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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La condesa y el fútbol

¿Acaso, entre los sentimientos identitarios que el fútbol canaliza, los hay lícitos e ilícitos, legítimos e ilegítimos?

Aunque cualquiera diría que la situación no está para florituras, ni para poses vacías, ni para derroches retóricos, la clase gobernante hoy en España parece empeñada en mantener el tinglado de la antigua farsa, por expresarlo con las palabras de don Jacinto Benavente. El pasado fin de semana, al aterrizar en Chicago para asistir a la cumbre de la OTAN, lo primero que Mariano Rajoy se preocupó de subrayar fue que iba a tener una reunión con Angela Merkel, sí, pero no a solicitud del presidente español, sino a demanda de la canciller alemana. Por mucho que la prima de riesgo esté desbocada, un hidalgo español como Rajoy no podía consentir aparecer en actitud pedigüeña y suplicante ante la fraunleinen la que, por otra parte, tiene puestas todas sus (o nuestras) esperanzas.

Pocas horas después, en Bilbao y en el curso de un congreso sobre memoria y convivencia, el ministro del Interior Jorge Fernández Díaz, sin duda mal asesorado, se lanzaba a la piscina de asegurar que, a los vascos desplazados fuera de Euskadi por causa del terrorismo, el Gobierno les permitiría votar en los próximos comicios al Parlamento de Vitoria. Más allá de lo difícil que iba a ser discernir las motivaciones de decenas de miles de traslados domiciliarios a lo largo de medio siglo, y más allá de la sospecha de manipulación partidista del censo que la medida puede inspirar, bastó un día para que se evidenciase el dificilísimo encaje constitucional de la idea y, en todo caso, la imposibilidad de aplicar semejante reforma a unas elecciones que se celebrarán seguramente antes de fin de año. O sea, otra ocasión perdida de callar y de no esparcir más confusión en la espesa niebla que nos ciega.

Y en esto apareció doña Esperanza Aguirre Gil de Biedma y, en una entrevista radiofónica, lanzó la propuesta de suspender la final de la Copa del Rey de fútbol que se celebra hoy en el estadio Vicente Calderón, ante el riesgo de silbidos y abucheos contra el Príncipe de Asturias o contra el himno español. El partido, añadió la presidenta, debería jugarse en otro lugar y otra fecha, y a puerta cerrada.

Después de haberla visto recientemente embutida en las camisetas de los dos equipos madrileños de Primera División, parece innecesario recordarle a la señora Aguirre que la trabazón entre fútbol y política es inextricable ya sea en Bilbao, en Barcelona, en Madrid, en Lima, en Manchester o en El Cairo. Tampoco debió de escapar a su perspicacia que, en los festejos capitalinos de 2010 por el triunfo de La Roja en el Mundial de Sudáfrica, se mezclaron entusiasmos y fervores que iban mucho más allá de lo deportivo. Y bien, ¿por qué iba a ser el partido de hoy entre el Barça y el Athletic Club una excepción a esta regla universal? ¿Acaso, entre los sentimientos identitarios que el fútbol canaliza, los hay lícitos e ilícitos, legítimos e ilegítimos?

Se comprende que a la condesa consorte de Murillo le desagrade una eventual silba al Rey o al Príncipe. A mí, que soy plebeyo, tampoco me hace feliz. Pero cualquier demócrata sabe que pitos y abucheos van incluidos en el sueldo de todos los mandatarios, ya sean elegidos o dinásticos, y no hay jefe de Estado occidental que no los haya sufrido con mayor o menor intensidad; de hecho, saberlos encajar con flema y compostura suele favorecer la popularidad de los líderes silbados. No, presidenta, la preocupación de los monárquicos no debería centrarse en lo que ocurra esta noche en el Calderón, sino en lo que ocurrió semanas atrás en Botsuana, y en cuanto viene ocurriendo en los juzgados de Palma de Mallorca.

Concluyo: la austeridad y el ahorro a que nos obliga la crisis no deberían ser solo económicos, sino también verbales y gestuales. Puestos a hacer recortes, nuestros políticos deben recortar drásticamente en retórica, en teatralidad, en gesticulación sin fundamento. Ganarían crédito, que buena falta les hace.

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