¿Dónde está el diario?
En los periódicos, el intelectual es un pasajero con buena ubicación en un camarote de cubierta, bastante mejor que el que podría corresponderle
Sigo leyendo todos los días por lo menos un diario sobre papel. Los domingos, dos o tres. La fidelidad al papel no proviene de copiosas disquisiciones sobre la calidad, sino del placer que todavía me produce escuchar el sonido del diario cuando se desliza bajo mi puerta y, dos horas más tarde, la breve conversación con el quiosquero que me vende el segundo diario. Enseguida subo al metro, donde generalmente me toca viajar de pie y, apoyada contra una de las puertas, abro el diario recién adquirido, haciendo equilibrio y tratando de no molestar al pasajero que está a mi lado.
Llego a mi estudio y pongo a calentar el agua para el primer mate del día mientras sigo con los diarios. Todavía no he encendido la computadora, o sea que esas páginas sobre papel me ofrecen las primeras informaciones y, como puedo comprobarlo, las que todavía justifican su lugar por el detalle y el cuidado con que llegan a ser impresas. Horas después, mientras almuerzo, sigo con los diarios. Ahora toca que los señale con marcador rojo o que recorte entera alguna nota, con la esperanza de que me vendrá bien para mi trabajo del día siguiente.
Claro, por mi edad pertenezco a una generación que creció mientras sus mayores abrían el diario todas las mañanas. En aquella época se decía de alguien inculto: “No lee ni el diario”. ¿Dónde está el diario?, era una pregunta que los chicos debíamos contestar para librarnos de la sospecha de que lo habíamos secuestrado para seguir los cómics y lo habíamos tirado, desordenado, en alguna parte.
Todavía hoy me siguen preguntando: “¿Cómo la presento?”. Ahí aparece la salvadora palabra polisémica: intelectual
Durante las vacaciones en el campo, mi padre ataba un carro todas las mañanas para recorrer una legua hasta el pueblo y buscar el diario provincial, que, oh casualidades, coincidía fielmente con sus ideas políticas. Mi padre y su diario eran liberales de derecha. Mi madre no tocaba el diario liberal, porque prefería uno cuyas páginas estaban llenas de fotos de Perón y Evita. Mi padre llamaba a ese diario “el catálogo”. Pero, ateniéndose a los principios liberales, toleraba su presencia en la cocina de la casa.
Mi foto salió por primera vez impresa en una revista muy popular cuando gané un premio entre las mejores redacciones sobre Evita. La familia se debatió entre celebrar mi triunfo o lamentar que estuviera marcado por el estigma peronista. Mi padre no me acompañó a recibir el premio y mi madre no se atrevió a contradecirlo. Por fortuna, una tía era peronista de la primera hora, y me llevó hasta el gran teatro donde los premiados fuimos objeto de fotografías que, por supuesto, salieron en los diarios. Fue la primera vez que vi mi nombre impreso junto a mi cara de plena felicidad. Tenía 12 años y, para mí, el premio superaba cualquier ideología, incluida la de mi padre. La excitación que me produjo esa foto impresa nunca volvió a repetirse.
No fue mi única transgresión para alcanzar ese premio. La redacción premiada había sido un plagio que, por supuesto, no confesé a nadie. En mi libro de francés había encontrado un texto que describía a una mujer llena de cualidades. Al final se leía: “Si hay un ser así, es mi madre”. Yo había reemplazado algunas de las cualidades domésticas por méritos públicos, y mi frase final era “esa mujer es Eva Perón”. Ladrona y desleal desde mis comienzos, podría decirse.
Los diarios, desde entonces, quedaron como un espacio al que tarde o temprano yo volvería a acceder. No me interesaba otra foto sino escribir en ellos. Pero las cosas fueron cuesta arriba. Vinieron dictaduras y, llegada la democracia, cuando uno de los grandes periodistas argentinos, Jacobo Timerman, me ofreció que entrara a trabajar en su nuevo diario, yo acababa de ser nombrada profesora en la Universidad de Buenos Aires. Cometí un error, y rechacé la generosa oferta de Timerman, que me habría enseñado el derecho y el envés del periodismo.
La historia es solo una de las tantas veces en que, como se dice en criollo, “erré el vizcachazo”, es decir, que no di en el blanco, aunque me lo acercaron. Mea culpa. Las modas y los estilos periodísticos me favorecieron poco después. Aumentó el número de notas de opinión firmadas y allí me sumé para siempre.
El destino fue piadoso con el error. Sin embargo, soy una mujer sin oficio definido. Cuando deben presentarme en alguna parte, radio o conferencia o lo que fuere, todavía hoy me siguen preguntando: “¿Cómo la presento?”. Finalmente aparece la salvadora palabra polisémica: intelectual. Desde mi infancia, esa fue la palabra con la que yo buscaba designarme en el futuro, después de ver el titular que la incluía junto a otros nombres franceses ilustres. No sabía entonces qué quería decir. Tampoco me imaginaba que la discusión sobre qué es un intelectual iba a continuar en el medio siglo siguiente.
Finalmente, hoy tengo las cosas claras: intelectual quiere decir que uno escribe en los diarios sin someterse al agotador ejercicio del periodismo. En los diarios, el intelectual es un pasajero con buena ubicación en un camarote de cubierta, bastante mejor que el que podría corresponderle.
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