Occidente ante el conflicto en Venezuela
El panorama que está planteado es alarmante porque el fraude no sólo hace sumamente difícil que la economía venezolana pueda entrar en una senda de recuperación, sino que probablemente enrumba al país a un nuevo descalabro económico
Un mes después de la elección presidencial, el régimen liderado por Nicolás Maduro, gracias a su control institucional y a una feroz e inédita represión, ha ratificado su disposición a profundizar su deriva autoritaria. La comunidad internacional occidental enfrenta el reto de definir cómo responder ante esta pretensión, con la particularidad de que, recientemente, utilizó casi todas las herramientas posibles buscando impulsar un cambio, incluyendo sanciones económicas y la amenaza del uso de la fuerza militar.
Ahora debe haber un nuevo esfuerzo para optimizar la efectividad de la presión internacional, aunque la capacidad de influencia de Occidente sobre el régimen ya enfrenta limitaciones. Para empezar, el objetivo central de la acción internacional no debe ser procurar un cambio de gobierno, tarea que corresponde y ya adelantan un sinfín de venezolanos, sino contribuir a generar condiciones para que el país pueda reconstruir un sistema democrático.
El panorama que está planteado es alarmante porque el fraude no sólo hace sumamente difícil que la economía venezolana pueda entrar en una senda de recuperación, sino que probablemente enrumba al país a un nuevo descalabro económico, en un contexto de persecución y temor en buena parte de la ciudadanía. Además, acrecienta la posibilidad de un escalamiento del conflicto, que podría generar un número adicional e inaudito de víctimas, migración y desplazamiento forzoso.
Para los gobiernos occidentales, esta crisis no es únicamente un problema de recesión democrática, violación sistemática de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad. El impacto de una posible nueva ola migratoria desde un país de aproximadamente 28 millones de personas, de donde Naciones Unidas ya estima han salido casi 8 millones, representa un desafío significativo, incluso cuando hay que recordar que la migración termina aportando significativamente a las economías de los países de acogida.
El escenario ante la posible consolidación autoritaria
En 2018, la mayoría de los gobiernos occidentales ya desconocieron el resultado de la elección presidencial. En 2019, desconocieron la legitimidad del período presidencial de Maduro y reconocieron al presidente de la Asamblea Nacional, controlada entonces por la oposición, como “presidente interino”. Asimismo, bajo el liderazgo del gobierno estadounidense, se adelantó una campaña inédita de aislamiento internacional para tratar de provocar la salida del régimen. Varios países impusieron sanciones personales a funcionarios y testaferros y sanciones económicas a la industria petrolera, principal fuente de ingresos del país.
Si el 10 de enero de 2025, cuando la Constitución prevé el inicio del período presidencial, Maduro sigue en el poder, es muy probable que una mayoría de gobiernos occidentales desconozcan nuevamente su legitimidad, y surjan dificultades para tener relaciones diplomáticas y comerciales con Venezuela. Eso pone de relieve la importancia de aprovechar el poco tiempo que queda hasta 2025 para tratar de ayudar a construir una solución al conflicto. Si no es el caso, sería lógico que surja una inclinación por optar nuevamente por el aislamiento y probablemente una ampliación del esquema de sanciones internacionales.
Posibles principios rectores de la acción internacional
En primer lugar, es fundamental que Occidente mantenga su atención sobre Venezuela. Dadas las circunstancias, es lógico y necesario que haya un endurecimiento de la retórica para condenar el fraude y la represión. La coordinación internacional sigue siendo crucial, pero es irrealista pensar que siempre habrá plena coincidencia. Más bien, debería haber espacio para pensar cómo puede aprovecharse la complementariedad.
En Occidente, ya quedan pocos gobiernos que tienen capacidad de una comunicación fluida e incidencia sobre el gobierno venezolano. La intención de los gobiernos de Brasil y Colombia de tratar de mantener esos canales es entendible si lo que buscan es tener un rol tangible en la construcción de una resolución al conflicto. Sin embargo, ese posicionamiento debe tener ciertos límites, ya que no debería encubrir la realidad ni diluir retóricamente la inmensa responsabilidad que tiene el gobierno de Nicolás Maduro.
En cualquier caso, la retórica por sí sola no será suficiente. La diplomacia no sólo va de generar reacciones, sino que también implica tratar de contribuir a construir soluciones. Una política de condena y aislamiento sobre el gobierno de Maduro ya se trató en el pasado reciente y fracasó. De hecho, la decisión reciente del gobierno venezolano de romper relaciones diplomáticas con siete países latinoamericanos, sugiere que él mismo quiere impulsar el encierro, confiado que lo terminaría superando como en el pasado.
Pese a los instintos de una parte de la oposición venezolana, la acción internacional, que es necesaria para ayudar a promover una resolución, no debe ser protagonista. Cualquier curso de acción o posible medida debe siempre considerar el impacto que podría tener en la vida de la mayoría de los venezolanos, que son los principales damnificados de la crisis provocada primordialmente por el gobierno. El problema de Venezuela no sólo concierne la necesidad de que haya alternancia política, sino cómo reconstruir el país desde el punto de vista institucional, para lo que hará falta que eventualmente se hilen grandes consensos, incluyendo entre sectores en los que hay amplias diferencias.
Incluso si el régimen liderado por Maduro logra mantenerse en el poder, la perpetración del fraude generará, entre otras cosas, unas consecuencias económicas terribles para el país. Esto eventualmente podría hacer insostenible su control del poder y requerir de un involucramiento internacional para negociar cómo proceder. Por eso, habría que aprovechar los próximos meses para mantener o tratar de reconstruir canales de comunicación con figuras del régimen, ya que es difícil vislumbrar una resolución que no pase porque parte de quiénes hoy hacen vida en él, concluyan que la situación es insostenible y manifiesten la necesidad de buscar una salida. Al mismo tiempo, independientemente del conflicto, es crucial tratar de preservar espacios de cooperación internacional que benefician en alguna medida a millones de venezolanos, víctimas de una emergencia humanitaria compleja.
En segundo lugar, la posibilidad de una resolución depende en buena medida de que los venezolanos logren movilizarse masivamente mediante distintas tácticas para reclamar pacíficamente el reconocimiento de los resultados electorales del 28 de julio. Por ello es que el régimen de Maduro ha desplegado una represión brutal y busca infundir miedo y parálisis. En respuesta, la comunidad internacional occidental tiene que tratar de subir los costos de la represión. Ello pasa por una mayor atención y reacción ante las graves violaciones a los derechos humanos. Pero también por otras medidas como mejor documentación y reporte, así como intentar una mayor comunicación con personas que siguen siendo parte del régimen para promover la disuasión.
En paralelo, los actores internacionales también tienen la tarea fundamental de tratar de construir, discretamente, un escenario para que eventualmente pueda haber una solución negociada, por más improbable que luzca actualmente. Es importante la discusión y socialización detallada sobre posibles garantías para quienes todavía forman parte de la coalición gobernante, la cual no está dispuesta a negociar francamente salvo que no le quede otra opción que hacerlo. Entre esas garantías se tendrían que considerarse esquemas condicionales de justicia restaurativa o acuerdos de exilio. También deben explorarse mecanismos como cuotas de participación en la aprobación de futuras reformas y fórmulas de transición gradual en ciertas instituciones. Eso sería lo deseable para los venezolanos, que en última instancia necesitan y merecen una transformación estable que permita acometer las reformas para reconstruir la institucionalidad y darle un gran impulso a la economía.
Si surge la posibilidad de una negociación, la comunidad internacional occidental no debe olvidar que el gobierno de Maduro carece de credibilidad y tendría que demostrar con hechos tangibles su voluntad. Por ende, el otorgamiento de cualquier concesión debería estar estrechamente atada a condiciones que acerquen al país a una transición a la democracia. Este recordatorio es oportuno porque, en el pasado reciente, el interés por los recursos energéticos venezolanos y el pago de deuda generó presiones para minimizar las exigencias por el respeto a las garantías democráticas, que es una petición que Occidente debe rechazar.
Asimismo, para que la acción internacional pueda ser coordinada y preserve como objetivo central los intereses de los venezolanos, es necesario un esfuerzo, que tendría que contar con la ayuda de la diáspora venezolana, para que dentro de la diversidad política que existe en Occidente, se evite el uso del conflicto para hacer política interna o ideológica. De seguir siendo ese el caso, aumenta el riesgo no sólo de descoordinación internacional, sino de que se antepongan intereses mezquinos al trabajo arduo que supone construir una transición.
Finalmente, Occidente no puede ignorar las alianzas que el gobierno ha logrado tejer con países no occidentales, en su mayoría también de corte autoritario. Aunque esos vínculos podrían facilitar su estadía en el poder (aunque en una situación económica muy precaria), la realidad es que actualmente esos países tampoco tienen la disposición e influencia suficiente para evitar una transición a la democracia en Venezuela. Para ello, hay que tener precaución para evitar convertir a la crisis en un asunto geopolítico, lo que probablemente terminaría dificultando más su resolución.
Ante el conflicto venezolano, la comunidad internacional occidental debe buscar preservar un equilibrio, que naturalmente es difícil de conseguir, entre la presión y el mantenimiento de canales de comunicación con la mayor diversidad posible de actores venezolanos, siempre buscando un eventual espacio de negociación que desemboque en el restablecimiento de la democracia. Nuevos errores de la acción internacional no sólo contribuirán a la consolidación de otro régimen autoritario, sino a la condena de millones de personas a condiciones de vida muy precarias.
Mariano de Alba es un abogado venezolano especializado en relaciones internacionales.
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