la de las sorpresas, la que convierte cada noche en una experiencia inédita y sin posibilidad de repetición. Ayer sonaron tres temas poco frecuentes, Youngstown, Be true y un Murder incorporated demoledor como bola de cañón, y Springsteen aprovechó para estrenar en esta gira una pequeña joya de los setenta, Spanish eyes, que no vio la luz hasta hace un par de años en The promise. A partir de ahí, regreso al guion: un Working on a highway bailongo, con Bruce meneando las caderas entre las primeras filas como si no llevase ya dos horas danzando; un Waitin’ on a sunny day’ euforizante, en el que The Boss subió al escenario a cantar a un crío de unos cinco años que lucía, ufano, una camiseta de Born in the USA; y un The river con dedicatoria especial a Nacho, ese mallorquín de 20 años que perdió la semana pasada su lucha contra el cáncer y del que hemos sabido por un aluvión de tuits. Va por ti.
La fiesta ya fue imparable: ese Because the night que Bruce regaló originalmente a Patti Smith, la superlativa Thunder road, el regreso a los ochenta (ahora que nos vamos reconciliando con ellos) a través de Hungry heart; el homenaje a Big Man, el inolvidable Clarence Clemons, con Tenth avenue freeze-out. Y la certeza de que su sobrino, Jake Clemons, acabará siendo otro gran saxofonista, aunque todavía no iguale en pegada al original.
Las causas justas, las dedicatorias merecidas, el corazoncito del Jefe. El más icónico vecino de Nueva Jersey siempre ejerció de líder proletario y en sus últimas canciones ha refrendado las cotas de compromiso con los pisoteados, menesterosos, harapientos y desfavorecidos, ahora que a la clase media occidental se le ha agotado la paciencia con los hombres de negro y demás incompetentes amos del cotarro. Pero lo verdaderamente asombroso en este sonriente sexagenario es que, una velada tras otra, sea capaz de exudar pura adrenalina rockera durante un espectáculo que nunca se agota antes de la medianoche. Puede que el rock lo cargue el diablo y que las guitarras eléctricas suenen de banda sonora en el averno, pero un cierto coqueteo con Belcebú le sienta la mar de bien a nuestros cuerpos macilentos. Que ya tenemos desde hoy toda la semana para volver a ser buenecitos.
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